
Imagen: Hulu / MGM.
Lo más sorprendente de las reacciones a la fabulosa El cuento de la doncella (Handmaid’s tale en su versión original) es la mayoritaria impresión de que nos encontramos ante una distopia. «Estamos cerca», dicen algunos/as, del régimen de Gilead, esa dictadura cristina y teocrática, en el que las mujeres son tratadas como meros recipientes al servicio de un poder pretendidamente superior. Ellas no pueden poseer bienes, leer o escribir. O al menos, algunas de ellas. Las esposas de los altos gerifaltes —como no— viven en un mundo distinto, igualmente oscuro pero con un matiz más permisivo.
Y la reacción es sorprendente porque Somalia, Siria, Arabia Saudí o Irán ya han puesto en práctica muchas de las políticas que nos parecen algo así como ciencia ficción cuando las vemos en una serie de televisión, pero que no nos provocan ni un parpadeo en el día a día del mundo moderno. Esa es probablemente la parte más terrorífica del horror que dibuja esta serie de Hulu (distribuida en España por HBO), el hecho de que existen en el planeta miles de esclavas sexuales, algunas recluidas en países con acuerdos comerciales con el nuestro; otras sometidas a torturas diarias en territorios sin ley en África u Oriente Medio. La República de Gilead existe y respira en rincones que no son tan remotos, ni lejanos (en tiempo y espacio) como nos gustaría pensar. Sin embargo, y seguramente como método de autoprotección o a modo de arma que dispara frases de autoayuda, nos refugiamos en el paraguas de la ficción y preferimos pensar que esta clase de cosas no ocurren en nuestro mundo. ¿Mujeres obligadas a cubrirse cuerpo y rostro con una suerte de túnica y cuya suerte depende únicamente de seguir a rajatabla las ordenes de una figura religiosa? ¿Países sin ningún tipo de respeto por los derechos humanos y donde la justicia se ejerce a través de la violencia en espacios públicos? No parece que El cuento de la doncella haya ido muy lejos en sus previsiones sobre un futuro negro como el Dios vengativo al que dicen obedecer.
Escrita en 1985 por la canadiense Margaret Atwood, El cuento de la doncella se gestó bajo el régimen de Margaret Thatcher, aquella primera ministra británica que transformó —para bien y para mal— el Reino Unido y que despreciaba a los sindicatos mientras proclamaba su cariño por Augusto Pinochet. Como en V de Vendetta (el magnífico cómic de Alan Moore y David Lloyd), la sociedad que creó Atwood estaba regida por una interpretación marcial de la ley (su ley) y una singular forma de fanatismo religioso cuyo núcleo conceptual es el dinero.
La adaptación televisiva no es solo impecable sino que además supera en muchos tramos al original literario gracias a un atrevimiento formal que se antoja a veces tan doloroso como la propia epopeya de la protagonista: el rosario de primeros planos de la impresionante Elisabeth Moss (qué valentía la de la actriz, sin miedo a reseguir la fragilidad a través de una interpretación que roza lo suicida, abierta en canal ante un espectador que sufre lo indecible a poco que posea un mínimo de sensibilidad) es el perfecto retrato de la voluntad de los creadores de no renunciar al peso específico de la crudeza del relato. Esa crudeza explícita, que incluye momentos de una dureza incontestable, como esas penas de quirófano o las «ceremonias» en las que las doncellas son violadas con la connivencia de otras mujeres e incluso planos tan abrasivos como el de esas esclavas vestidas de rojo sentadas en un banco mientras al fondo pueden observarse los cadáveres de cuatro ahorcados. Debió costar más de un dolor de cabeza a los encargados de llevar a la televisión un libro seco y conciso, más que cruel o bárbaro.
El cuento de la doncella es un relato de una solidez escalofriante a la hora de esbozar un universo de colores apagados donde el miedo es el pegamento de una sociedad rebozada en su propia mugre. Además, el espectador permanece a ciegas (excepto por algunos flashbacks) respecto al detonador, a la chispa que condujo hasta el punto en el que arranca la narración. En la novela ni siquiera conocemos el nombre de la protagonista y en la serie desconocemos qué ha sucedido con la democracia, más allá del obvio golpe de Estado que ha conducido hasta un régimen absolutista. Esa incógnita, una gigantesca X en una ecuación sin resolver, contribuye a sembrar en el imaginario del que ve la serie una suerte de terror irracional del mismo tipo que sufre el lector de La carretera de Cormac McCarthy al entrar de lleno en un apocalipsis de raíz invisible. Lo que de entrada ya resulta incomprensible multiplica su efecto al negarnos la causa de la enfermedad. Eso sí, en el libro Atwood dedica un párrafo (uno solo) a meternos en vereda; la serie prefiere la venda en los ojos, hasta que el silencio se hace ensordecedor.
Esa voluntad, la de resultar críptico, es clave para mantener una tensión casi insoportable. Tanto como la fotografía, despojada de colores vivos, cuyas únicas excepciones resultan ser —paradójicamente— los vestidos rojos de las esclavas (que hubieran hecho las delicias de los puritanos de Nueva Inglaterra del siglo XVII) y el inmaculado blanco de los quirófanos donde se imparte «justicia», o el diseño de producción, con esa geografía plagada de casas de piedra llenas de escaleras y estancias atemporales, como si aquellos que las habitan vivieran en un pasado que nunca existió, un infierno artificial en el que no hay nada que hacer. Sin radio, televisión, internet o periódicos, y cuya única conexión con el presente es un tablero de scrabble que el comandante utiliza como arma de seducción con su esclava.
Podría decirse que El cuento de la doncella elige siempre el camino correcto, la mejor opción para llegar a su desenlace, y poco le importa que ese camino sea impracticable. Por eso a veces, esta serie se asemeja más a una película de terror de corte clásico que a un drama rocoso sin ningún tipo de anclajes, de los que te deja caer a plomo. La atmósfera alrededor de esa casa (donde vive Offred), en la que todos parecen tener una agenda propia y los escrúpulos extirpados al nacer, es de las mansiones encantadas, aquellas con fuerzas malévolas que tiran del protagonista hasta acabar con él y en las que no sobrevive ni el apuntador.
Lo peor (tal vez lo mejor) es esa sensación de que ese espacio lleno de hombres que consideran a las mujeres un enemigo cuya utilidad se limita a sus capacidades reproductivas y a mujeres que son peores que esos hombres (la tía Lidia, el terrible personaje interpretado por la maravillosa Ann Dowd o la complejísima esposa que nos regala Yvonne Strahovski, espectacular) y una tonelada de esclavos que viven bajo el yugo de una dictadura feroz con la misma actitud que la oveja que deja al lobo vigilar el refugio, es un espacio en el que ya vivimos. Ese futuro que nos asfixia viendo la serie, ya está aquí y no esconde su rostro. Quizás no vista de rojo, ni arranque los ojos a los opositores (al menos en Europa), pero es tan real como el demacrado rostro de Moss, una actriz que cuenta mejor que nadie lo que significa morir sin poder cerrar los ojos: el retrato más certero de la pérdida de ese espejismo llamado esperanza.

Imagen: Hulu / MGM.
La entrada El último en morir que apague la luz aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.