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Channel: mujeres – Jot Down Cultural Magazine
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42 videoclips que tendrías que haber visto en 2011 (I)

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En el crepúsculo de 2011, la dirección de Jot Down llegó a la conclusión de que era más que conveniente darle un repaso a las alegrías dadas por el videoclip musical durante el año. Para tal propósito contactó con una pareja de exquisitos y notorios connoisseurs del mundillo artístico-musical para la construcción de una guía fastuosa de clips imperdibles.

Ante el rechazo de ambos, Jot Down decidió encerrar a dos de sus redactores en una sala con un proyector y esperó pacientemente. Cuatro semanas más tarde llegaron con la piel pálida, la glucosa por los suelos y la lista definitiva de los 42 vídeos que tenías que haber visto en 2011.

Sí, 42.

Disfruten.

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Battles – My machines
Dirección: Daniels

Con la película Mallrats aprendimos varias cosas: Que Kevin Smith no era la gran esperanza blanca, que hay muchas preguntas pendientes acerca de los penes de los superhéroes y, la más importante, que las escaleras mecánicas son una amenaza para la integridad física. El vídeo de My machines de Battles no hace más que reforzar esta última de manera memorable: un hombre comienza por accidente a rodar por las escaleras mecánicas de un centro comercial mientras la cámara se desquicia por completo, documentando una puesta en escena que es un bestial e imposible salto mortal grabado en un solo plano que rebusca los ángulos una y otra vez. Todo ello coreografiado de manera milimetrada al ritmo de lo que sucede en pantalla. O cómo utilizar los FX para crear algo realmente espectacular que además consigue reflejar la agonía de un bucle dañino en una trampa mecánica. Sobresaliente o más.

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QG – Bomb
Dirección: Pierre Teulières

El vídeo de terror del año corresponde a este grupo francés que, siguiendo la estela del cine gore venido del Hexágono en los últimos años —À l’interieur, Haute Tension, los intentos de Gaspar Noé en Irreversible—  nos sumerge en una fiesta celebrada en un matadero en la que un niño bien de París queda plantado y decide montarse el fiestón por su cuenta. Dejándose llevar por los alucinógenos y sin poder marcharse, acaba presenciando un sacrificio con canibalismo incluido de la mano de una criatura que parece salida de un videoclip del gran Chris Cunningham, de tal belleza que emana. La sensación de imposibilidad de escape, junto con la estresante música, hace de este uno de los clips más tensos del año.

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Living Sisters – How are you doing?
Dirección: Michel Gondry

Michel Gondry es uno de los más geniales ilustradores de videoclips, y por eso mismo es de celebrar que vuelva a pisar este terreno con un nuevo ingenio visual. La canción de Living Sisters no es que sea el colmo del buen gusto (en realidad es bastante moñas) pero a su rescate llega Gondry reciclando parte de la idea de una de sus obras maestras (Sugar water de Cibo Matto), añadiéndole una ventana más y creando un clip malabarista con personajes que saltan de un plano a otro, terremotos, accidentes de aviones y destrucción variada en forma de juguetes formados con artesanías precarias. Y lo consigue.

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Yelle – Safari Disco Club / Que Veux-Tu
Dirección : Jérémie Saindon

La figura del tecktonik, la Lio de nuestros tiempos, presentó su segundo álbum de estudio con este díptico en el que, cual bestia salvaje, es perseguida por sus dos compañeros de grupo hasta que lanzándose por una madriguera llegan al mencionado Safari Disco Club en el que los animales bailan.

Acto seguido —previa pausa para cambiar el escenario— aparecen nuevos muñecos y comienza un segundo número en el que se juega con imágenes simétricas, movimientos bien marcados y ese ente de amor que es Tchiki-Tah Man. Un homenaje al mítico Around the World de Daft Punk en donde, al igual que en el vídeo de Gondry, se van añadiendo personajes al conjunto según avanza la canción.

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It’s tropical - The greeks
Dirección: Megaforce

Probablemente el vídeo más bestia y salvaje a la vez que infantil e inocente jamás rodado. Un grupo de niños juegan a la guerra armados con Nerfs y demás pistolas de plástico, y una post-edición en montaje se encarga de utilizar los dibujos animados para pintar sobre ellos las balas disparadas, los humos del tiroteo y sobre todo la sangre a borbotones que salpica de los pequeños soldados. Torturas electrificadas, bazookas, lanzallamas, festival de sadismo balístico heredero del anime con una buena muestra de headshots en cabezas infantes y cuya mayor gracia es la percepción de que por muy cafres que sean las imágenes (ametrallar a un enemigo herido a quemarropa en un sofá o simular una ejecución al estilo yihad loca) todo esto no es más que un juego de niños, la droga es harina, las barbas de los terroristas son de tela y el C4 es plastilina amarilla. Kabooom.

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Metronomy – She wants
Dirección: Jul & Mat

Si hay una banda cuyas canciones no llegan a la suela del zapato de sus vídeos, sin duda hablamos de Metronomy. Aquel grupo del fascinante videoclip de la bola de karaoke golpeando a gente —A thing for me— nos contó este año una historia rutinaria del día siguiente a una juerga: el momento de ir recopilando recuerdos hasta el instante en que viene a la mente un pequeño golpe que desata una reacción en cadena que consigue que te des cuenta hasta qué niveles la has liado parda. Claro, que más grave es cuando la protagonista consigue casi perpetrar una masacre en una boda que, como guinda, tiene el cabreo de la propia novia empujándola a la cama. Hasta que se le pase la tontería.

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High Places – Sonora
Dirección: Keith Musil

Mary Pearson (el cincuenta por ciento de High Places, siendo la otra mitad Rob Barber) interpreta una retorcida revisión gore de Popeye. El héroe se transforma ahora en heroína, utiliza un bote de espinacas para mutar su brazo y, con media cabeza abierta, supuestamente por culpa de una paliza con un palo de golf, emprende haciendo autostop el camino hacia la venganza. Sangrienta adaptación del personaje con un Bluto que se olvida de Olivia para secuestrar al novio de la protagonista, un tal Angus Andrews, ese mismo que es vocalista de Liars.

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iamamiwhoami – john
Dirección: Iamamiwhoami

El proyecto de Jonna Lee, revolución audiovisual del 2010, sacó este año un vídeo de ocho minutos y no le importó a absolutamente nadie. Sin embargo no decaía en cuanto a calidad respecto a sus piezas anteriores. Así, en John vemos la impecable factura de la sueca con ese contraluz tan estudiado mientras ella baila ridículamente sobre la cama de papel higiénico de un prostíbulo en el que es prisionera. Ironías de la vida, mientras la canción habla de lo sucia que se siente, el vídeo enfoca unos numerosos primeros planos del camel-toe de la cantante. Aunque podía ser peor, podía masturbar árboles, como en sus primeros clips. En realidad aquella obra también fue un videoclip fuera de serie, así que bienvenido sea todo el trabajo de esta mujer.

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Mujeres – Reyerta
Dirección: Tom Kingsley

¿Alguna vez has entrado en la peluquería y le has señalado al barbero una foto de revista para explicar cuál es el resultado que deseas? Nosotros no. Pero porque somos unos jodidos snobs. Eso sí, en caso de que tuviéramos que vernos obligados a hacerlo tendríamos muy claro que la única opción posible consiste en visitar al loquísimo peluquero del videoclip Reyerta, del cuarteto barcelonés Mujeres. Vídeo  que eleva el concepto de cambio de look al extremo, sustituyendo el corte de pelo por el cambio de cara a lo Face/off pero en modo fastforward y manual, con producción a cargo de Blinkink y rodado con muchísima gracia en forma de genial y cómica locura de garaje rock y pura-dura alma cartoon.

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The Go! Team – Apollo Throwdown
Dirección: James Slater

La banda de Brighton volvió con su tercer álbum de estudio al mercado nada más comenzar el año. Fieles a su sonido, sacaron este tema de ritmo frenético y con sonido enlatado. Y fieles a su imagen, crearon este vídeo lleno de efectos coloristas y psicodélicos intercalado con las imágenes del grupo y de la solista Ninja haciendo lo que presuponemos que es bailar mientras la invitada Dominique Young Unique rapea. Todo un despliegue de efectos técnicos sobre fondo negro.

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Manel – Aniversari
Dirección: Roger Padilla y Àlex Pastor

El grupo catalán Manel se cubre de gloria con el clip de Aniversari. Detrás de la cámara, el guitarrista del grupo y uno de los directores de Infectados. Y delante de la misma se montan su propio Cluedo con Sergi Lopez como detective fantasioso y una incógnita en forma de tragedia en la celebración de un aniversario. Biel Durán y Ona Casamiquela protagonizan una historia de amor en los años treinta con velas, bebidas espirituosas que convierten a la gente en liliputienses, katanas, armaduras, sirvientes escalando por el vestido de la amada y bastante fantasía de carácter mágico. Y con cameos incluidos: Jaume Sisa como fotógrafo de una fiesta playera de extraños personajes entre los que se camuflan los integrantes del grupo Mishima.

Como si Lewis Caroll le cantara a El increíble hombre menguante en medio de la Rambla.

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Dënver – Los Bikers
Dirección: Milton Mahan

Los chilenos Dënver, la revelación del año pasado en Sudamérica, tras un año repleto de reconocimientos por su disco y los altercados con la aduana en su gira española, sacaron una de las baladas del repertorio como single hace apenas mes y medio. El vídeo consiste en una coreografía ejecutada por el ballet del Teatro Nacional de Santiago de Chile en el Museo de Bellas Artes de la misma ciudad. A medio camino entre la danza y el Saló de Pier Paolo Pasolini, ponen imagen a una canción acerca de la sumisión total en el acto sexual bien cargado de homoerotismo y prácticas sadomaso.

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Radiohead – Lotus Flower
Dirección: Garth Jennings

Thom Yorke aquí es como aquel parroquiano del peor bar de tu ciudad que a las siete de la mañana, inspirado por los alcoholes, no solo se niega a abandonar la pista de baile sino que realiza el baile de “suene lo que suene, yo bailo lo que escucho en mi cabeza”, mientras efectúa una extraña sucesión de movimientos espasmódicos en el centro de un círculo formado por el resto de despojos del disco-bar que le jalean y palmean la hazaña. Así de patético, así de hipnótico, así de genial. El ducho Garth Jennings dirige una idea simple: Yorke con sombrero “bailando” mientras canta el tema. El resultado acaba convertido en un meme de internet con cientos de montajes en youtube, espasmos que harían parecer paralítico a Ian Curtis, la sensación de estar viendo al cantante siendo controlado por un cruel titiritero y la mejor coreografía desde aquel fabuloso grupo bailongo del Praise You de Fatboy Slim.

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Supersubmarina – Puta vida
Dirección: Luis Germanó

Sin duda estamos viviendo el mejor momento de la productora BoogalooFilms. Viendo a las actrices lamiendo la crema de cacahuete, revolcándose por el suelo, llorando y, sobre todo, ese culo en pompa en pleno cunnilingus, uno se da cuenta de que esas escenas con la nitidez descuidada forman un involuntario homenaje al  Luis Buñuel de El fantasma de la libertad o Belle de jour. Siendo más directo que el clip de los Scissor Sisters y que el homenaje al director español que Garbage hizo en el burdel del clip de Tell me where it hurts, y contando además con una ínfima parte del presupuesto de ambos. Además, todos sabemos que los vídeos con gatitos puntúan triple en youtube, así que no cabe ulterior discusión. Pena que, salvo el tipo baboso de las cucharadas, los componentes de la banda no sepan actuar tan bien como sus acompañantes femeninas por no ser lo suficientemente sórdidos. Creo que bien se defiende por sí solo, más allá de las críticas de pornografía gratuita, de machismo o incluso, ya ven ustedes qué drama, de radiofórmula.

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Duck Sauce – Big Bad Wolf
Dirección: Keith Schoffield

Tras el petardazo mundial que pegaron Duck Sauce con el hit Barbra Streisand, reaparecieron con un segundo –y esperemos que último– single consistente en un lobo aullando sobre una base demasiado simplona de cuya baja calidad ellos mismos debieron sospechar. Así decidieron sacar como acompañamiento visual este clip en el que tres trabajadores con una cabeza en la entrepierna salen de caza un sábado noche. No sabemos qué aspira a ser con más énfasis: desagradable, surrealista o divertido. El caso es que es de agradecer en parte que haga olvidar completamente ese horror de canción.

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Herman Dune – Tell me something I don’t know
Dirección: Toben Seymour

Un videoclip en el que un yeti de peluche de color azul, que disfruta con el tacto del salpicadero de un coche y el viento en la cara, hace autostop para ser recogido por John Hamm (de quien habéis oído hablar gracias a Mad men) merece y merecerá siempre una mención  aquí. Que la extraña pareja después se vayan a un concierto de Herman Dune quizá no tanto. Pero eh, es un yeti. De peluche. Azul.

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No Age – Fever dreaming
Dirección: Patrick Daughters

No Age dotaban de imágenes a un tema del álbum Everything in Between con una de las ideas más brillantes que hemos visto este año en el mundo del videoclip: convertir los bordes de la propia pantalla en una puta trituradora psicópata. Y entretanto los chicos de la banda se dedicaran a desatar Fever dreaming sin preocuparse demasiado por la integridad física propia o por ese mobiliario que comienza a volatilizarse a lo bestia.

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Best Coast – Our Deal
Dirección:  Drew Barrymore

Drew Barrymore, el único juguete roto que volvió del infierno del rehab por la puerta grande, dirige el videoclip de la banda californiana de moda con la ayuda de la interpretación de la adorable Chloe Moretz. Para ello cuenta en menos de cuatro minutos la película de entretenimiento perfecta. Mitad Romeo y Julieta, mitad The Warriors. El amor adolescente, graffitti de Julio Cortázar y la mala suerte de no calcular bien el espacio al escribir.

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Cut Copy – Blink and you’ll miss a revolution
Dirección: Emile Sornin

Una secta formada por simios con aspecto humanoide rescata una serie de baúles donde se guardan diversos miembros de Cut Copy. Pero miembros, miembros. Es decir brazos y cabezas de los integrantes del grupo que los monos utilizarán para montarse en su cueva su propio concierto delirante. Como si El planeta de los simios inspirara la deconstrucción de la banda australiana por parte una peludísima y muy animada fanbase. Atención al mono líder (o lo que sería un Albus Dumbledore simiesco) guiñándole el ojo a Jimi Hendrix al prenderle fuego a la guitarra en la escena final. Ape Rockstar.

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Adele – Rolling in the deep
Dirección: Sam Brown

La artista del año sacó en enero este single que absolutamente nadie sospechaba que fuese a pegar tanto. No en vano ha sido la canción más galardonada y vendida del 2011, y además la mismísima Patti Smith incluyó una versión del tema en su gira considerándola  su “canción del verano”. La historia del dolor que la muchacha siente al verse abandonada por su ex la ha llevado a superar los 10 millones de copias vendidas en los días de bajas ventas que corren, y comenzó tal éxito con este vídeo en el que ella se queda sentada en una habitación semivacía, su batería en el hueco de la escalera, un ninja envuelto en harina y alguien que no vemos rompiendo una vajilla. No nos atrevemos a buscar el significado por no caer en el más absoluto de los ridículos, pero las caras tapadas por las sombras y la mirada perdida de la cantante aportan el toque de desazón imperante en el disco y el travelling de la cámara al compás de la canción consigue aumentar el ritmo de la misma, lográndose como conjunto un clip sencillo y potente, que son los dos adjetivos que mejor definen el triunfo de Adele. Luego, casi obligada y a destiempo tuvo que grabar en París el vídeo de su segundo single, Someone like you. Un bonito homenaje a la nouvelle vague que merece también mención en estas líneas.

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Wiley – Numbers in action
Dirección: Us

Wiley y el colectivo Us se divierten lo suyo creando un plano fijo en el que se descuartiza el tema Numbres in action en diferentes y juguetonas pequeñas piezas mecánicas visuales que no son ni más ni menos que otros Wileys multiplicados gracias a la magia de la edición imaginativa (y donde cada uno de los Wileys adicionales lleva una camiseta con su número de encarnación clonada), actuando en pequeños bucles de movimiento, jugando con pelotas, números, globos y cajas al compás del tema. Ingeniosa propuesta en forma de patio de recreo y circo del play/rewind.

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(Continúa)

 


Armada y peligrosa (I) – Mujeres del Salvaje Oeste

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Con un arma en la mano resplandezco como un cristal. Brillo como el sol de la mañana”. Annie Oakley

Introducción: #chickswithguns

En la serie de cómics The Walking Dead, la joven y pecosa Andrea descubre sorprendida que tiene un talento innato con todo tipo de armas. Escopetas, rifles y revólveres se convierten en extensiones de sus brazos, sin que eso altere su carácter fundamentalmente alegre y social. En la serie de TV el personaje resulta mucho menos interesante y está más desdibujado, pero conserva su habilidad sobrenatural con las armas de fuego… Esa imagen de la mujer como excelente tiradora responde a un estereotipo sorprendentemente frecuente, una imagen grabada a fuego en el inconsciente colectivo occidental. Hay mil ejemplos: fotos vagamente noir de Helmut Newton, retratos de Lindsay McCrum o mil películas de heroínas armadas, de la teniente Ripley de Alien a la Sarah Connor de Terminator. 

Cuando en American Beauty la gran Annette Benning dispara una Smith & Wesson en el campo de tiro, descubre que ametrallar una diana le resulta liberador y le da confianza en sí misma. El estruendo, la sensación de absorber y domar el impacto del retroceso, el subidón al acertar el blanco… Todo colabora en su empoderamiento, traducción forzosamente garbancera del empowerment del feminismo, la autoafirmación mediante el acceso de las mujeres a actividades y actitudes  tradicionalmente reservadas a los hombres. Una mujer “armada y peligrosa” pone en peligro el statu quo,  subvierte su rol tradicional de dadora de vida convirtiéndose en una femme fatale que un varón asustadizo podría ver como amenaza. En el campo de la fuerza bruta y las armas blancas los hombres juegan estadísticamente con una ventaja significativa. Pero para dominar un arma de fuego, aunque sea necesaria una cierta forma física, lo que marca la diferencia son los reflejos, la puntería y el pulso firme.

Una mujer atractiva sosteniendo un arma de fuego puede resultar sorprendentemente sexy. Una de mis múltiples obsesiones es coleccionar este tipo de imágenes, más fáciles de encontrar de lo que parece, y clasificarlas bajo el hashtag #chickswithguns. El psicoanálisis clásico hablaría del simbolismo fálico del cañón de un revólver y de la querencia femenina por ese tipo de armas como una forma de superar la envidia del pene, pero no es ningún secreto que jamás he soportado a Freud y su obsesivo falocentrismo. En mi caso, lo que encuentro atractivo de estas fotografías es el juego de contrastes entre el arma de fuego (fría, metálica, angulosa) y la belleza femenina (cálida, flexible, curvilínea). Sin necesidad de masculinizarse, la mujer establece una relación propia y original con el arma de fuego.

La mejor manera de explorar esta relación es con un recorrido por las mujeres armadas de la historia, y qué mejor punto para empezar que la época que más fácilmente puede asociarse a las armas de fuego: el siglo XIX en el Lejano Oeste Americano, cuando Calamity Jane exploraba junto al general Crook y Annie Oakley disparaba su rifle ante reyes y presidentes europeos. Pero antes de seguir, y a modo de necesario disclaimer: no entraré a discutir si es necesario un mayor control de las armas de fuego ni mencionaré a Michael Moore, Charlton Heston, Columbine o el NRA. Una mujer armada resultará feministamente revolucionaria y estéticamente erótica sea cual sea la opinión política de cada uno sobre los permisos que deberían obtenerse para poseer un revólver.

1. Annie Oakley, la cazadora infalible

Octubre de 1875. Un pistolero irlandés llamado Frank Butler llega a Cincinatti y apuesta el equivalente a unos dos mil dólares modernos a que nadie puede vencerle en un duelo de puntería. La única persona que se atreve a desafiarle es una adolescente de 15 años y aspecto angelical llamada Annie. El pistolero se echa a reír, pero la carcajada se le hiela en los labios a medida que Annie va igualando sus disparos contra pájaros cada vez más pequeños y veloces (defensoras de los animales, entendedlo: eran otros tiempos). En el vigésimo quinto tiro, Frank falla por primera vez, pierde el reto y cae perdidamente enamorado. Algo más de un año le costó conquistarla (siempre me lo he imaginado pegando tiros al aire bajo su balcón a modo de serenatas), hasta que a Annie le pareció gracioso aquel irlandés bocazas y aceptó casarse con él. 

Annie tenía talento innato con el rifle: empezó a cazar con siete u ocho años para alimentar a su familia tras la muerte de su padre, y a los 15 ya pagaba la hipoteca de la granja de su madre cazando bichos para venderlos a hoteles y restaurantes (he aquí una salida inesperada a la crisis: subir a Collserola a cazar jabalíes para Ferran Adrià). Tras casarse con Butler en un matrimonio largo y feliz, empezó a ganarse la vida mostrando su puntería en circos y espectáculos de variedades cada vez más importantes. Con el tiempo se ganó la amistad del jefe indio Toro Sentado y entró a formar parte de la troupe del mismísimo Buffalo Bill. En su show atravesaba de un balazo un as de picas lanzado al aire, o una moneda de 10 centavos, o acertaba a un puro que fumaba en el escenario su marido. Aparentemente, era más seguro ser marido de Annie Oakley que esposa de William Burroughs. Annie no tardó en convertirse en la tiradora más famosa del mundo, y actuó en un tour europeo ante reyes, reinas, presidentes y el recién coronado kaiser Guillermo II, a quien le arrancó un cigarrillo de los labios de un tiro. Es inevitable pensar que si Annie se hubiera desviado un par de centímetros tal vez se hubiera evitado la I Guerra Mundial…  

Como sabrá cualquiera que haya visto Deadwood, los miembros de la familia Hearst tienen un talento especial para convertirse en villanos de cualquier historia. En 1903, William Hearst publicó un artículo afirmando que Annie Oakley había sido encarcelada por robar para pagarse la cocaína a la que era adicta. Todo mentira: no está claro si fue un caso de periodismo creativo o una confusión con una yonqui que afirmó llamarse Annie Oakley como podría haber dicho Gwen Stacy. La auténtica Annie, indignada, dedicó siete años de su vida a denunciar uno a uno a los periódicos que publicaron la noticia, ganando 54 de los 55 pleitos. Mientras tanto, hombre previsor, Hearst aumentó el sueldo de sus guardaespaldas.

Se conservan muchas fotos de Annie y al menos un breve vídeo de una de sus actuaciones. Gracias a estos testimonios, sabemos que Annie era atractiva para estándares de la época (en esta foto me recuerda a la Gobernadora Marley de The Monkey Island), estaba en muy buena forma física y se sentía orgullosa de su bien cuidada melena. A pesar de su talento con las armas, no se mostraba nunca brusca, violenta o agresiva, sino que solía lucir una sincera sonrisa y cautivar a quien la oyera con su voz extrañamente musical. Esta mezcla de encanto y puntería la convirtió en un personaje muy popular: Irving Berlin estrenó un musical sobre ella, y ha sido interpretada en la gran pantalla por Barbara Stanwyck, Gail Davis o, más recientemente, Geraldine Chaplin.

A lo largo de su carrera Annie enseñó a disparar a más de 15.000 mujeres, a las que recomendaba que aprendieran a manejar un arma no solo como método de autodefensa en una época peligrosísima, sino como ejercicio físico y especialmente mental de concentración, relajación y puntería. Como fan fatal de las #chickswithguns, me siento en deuda eterna con ella.    

2. Las 90 millas de Calamity Jane

Quizá la mujer más famosa del Lejano Oeste sea Martha Jane Canary, alias Calamity Jane, o Juanita Calamidad si se siente uno castizo. Ya de adolescente Jane mostró fuerte carácter y afición a vestirse con pieles de ciervo y perderse en el bosque durante días, para sobresalto de sus padres. Antes de cumplir los 18 había sido enfermera, lavaplatos, camarera, cocinera y conductora de carromato, aunque su verdadera vocación fue la de colonizadora y exploradora de territorios salvajes. Cabalgaba mejor que cualquier vaquero, disparaba con puntería y precisión y, sobre todo, bebía y soltaba palabrotas con tanta soltura como el peor borracho local. Eso sí: como buena exploradora, no gustaba de meterse en peleas innecesarias ni atacar de frente, prefiriendo la velocidad y la astucia a la fuerza bruta. En una de sus hazañas más famosas, trabajando como mensajera para el General Crook, Jane atravesó a caballo 90 millas (unos 150 km) a toda velocidad, empapada de agua helada tras cruzar el río Platte. Poco le faltó para caer muerta nada más llegar, como Filípides en Maratón, pero logró llegar a su destino en tiempo récord y sobrevivir a la pulmonía posterior. 

Trabó amistad con el famoso pistolero Wild Bill Hickok y viajó junto a él y su amigo Charlie Utter, hasta asentarse un tiempo en el campamento de Deadwood. Se llevaba muy bien con Hickok, y probablemente estuvo enamoriscada de él por su temperamento noble y caballeroso. Tras el cobarde asesinato del pistolero durante una partida de póquer, Jane salió corriendo tras el asesino Jack McCall blandiendo un enorme cuchillo (aparentemente no tenía el revólver a mano), aunque no llegó a ponerle las manos encima. Tiempo después de la muerte de Hickok, empezó a contar que se habían casado y tenido una hija en secreto, lo que nadie acabó de creerse en su momento.

Y es que Jane tenía dos características que hacían difícil tomarse sus historias en serio: una gran tendencia a la fabulación y un alcoholismo de nivel Leaving Las Vegas, especialmente tras la muerte de Hickok. Eso de que los borrachos y los niños dicen siempre la verdad es probablemente el refrán más estúpido de la historia: tras la segunda botella de whisky, Jane inventaba historias en que cabalgaba al lado del general Custer (un hecho puesto seriamente en duda por los historiadores) o se enfrentaba ella sola a una tribu entera de sioux. Esta tendencia al embuste hace difícil saber cómo recibió el apodo de Calamity, ya que cada vez que le preguntaban daba una respuesta diferente: por salvar a su capitán de una calamitosa situación desesperada, por ahuyentar a sus pretendientes diciendo que molestarla era “cortejar a la calamidad”, por su talento como enfermera en plagas como la de viruela que asoló Deadwood en sus inicios.

En cualquier caso, Calamity Jane era básicamente una buena persona, y si bien a menudo era despreciada por su alcoholismo y sus lamentables modales de carretero, quien la llegaba a conocer a fondo acababa queriéndola inevitablemente. Manejaba la pistola con maestría si era necesario (participó un tiempo en el show de Buffallo Bill, como Annie Oakley), pero odiaba la violencia y era de natural compasiva. Tras su muerte, y aunque nadie se creyera lo del matrimonio con Hickok, sus amigos la enterraron en Deadwood, justo al lado del pistolero. 

En el cine ha sido representada por Doris Day en el musical Calamity Jane, Frances Farmer en Badlands of Dakota o Jean Arthur en The Plainsman. El retrato más reciente es el que borda Robin Weigert en la maravillosa Deadwood, una interpretación que algunos criticaron como demasiado histérica pero que probablemente sea el retrato más completo y fiel de esta desconcertante mujer armada.

3. Sally Skull hace bailar a un imbécil

En el extremo opuesto de Calamity Jane está la contrabandista Sally Skull, una asesina despiadada con tendencia a apretar el gatillo cada vez que se excitaba… en todos los sentidos posibles de la palabra “excitar”. Y es que esta atractiva tejana de mal genio coleccionaba maridos con sospechosa afición a morir tiroteados en extraños incidentes.

Sally vivió la mayor parte de su vida en pueblos sin ley cerca del río Grande, en la frontera entre Texas y México. Le encantaba el póquer, el sexo, bailar como una loca, soltar tacos y meterse en líos, lo que la hizo a partes iguales famosa, temida y respetada. Durante la Guerra de Secesión traficó con caballos, algodón y suministros militares, convirtiéndose en un recurso imprescindible para la Confederación. Su puntería era impecable, como descubrieron los desgraciados que se cruzaron en su camino en un mal día. El coronel confederado John “Rip” Ford recuerda así a Sally Skull vengándose de un bocazas que la ofendió: “Sally gritó: ‘¿Así que has estado criticándome? ¡Pues ahora baila, hijo de puta!’, y empezó a dispararle a las botas con sus dos revólveres que sonaban como ametralladoras, apuntando a los pies que se movían a toda velocidad en un frenético baile sobre la calle polvorienta. Aquello no fue precisamente un vals”. Sally era letal con el látigo, el cuchillo y el lazo, y muchos la recuerdan trayendo caballos salvajes desde las praderas y domándolos a pura fuerza de voluntad. A pesar de su actitud agresiva, se llevaba fenomenal con los críos, que lanzaban monedas al aire para que la habilísima Sally las atravesara de un tiro.

No se conserva ningún retrato suyo, pero a juzgar por las descripciones que han sobrevivido, debía de tener una presencia imponente. El periodista John Warren Hunter la recuerda así: “Orgullosamente erguida en su montura, llevando un vestido negro y cofia, tan tiesa como un oficial de caballería, con un revólver colgado del cinturón, complexión antes pálida y ahora morena por la exposición al sol y los elementos, ojos de color azul acero que penetran en los más ocultos rincones del alma. ¡Sally Skull!”.

Desgraciadamente para Sally, su quinto marido, un jovencito apodado “Abrevadero”, resultó algo más peligroso que los anteriores. Ambos salieron a cabalgar una tarde de otoño desde el pueblo de Banquete, pero solo volvió él. Nunca llegó a saberse con absoluta certeza si fue asesinada o simplemente huyó para empezar una nueva vida libre de matrimonios y obligaciones…

4. Belle Starr, la Reina de los Forajidos de Oklahoma

Un poco más calculadora y menos feroz que Sally Skull fue la bandolera Belle Starr, nacida como Myra Maybelle Shirley en 1848. Su padre la envió a una academia femenina en la que intentaron enseñarle a tocar el piano, pero con lo que realmente disfrutaba la cría era disparando revólveres y montando a caballo. Durante la Guerra de Secesión esas habilidades le resultaron útiles: tras la muerte de su hermano a manos de soldados yanquis, la joven Belle lo dejó todo para alistarse como espía y exploradora en una guerrilla confederada.

En la relativa calma posterior a la guerra, el poco femenino comportamiento de Belle (emborracharse en los saloons, jugar a faro y póquer o participar en competiciones de tiro) provocó un cierto número de escándalos y le hizo convertirse en centro de rumores, leyendas y habladurías. Resulta difícil averiguar cuánto hay de cierto en las historias que corren sobre esta mujer armada y peligrosa. Mientras que a Calamity Jane le gustaba inventar anécdotas increíbles sobre sí misma, en el caso de Belle fueron los escritores de pulp fiction de la época quienes se divirtieron embelleciendo su biografía.

Lo que sí parece cierto es que Belle se fue convirtiendo en el poder en la sombra tras un buen número de bandoleros: planeaba sus robos, les ayudaba a esconder el botín, pagaba buenos abogados, sobornaba a los guardias de prisiones para planear fugas… Aplicaba un elaborado sistema de recompensas para animar a sus forajidos: el premio gordo (si el bandolero en cuestión le parecía guapo además de hábil) era acostarse con ella. Este comportamiento de abeja reina le valió el magnífico apodo de Reina de los Forajidos de Oklahoma. Uno de esos amantes, un indio llamado Sam Starr, acabaría convirtiéndose en su segundo marido, un tipo algo atrabiliario pero con el que se llevaría de maravilla. Ambos se establecieron en un terreno llamado Younger Bend, en un meandro del río Canadiano (hoy en día un fan de Starr intenta reconstruir la cabaña en que vivieron).

A diferencia de Sally Skull, Belle no era excesivamente atractiva, pero tenía un agudo sentido de la moda. Mientras Calamity Jane vestía como una cazadora o directamente con harapos, Belle llevaba casi siempre elegantes vestidos, pamelas anchas y botas relucientes… junto a sus dos revólveres en la cintura y una fusta de montar siempre atada a la muñeca. Se especializó en robar ganado y objetos de valor a sus vecinos, aunque casi nunca en persona: al fin y al cabo para eso estaban los muchachos de su banda. Se la relacionó con algunos atracos sonados: siete mil dólares obtenidos de un saloon en Kansas, treinta mil en el robo de un banco tejano…

En 1882 Belle y Sam Starr pasaron nueve meses en la cárcel, acusados de robo de caballos. Tuvieron suerte, en realidad, teniendo en cuenta la cantidad de asuntos turbios en que se vieron involucrados a lo largo de los años. Y de hecho les acabó resultando útil su tiempo en la sombra, ya que ahí conocieron a más bandoleros a los que acabaron acogiendo en su rancho. Nunca pasaron apuros económicos ni volvieron a poner el pie en la cárcel, pero la vida al margen de la ley está llena de peligros. La semana antes de Navidad acudieron a un baile en el que acabaron tiroteándose, por motivos poco claros, con el dueño del ferry que cruzaba el Canadiano. Sam murió en el intercambio de disparos. Pocos años más tarde, cuando Belle cumplió 41, fue abatida de un disparo de escopeta en un extraño asesinato que nunca llegó a resolverse. Una vida libre, original y turbulenta que fue simplificada en el cine, con las interpretaciones espectaculares pero más bien ingenuas de Gene Tierney en Belle Starr o Jane Russell en Montana Belle.

Muchas más mujeres dejaron huella en el Lejano Oeste (Lillian Smith o Georgia Duffy, por ejemplo), pero este póquer de diosas armadas debería bastar como muestra. Así que me despido por ahora, prometiendo volver pronto con más pólvora y curvas.


Porno para baterías

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meytal cohen

Caballeros, reconozcámoslo: con La noche más oscura, probablemente la película-macho más jodidamente viril de la historia del cine, ese martillo pilón llamado Kathryn Bigelow acaba de tomar al asalto la última fortaleza que nos quedaba en pie a los hombres: la del mito cinematográfico de los valores masculinos. Todos nuestros tesoros, idealizados y celosamente transmitidos de padres a hijos a lo largo de generaciones, han caído en manos de nuestras enemigas. Conceptos como “honor”, “libertad individual”, “heroísmo”, “lealtad” e incluso “adrenalina” están ahora al alcance de las pintarrajeadas uñas de cualquier advenediza aburrida de sus clases de kundalini yoga y de sus bastoncitos de apio. Por si no era suficiente matraca aquella de los directores de cine con “una innata habilidad para captar los recovecos del alma femenina” (Pedro Almodóvar o Éric Rohmer, sin ir más lejos, han construido carreras enteras sobre los cimientos de ese concepto) ahora vamos a tener que tragarnos a docenas de amateurs de lo macho con faldas “recorriendo los más oscuros rincones de la psique masculina”. Nos quieren toquetear el alma estas recién llegadas a los intríngulis de lo masculino.

Pero no todo está perdido. Una aldea poblada por irreductibles trogloditas cuya única habilidad en esta vida consiste en aporrear cosas con un mazo y con la precisión de un reloj atómico resiste ahora y siempre al invasor. Son los baterías de metal. Un terreno tradicionalmente vetado a la mayoría de las mujeres por razones estrictamente físicas: hace falta ser un auténtico percherón con el cerebro de una ameba y los muslos de un buey para hacerle frente a los técnicamente exigentes y muy agotadores dobles bombos y blast beat típicos del grindcore, el death metal o el black metal. No es raro que en los temas más rápidos de esos estilos se alcancen los supersónicos 300 beats por minuto, jodidamente difíciles de cuadrar sin perder la precisión (o la cordura) por el camino, y aún más si se los pretende combinar con patrones rítmicos procedentes del jazz, el funk, el rock progresivo o la música tribal. Si a ustedes les suenan los nombres de Mastodon, Sepultura, Enslaved o Opeth ya sabrán de lo que estoy hablando.

O si prefieren ustedes la explicación técnica: por lo general, los hombres son más fuertes y muestran mejor coordinación física que las mujeres. Lo dice la ciencia. De ahí que la batería, un instrumento intimidador y técnicamente complejo que requiere grandes dosis de precisión y coordinación, haya sido un terreno tradicionalmente reservado para el hombre. De ahí también que los criterios con los que se suele evaluar a los grandes baterías de la historia de la música sean estrictamente masculinos: agilidad, rapidez, precisión o contundencia en detrimento de categorías sexualmente neutras como el estilo o la técnica. Que un soberbio tronco con baquetas como Keith Moon aparezca regularmente en las listas de los mejores baterías de la historia es un buen ejemplo de lo dicho. No se suele mostrar tanta piedad con las baterías femeninas. Con Meg White, por ejemplo. A la batería de los White Stripes se la solía acusar siempre de demasiado elemental. “No es más que el metrónomo de Jack White”, decían de ella sus detractores. Nadie, eso sí, podía negarle la eficacia. Y lo mismo se decía de Moe Tucker. Aunque ahora, 40 años después, resulta prácticamente imposible imaginar una sola canción de la Velvet Underground sin los ritmos monolíticos y cavernícolas que esta buena mujer extraía de su batería. Así que no resulta extraño que cuando se habla de las mejores baterías femeninas de la historia se suela rebuscar en el jazz, el funk o el pop: Sheila E. (ya saben, la percusionista y batería de Prince durante los 80), Allison Miller (que ha tocado con Ana DiFranco o Natalie Merchant), la percusionista Evelyn Glennie (que para más inri es sorda), Cindy Blackman (la habrán visto junto a Lenny Kravitz) o Terri Lyne Carrington (que ha tocado junto a Herbie Hancock, Wayne Shorter, Dizzy Gillespie o Al Jarreau, entre muchos otros mitos del jazz). En el metal, sin embargo, probablemente el género de la música popular más complejo técnicamente junto con el jazz, las baterías femeninas brillan por su ausencia. Torry Castellano (de The Donnas), Samantha Maloney (Hole, Eagles of Deat Metal), Mercedes Lander (Kittie) o Justine Ethier (Blackguard) son algunos de los pocos ejemplos existentes. Ninguna de ellas puede ser considerada 100% metal y con la excepción de Maloney, ninguna toca en bandas de primera fila. Por supuesto, la misantropía, el derechismo, el machismo, el anticlericalismo, el frikismo y el nihilismo del metal extremo tampoco ayudan precisamente a atraer al sexo femenino hacia las redes de Satán… hasta ahora.

Porque ya pueden ir olvidándose de la aldea de irreductibles trogloditas. Una nueva generación de jovencísimas, tremendas y muy contundentes féminas proliferan en Youtube y por las salas de conciertos de todo el mundo aporreando baterías con la misma sutileza con la que Cthulhu aplasta cráneos o con la que Belcebú aporreará las puertas del paraíso el día del Juicio Final. Ya se lo digo yo: una tipa de estas sería una anomalía estadística. Dos, una casualidad. Pero tres son una tendencia.

Y se preguntarán ustedes cuál es la diferencia con las rockeras de toda la vida, esas cuyas habilidades musicales rivalizan con las de un ornitorrinco con pandereta. La diferencia es que estas saben tocar. Que sonríen mientras lo hacen. Que tienen menos años que los diplodocus y que Patti Smith. Y que van duchadas.

Caballeros, estamos jodidos.

1. Lux Drummerette es la batería de la banda de psychobilly Nekromantix y de la banda de thrash metal Sacred Storm. Nada por lo que deban perder el oremus. Eso, el oremus, mejor lo pierden por su hipnótica interpretación del (técnicamente complejo) Blood and Thunder de Mastodon. Disfrazada de porno-vikinga, sí.

O por la del Arise de Sepultura, que la chica se bebe como si fuera agua. Death metal y percusiones latinas con exceso de velocidad.

Por no hablar de su versión del Painkiller de Judas Priest calzando tacones de aguja. Si a estas alturas no se han enamorado, es que son ustedes una maleta.

2. La australiana Caitlin Thomas tiene 22 años y parece salida de un casting de Las vírgenes suicidas. Hasta que coge las baquetas y se atreve con el muy psicodélico Inertiatic ESP de Mars Volta, otro reducto de lo macho cuyos muros son derribados como si fueran mantequilla.

3. Meytal Cohen (no es un seudónimo: Meytal es un nombre habitual en Israel) se atreve nada más y nada menos que con el Master of Puppets de Metallica, la canción que suele aparecer en lo más alto de todas las listas de las mejores canciones de metal de la historia. Si vas a profanar, hazlo a lo grande: sonriendo y descalza.

Aquí Meytal se merienda el Chop Suey de System of a Down.

Por no hablar de su versión del tema Corpiño de la banda Corpiño. Perdón: del One de Metallica. La cosa se pone interesante en el minuto 4:00, aunque lo cierto es que Lars Ulrich nunca ha sido un gran batería por más que Meytal le eche picante al asunto diciendo que el tema no se ajusta a un único patrón rítmico y tal.

4. Aquí hago trampas. Emmanuelle Caplette es con diferencia la mejor del lote, pero su querencia por el metal es tangencial. Quédense con su versión del Hysteria de Muse.

O con la del Crazy in Love de Beyoncé. O con el rollo progresivo de Toto.

5. Volvemos al metal extremo. La bosnia Tamara Tadic, de 23 años, no toca nada por debajo de los 150 BPM. Esta versión del Angel of Death de Slayer se la cascó con apenas 20 años.

Y esta del Raining Blood, también de Slayer, apenas un año después, cuando la chica había ganado en contundencia, en técnica y en batería. Atentos a los pies, la madre del cordero.

6. Paige Baxter es una recién llegada (sus vídeos apenas alcanzan las 4000 o 5000 visitas), pero su versión del Origin of Species de Scale the Summit promete futuras alegrías en el terreno del metal progresivo.

7. Fumie Abe, 148 centímetros de colegiala japonesa metalera clavando el Mouth of War de Pantera.

Niquelando ella sola el muy trotón Waking the Demon de Bullet for my Valentine.

Y aquí, con un look ligeramente más metálico y mejor sonido, comiéndose el Cowboys from Hell de Pantera.

8. Vuelvo a hacer trampas, pero es que la chica se lo merece. Senri Kawaguchi, japonesa, 15 años y pantuflas en forma de ranita, trajinándose una versión del tema central del anime K-ON! Ya saben, uno de esos típicos temas de J-Pop acelerado y sicalíptico capaz de reventarte todas las venas cerebrales al llegar al demente estribillo (minuto 00:46, están avisados).

Pero para dificultad técnica, la de esta versión del horrendo Kono-yubi Tomare de Yukari Tomare. Las pantuflas, esta vez, son conejitos rosas.

9. Acabo. Si cogieran ustedes a todas las correctoras editoriales del mundo y fusionaran sus genes darían a luz algo muy parecido a Mari Voiles, la batería de la banda adolescente Bloom. Gafas, calcetines de colores, delgadez, corte y color de pelo incluido. Como un cruce entre una bibliotecaria y Gwen Stefani. A la Voiles aún le queda muuucho camino que recorrer en esto de la batería metalera, pero su buen gusto a la hora de escoger temas que versionar la hacen acreedora a un puesto en esta lista. Veremos por dónde anda en un par de años. Stinkfist de Tool:

OHaunted, de Disturbed.

Y no hagan ustedes caso, queridas lectoras, de los comentarios que pueden leer al pie de esos vídeos y que dicen cosas como “qué bonitos sonidos hace tu cocina, mujer”, “yo toco mejor que tú pero no tengo ni una décima parte de tus visitas” o “si no tuvieras tetas nadie sabría ni cómo te llamas”. No es más que envidia cochina.

Juan Abreu: Hay que ser cariñoso

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Como ya sabrán a estas alturas, me encantan las mujeres. No hay nada que me guste más que una mujer. Las mujeres son unas criaturas asombrosas. La vida se empobrece cuando no tienes mujeres a tu alrededor. Yo se lo debo todo a las mujeres. A mi madre, para empezar, que me enseñó todo lo importante.

Después he conocido, naturalmente, a muchas mujeres, mujeres que han sido buenas conmigo, mujeres que me han permitido acceso a sus cuerpos que es algo muy especial y que no se agradece lo suficiente. No tengo nada contra el cuerpo de los hombres, pero no se pueden comparar (en cuanto a calidad, posibilidades y delicias) al cuerpo de una mujer. La superioridad del cuerpo de las mujeres es incontestable. Para empezar tienen tetas. ¿Qué puede compararse a unas hermosas tetas? Nada. Hay tetas superiores, estéticamente hablando, a la Victoria de Samotracia o a las Puertas del Paraíso de Ghiberti. Y miren que para mí las puertas de Ghiberti son de una belleza suprema. Pero a pesar de eso, tengo que reconocer que hay tetas más bellas. La verdad es la verdad.

Yo me he encontrado tetas en las que me hubiera quedado para siempre. Quiero decir que he metido la cabeza entre esas tetas y he pensado ay, si pudiera quedarme aquí, ¿qué sentido tiene salir de aquí? Ninguno, claro está. No tenía ni tiene ningún sentido sacar la cabeza de entre unas tetas así. Pero eso es lo que tiene de jodida la vida, que cuando encuentras un lugar donde quedarte para siempre feliz, no puedes quedarte.

Yo he estado en ese lugar maravilloso del que no quieres marcharte, en ese lugar en el que podrías ser dichoso para siempre, y ese lugar está entre unas tetas de mujer.

No quiero desmerecer los chochos, que los he encontrado excelsos y de sabores insuperables, pero no son lugares donde quedarse para siempre, he de admitirlo. Los chochos son lugares de paso.

Sé que a estas alturas los freudianos y otras plagas por el estilo estarán a punto de lanzarme a la cabeza mil tesis retorcidas, pero me da igual. Freud era un reprimido que debía haber follado más y ahora tendríamos un mundo más sano y sobre todo tendríamos a menos freudianos incordiando.

En general, un cuerpo de mujer, y que me perdonen mis amigos homosexuales, es superior, muy superior al cuerpo de un hombre. Hay en el cuerpo de una mujer una liviandad, una tibieza, y sobre todo una capacidad de transformación que ya quisieran tener los hombres. Sí, capacidad de transformación. Un cuerpo de mujer puede ser un cuerpo y al mismo tiempo una playa, un cuerpo y al mismo tiempo un mar tibio, y además, muy importante, un cuerpo de mujer puede ser una casa donde eres siempre niño, un lugar donde no envejeces y sobre todo un lugar donde estás a salvo, donde te sientes seguro.

No hay ningún sitio donde podamos estar completamente a salvo, como se sabe, pero un cuerpo de mujer te hace creer que sí.

Las mujeres han sido muy buenas conmigo, muy generosas. Como he dicho. Y una buena manera de agradecer eso es compartir con ustedes amables lectores lo más importante que he aprendido de mi trato con ellas. Se resume a esto: hay que ser cariñoso con las mujeres.

Voy a repetirlo: hay que ser cariñoso con las mujeres.

Cariñoso. Suena sencillo, pero no lo es. Y no lo es porque cariñoso no quiere decir blandengue. Porque a las mujeres les gustan los hombres cariñosos, sí, pero varoniles, les gustan cariñosos, sí, pero conscientes de que tienen una polla magnífica y conscientes siempre de que esa polla está ahí para hacerlas sentir dichosas y colmadas y hembras. Eso es crucial. Así que lo que le gusta verdaderamente a la mujer, en mi modesta opinión, es un cariño dulce y tierno como debe ser el cariño, pero, simultáneamente, tieso. Enhiesto.

Muy cariñoso, sí, muy tierno, pero, al mismo tiempo, masculino, ¿a qué mujer le gusta un hombre que no sea firme y abarcador? Sobre todo a la hora de follar. Pero. Además, vulnerable. Es complicado parecer vulnerable cuando maniobras con tu polla tiesa para taladrar y poseer, que para eso son las pollas tiesas, pero ahí está el meollo de la cuestión.

Las mujeres, por motivos evolutivos o vaya usted a saber por qué, rechazan a los hombres débiles. No les gustan los hombres débiles. Pero sí les gusta que uno sea, hasta cierto punto, vulnerable. Vulnerabilidad y debilidad son dos cosas muy diferentes. Vulnerabilidad es tener una veta infantil y proyectar cierta necesidad de protección. A las mujeres les encanta proteger a los hombres. Y se les da muy bien, porque las mujeres saben que son superiores, como es evidente y no me canso de repetir, y como son superiores se pueden dar el lujo de proteger a un hombre.

No es fácil. Insisto. Porque ese hombre necesitado de protección debe ser a su vez un hombre resuelto, un hombre que siempre da la impresión de poder conseguir otra mujer en cuanto le apetezca. A las mujeres les gustan los hombres que tienen éxito con las mujeres. Los hombres que se ve que pueden conseguir otra mujer, los hombres que otras mujeres desean. Es lo que yo he aprendido.

Hay que ser muy cariñoso con las mujeres. Hay que tocarlas. No es recomendable pasar más de una hora (de ser posible) sin tocarle el culo a nuestra mujer, o de pasarle la mano por el pelo y mirarla como si fuese la hembra más hermosa y deseable del planeta. Que lo es. Y hay que decírselo. Qué bella estás hoy. Hoy estás para chupártelo tres horas. A ver si vienes temprano hoy, que tengo muchas ganas de follarte. O, Mami (o como usted le diga), qué mamada me hiciste ayer. Me dejaste seco. Una obra de arte. Por poco se me sale el cerebro por los ojos.

Desde muy joven (¡gracias a mi madre!), aprendí que hay que ser cariñoso con las mujeres. Juancito, hay que ser cariñoso con las mujeres. Me decía. Y yo siempre la obedecía. Y la sigo obedeciendo.

Hay que ser cariñoso con las mujeres.

Armada y peligrosa (II): Mujeres guerreras de la Antigüedad

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Naginata woman

Rudyard Kipling escribió en un curioso poema que la hembra de cualquier especie, incluyendo la humana, es siempre más letal que el macho. Históricamente la guerra ha sido cosa de hombres y se ha excluido a las mujeres de la vanguardia de los ejércitos; sin embargo, la imagen de la mujer armada y peligrosa, blandiendo una espada o abatiendo enemigos con arco y flechas, abunda en muchas mitologías. Atenea era la diosa griega de la guerra, oponiendo estrategia y sabiduría a la caótica fuerza bruta del dios guerrero masculino, Ares. Las sociedad matriarcal y guerrera de las amazonas defendía su modo de vida con uñas y dientes…

No está claro hasta qué punto las amazonas de la mitología tienen una base histórica, aunque algunas crónicas, en particular de Heródoto, las identifican con guerreras sármatas o escitas. En cualquier caso, el arquetipo de las amazonas, y en general el de las mujeres guerreras, se ha movido entre los extremos del sueño erótico masculino y la utopía feminista. En Amazonas, de Mainon y Ursini, se hace referencia a un experimento de la profesora Batya Weinbaum. Hizo comparar a sus alumnos dos textos antiguos en que aparecían amazonas: Sergas de Esplandián de Montalvo (1510) y La ciudad de las damas de Cristina de Pizán (1405). Estas fueron sus conclusiones: «Las amazonas de Montalvo eran tontas, banales, vestidas con una elegancia excesiva, sensuales, incapaces, crueles e ineptas. Las de Pizán eran inteligentes, ingeniosas, cooperativas, amistosas, fuertes, valientes, valerosas, vestidas de forma práctica y creativas».

Pues bien, ¿cómo eran en realidad las mujeres guerreras? ¿Crueles o amistosas? ¿Sensuales o prácticas? Ambas cosas y ninguna, como veremos: si en el anterior artículo hablé de cuatro mujeres del salvaje oeste, hoy me remontaré a la Antigüedad en busca de cuatro féminas de armas tomar.

1. La venganza de la reina Boudica

BoudicaAño 60 d.C. Midlands, Britania. Un ejército de 70.000 guerreros observa con reverencia a una mujer altísima de mirada fiera, con una melena pelirroja que le llega hasta la cintura. Su voz resuena, atronadora: «¡Mostremos a los romanos que no son más que liebres y zorros tratando de gobernar sobre lobos y perros!». Apenas acaba de hablar, abre su colorida túnica y deja escapar de ella una liebre que huye aterrorizada hacia la izquierda, señal de buena fortuna. Los soldados aúllan mientras la mujer blande su lanza y continúa su discurso: «Te doy las gracias, diosa Andraste, Gran Madre, y te invoco de mujer a mujer… ¡Suplico por la victoria y la libertad!».

Quien así grita entre vítores de su pueblo es Boudica (latinizado en Boadicea), reina guerrera de los icenos y aliada de los trinovantes. Tiene sobrados motivos para estar cabreada. Tras invadir las islas británicas, los romanos habían llegado a una tregua con la tribu de los icenos, gobernada por el rey Prasutagus, más interesado en los banquetes que en la guerra. Al morir, Prasutagus legó el reino a su orgullosa esposa Boudica, pero los romanos se rieron ante la idea de que una mujer gobernara. Cuando Boudica acudió con sus hijas ante el prefecto para quejarse, fue azotada cruelmente, y sus hijas violadas con desprecio ante sus ojos. Aún no lo sabían, pero todos los hombres presentes acababan de firmar su sentencia de muerte.

En paralelo, según cuenta Dión Casio, varios inoportunos prestamistas romanos (entre ellos, Séneca el Joven) eligieron ese momento para exigir el retorno de sus inversiones en la isla. Para ello, aplicaron remedios muy parecidos a los que sugiere hoy en día la troika: saquear aldeas y vender a sus habitantes como esclavos. Con este caldo de cultivo, a la furiosa Boudica no le costó demasiado encender el fuego de la rebelión.

Aprovechando que las tropas del gobernador Suetonio estaban entretenidas exterminando druidas galeses, los rebeldes arrasaron la colonia de Camulodunum (Colchester), pasando a todos sus habitantes a cuchillo, demoliendo metódicamente los edificios y aniquilando a la Novena Legión Hispana (ejem), que trató de acudir al rescate. Poco después, la mismísima Londinum (Londres), fue incendiada hasta los cimientos dejando un fino estrato geológico de cerámica quemada, monedas fundidas y rabia. Verulanium (St Albans) corrió la misma suerte… 80.000 cadáveres romanos, tres ciudades arrasadas, Roma planteándose abandonar Britania… No se le tocan los ovarios a una reina guerrera britona.

Suetonio reunió un ejército de 10.000 legionarios con el que plantar cara a los 70.000 guerreros de Boudica. Para que la inferioridad numérica no jugara en su contra, presentó batalla en un estrecho desfiladero. Y aquí volvemos al momento crítico con el que abría este relato: la liebre adivinatoria que suelta Boudica sale corriendo hacia la izquierda, señal de buen augurio. Envalentonados, los icenos atacan aunque las condiciones del terreno no les favorezcan, y tras una lucha encarnizada, no solo pierden sino que son prácticamente exterminados. Si tan solo esa liebre hubiera huido hacia la derecha…

Boudica_(Aldaron) Statue

No está claro qué le ocurrió a Boudica tras la derrota. Tácito cuenta que se suicidó usando veneno, pero otras historias afirman que murió de enfermedad o asesinada en la vanguardia del ejército. En su maravillosa novela gráfica From Hell, Alan Moore convierte la derrota de Boadicea en el entierro de la última esperanza femenina de recuperar las sociedades matriarcales primigenias… La muerte de la reina marcaría un punto clave en el paso de la adoración de una diosa madre lunar a un dios padre solar y apolíneo. Pero como la vida tiene extrañas ironías, durante la época victoriana se vivió un cierto revival de la historia de Boudica, probablemente porque la traducción de su nombre es… Victoria. Sí, como la reina. Así pues, en el siglo XIX se construyeron estatuas en su honor en Westminster, Tennyson le dedicó un poema, nacieron a su alrededor leyendas y rumores… Si vais a la estación de King’s Cross de Londres, echad un vistazo al espacio entre los andenes nueve y diez. No se esconde ahí una entrada secreta a Hogwarts, sino (de hacer caso a la leyenda) el cadáver de la reina Boudica, que volverá a la vida cuando menos lo esperemos para vengarse de los invasores de Roma. Tiembla, Berlusconi.

2. Zenobia de Palmira apuesta en el juego de tronos

Zenobia Queen - By Warwick GobleLa segunda mujer de mi lista de guerreras es una presunta descendiente de Cleopatra llamada Julia Aurelia Zenobia. Historiadores de la época (siglo III d.C) la describen como inteligente, hábil y hermosa, destacando sus ojos negros y siempre brillantes. Hablaba griego, aramaico, egipcio y latín, y frecuentaba a escritores y filósofos. Trebelio Polión comenta que, sin perder una elegante femineidad, solía comportarse «como un hombre», bebiendo junto a los soldados de la guardia, cabalgando y cazando con su propio arco.

Zenobia se casó con Odenato, rey de Palmira, rica ciudad siria sometida al Imperio romano. No tardó en tener con él un hijo, al que bautizó con el magnífico nombre de Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenodoro, o simplemente Vabalato, derivado del aramaico Wahb Allat, «regalo de la Diosa». Vuelve a asomar un aspecto de la Madre primigenia. En cualquier caso, el heredero de Palmira era Hairam, hijo de Odenato de un anterior matrimonio.

Pero hete aquí que entra en escena el sobrino de Odenato, un camorrista con el desafortunado nombre de Meonio. Tras una estúpida disputa por una falta de respeto, Meonio saca su puñal en medio de una boda y lo clava repetidas veces en Odenato y el pequeño Hairam, matándolos a ambos. En ese momento trata de tomar el poder para sí mismo y nombrarse emperador, pero muere a manos de la viuda Zenobia, a quien no había tomado en serio. Ya se sabe: en el juego de tronos, o ganas o mueres… Según la Historia Augusta, probablemente parcial y manipulada, Zenobia habría sido la instigadora del crimen de Meonio, con el objetivo de asegurar el trono para ella misma y su hijo. Zenobia sostuvo siempre, en cambio, que Meonio trabajaba para los romanos. La verdad no la conocen ni mis queridos conspiranoicos.

Sea por casualidad o en un arranque de viudanegrismo, Zenobia emerge victoriosa de esta Boda Roja y asume el trono de Palmira como regente, hasta que su hijo Vabalato llegue a la mayoría de edad. Inmediatamente se rebela contra Roma, conquista Egipto y responde a las tímidas protestas del prefecto romano de Alejandría decapitándolo. Invade territorios de Siria, Líbano y Palestina, ganándose el sobrenombre de «la reina guerrera» al acumular un triunfo tras otro. En pocos años crea un próspero imperio aprovechando las rutas comerciales, y Palmira («la Roma del desierto») vive un intenso florecimiento económico, cultural y artístico.

Pero el fuego de Zenobia-Daenerys no tarda en chocar con el hielo del emperador Aureliano-Stannis, un líder militar romano frío e implacable más temido por sus propias tropas que por el enemigo. Peleaba en primera línea, y se supone que en una sola campaña mató 1000 bárbaros con su espada (mille, mille, mille occidit, cantaban sus legiones). El contraataque romano empieza reconquistando Egipto, con tanta furia que parte de la biblioteca de Alejandría queda destruida. A las tropas de Aureliano les cuesta atravesar el desierto, pero acaban sitiando Palmira y poniendo en fuga a Zenobia, que trata de escapar sin éxito, con Vabalato en brazos, sobre un veloz dromedario.

Aureliano se la lleva a Roma como trofeo, encadenada con grilletes de oro: así la representa Herbert Schmalz en La última mirada a Palmira de la reina Zenobia. El viaje resulta demasiado duro para el pobre Vabalato, todavía un crío, y al cabo de poco el «regalo de la Diosa» muere de agotamiento. En cuanto al destino de Zenobia tras su llegada a Roma: se cree que fue decapitada, cayó víctima de la enfermedad, se suicidó dejándose morir de hambre… O fue indultada por un compasivo Aureliano, que la casó con un anónimo senador romano. No sé qué me parece más improbable: si el gélido Aureliano mostrando calidez humana o la ardiente Zenobia aceptando un frío matrimonio de compromiso.

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3. La astucia letal de la comandante Artemisia 

Septiembre del 480 a.C. Tras aniquilar a los 300 espartanos que protegían el desfiladero de las Termópilas y saquear Atenas, el ejército persa de Jerjes I planea derrotar definitivamente a los griegos con una batalla naval en el estrecho de Salamina. En un consejo de guerra celebrado en el mayor barco de la flota persa, los generales aconsejan uno tras otro a Jerjes que ataque inmediatamente.

Le llega el turno para hablar a Artemisia de Caria, gobernante de Halicarnaso, experta marinera y única mujer comandante en el ejército de Jerjes. En lugar del peloteo habitual, la capitana avisa de que los griegos, acorralados, son más peligrosos de lo que parece, y aconseja no presentar batalla de frente. El resto de comandantes contienen el aliento, pero Jerjes no se toma a mal el consejo, sino que aplaude la sinceridad de Artemisia… pero hace caso omiso y decide atacar igualmente.

Gran error. Los griegos, gracias a los trucos de desinformación y contraespionaje del ateniense Temístocles, cobran ventaja en la batalla naval. Artemisia lucha con valor al mando de sus cinco navíos, pero queda aislada del contingente principal, perseguida por un veloz barco ateniense. Solo podemos especular sobre lo que le pasó en ese momento por la cabeza a la capitana, pero el resultado es una estratagema un tanto cabrona pero brillante. El velero de Artemisia se abalanza sobre un trirreme persa aliado, el perteneciente a Damasatimo, rey de Calinda, y lo hunde, matando a todos sus tripulantes. Artemisia había tenido encontronazos previos con Damasatimo, y quiso matar dos pájaros de un tiro consiguiendo a la vez vengarse y salvar la vida. El navío ateniense ceja en su persecución, suponiendo que el barco de Artemisia pertenecía a desertores. Y allá en la lejanía, Jerjes piensa exactamente lo contrario: al divisar el velero de Artemisia (reconocible por peculiaridades de su construcción) hundiendo un barco que no identifica a simple vista, presupone que la víctima era un barco enemigo. En ese momento el rey persa murmura: «Mis hombres se comportan como mujeres, y la única mujer de mi ejército se comporta como un hombre».

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Toda esta historia la cuenta Heródoto con cierta retranca, sin disimular las simpatías que le inspira la astuta Artemisia. A quien quiera leer una versión novelada de la batalla, le remito a Salamina, de Javier Negrete, una maravilla en que Artemisia es uno de los personajes principales. Y en la segunda parte de 300, prevista para marzo de 2014, se ha anunciado que Eva Green interpretará a la capitana de rápidos reflejos.

4. Tomoe Gozen y las temibles onna-bugeisha 

Ishi-jo, de Kuniyoshi UtagawaMe permito apartarme de la Antigüedad clásica para terminar este recorrido en el Japón del período Heian, entre los siglos VIII y XII, donde podemos encontrar más mujeres guerreras de lo que podría imaginarse. Y es que estamos acostumbrados a la imagen de la cortesana lánguida y pasiva enfundada en un kimono en la corte imperial, pero la realidad femenina en el Japón antiguo era más compleja. A menudo las mujeres defendían los territorios familiares cuando los hombres iban a la guerra, así que se entrenaban duramente con el arco y la naginata, arma similar a una alabarda. El largo alcance de la naginata la convertía en letal contra asaltantes y bandoleros a caballo, sin que hiciera falta demasiada fuerza física para manejarla.

La presencia de mujeres guerreras (onna-bugeisha) en el campo de batalla fue escasa pero significativa. La legendaria emperatriz Jingu lideró sus propias tropas durante la invasión japonesa de Corea allá por el siglo II, y se la representa a menudoarmada y peligrosa. Varios siglos más tarde la versátil Hōjō Masako fue monja budista, guerrera y regente todo en uno: se la llegó a conocer como «La Monja Shogun» (es decir, la Monja Comandante).

Pero la heroína militar más conocida de la historia japonesa se llamó Tomoe Gozen (Gozen es un término honorífico, no un apellido), guerrera que aparece en el famoso Heike Monogatari. Allí se la describecon mucho entusiasmo: «Era muy hermosa, con piel blanca, largo cabello y rasgos encantadores. También era una arquera notablemente fuerte, y como espadachina valía por mil. Siempre estaba lista para enfrentarse a un demonio o un dios, a pie o a caballo. Manejaba potros sin domar con habilidad soberbia, cabalgaba sin hacerse un rasguño a través de peligrosos senderos. Cuando la batalla era inminente, Yoshinaka la enviaba como su primera capitana, equipada con una resistente armadura, una espada de enorme tamaño y un poderoso arco. Tomoe cumplía mayores hazañas que cualquiera de sus otros guerreros».

Los historiadores dudan que Tomoe Gozen fuera una figura histórica, ya que el Heike Monogatari mezcla generosamente realidad y ficción. Sin embargo, su imagen mítica encendió la imaginación popular y generó muchas historias, estas sí verificadas, sobre valentía guerrera femenina. Mi favorita ocurrió durante el Sengoku Jidai (siglos XV-XVI). Durante el largo asedio del castillo del señor Mimura Kotoku, en un momento de desesperación se produjo un suicidio en masa de mujeres y niños. Asqueada y rabiosa, la señora Kotoku se puso al frente de 83 soldados y cabalgó hacia el enemigo, aullando y «blandiendo su naginata como un molino de agua». Desafió en combate singular al general enemigo Ura Hyobu, que en lugar de pelear se escondió tras sus soldados mientras rezongaba «¡Esa mujer es un demonio!».

Hangaku_Gozen_by_YoshitoshiY ya que se acaba el artículo, me permito dar un último salto hasta el siglo XIX, durante la guerra de Boshin, que enfrentó a los samurais del shogunato Tokugawa con el cada vez más occidentalizado poder imperial. Dos mujeres guerreras lucharon en la región de Aizu (en Fukushima) contra las tropas favorables al emperador. La primera, Nakano Takeko, era una joven habilísima con la naginata. A pesar de que no se le permitió formar parte oficialmente del ejército, esta onna-bugeisha reunió una tropa de mujeres (Jōshitai), que resultaría enormememente efectiva. Durante una carga contra el ejército imperial Nakano recibió un disparo en el pecho, y al verse moribunda le pidió a su hermana que le cortara limpiamente la cabeza. Otra defensora de Aizu fue una excelente tiradora con rifle: Yamamoto Yaeko, más occidentalizada pero igualmente luchando por los samurais. La imaginación popular japonesa ha juntado a estas dos guerreras en varias obras de ficción: es muy tentador imaginar unos caracteres tan opuestos chocando como en una buddy movie. Cada año la televisión japonesa NHK emite una serie histórica o Taiga drama… En este 2013 le ha tocado a Yaeko y la guerra de Boshin.

Y así, con un golpe de
naginata, despido el artículo por ahora. Porque el siguiente paso me llevaría a hablar de mujeres armadas y peligrosas que lideraron revoluciones. Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Mujeres con hijo

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Doris Lessing.

Doris Lessing.

La otra cara de Mujeres sin hijo.

«Las madres no escriben, están escritas»Helene Deutsch. 

Cuando pensamos en una madre, en una buena madre, lo que nos devuelve la literatura es una mujer servicial, paciente y entregada al cuidado de su hijo. Del mismo modo que el amor o el sexo, la maternidad está idealizada en el arte, confundiendo a unos y desalentando a otras. ¿Por qué una buena madre está siempre relacionada con la renuncia a su propio empleo, a su vida, a su sexualidad y a sus tiempos? La madre de verdad, la madre que ama a su hijo, lo tiene que hacer por encima de todo y, lo más importante, de modo incondicional y a tiempo completo. Adrienne Rich es una de las primeras mujeres que nos alerta de algo: nadie ama todos los días, a todas horas. Nadie. Las madres tampoco. Por eso la imagen de maternidad y sacrificio, esa combinación diabólica, frustra a tantas mujeres ocupadas y contradictorias e imperfectas y, oh, humanas: esa madre no existe. Y no pasa nada porque no exista, no es ninguna deshonra, no es una acusación. Tranquilicémonos: las madres no quieren menos a sus hijos porque estén cansadas o sientan rabia (una rabia que los niños no comprenden de dónde viene), los hijos no son menos importantes porque sus madres —igual que sus padres— tengan otras ambiciones, otros intereses, otras ocupaciones: porque ellas, a veces, quieran perderlos de vista.

De eso, de reflexionar acerca de la madre modélica y oponerla a la madre real, trata Maternidad y creación, un libro de Moyra Davey en el que se recogen textos (relatos, pero también diarios, ensayos y memorias) de mujeres como Doris Lessing, Jane Lazarre, Margaret Atwood o Toni Morrison. Confesiones de madres divididas entre el mundo y sus hijos, entre su vocación y su obligación como madre, entre su intimidad y el placer de la crianza. Lo que hace diferente esta edición de otras es que estas mujeres no quieren demostrar nada, no quieren dar ningún discurso. Son madres y son escritoras, y quieren hablar de ello, y quieren hacerlo honestamente, aunque la honestidad sea incómoda y políticamente incorrecta. Quieren hablar del otro lado, de la oscuridad, de la incomprensión y el aislamiento en el que te sume la maternidad, los primeros años del niño. Madres socialmente despreciables que no encajan con ese modelo de mujer al servicio de la casa, el marido y los niños.

El instinto, un enemigo

Doris Lessing, en Dentro de mí, habla de muchas de las contradicciones que vive la mujer joven fértil cuando está rodeada de mujeres jóvenes fértiles. En sus primeros años como madre, lo que reina es un cansancio absoluto. Es impactante leer a una mujer hablar de su hijo sin efusividad, sino desde un tono lento y una voz exhausta. Cuando la madre habla del niño, acostumbra a obviar los malos ratos, no se atreve a enumerar las decepciones, porque se la podrá malinterpretar, pasará al otro bando: el de las malas madres. Por eso, cuando Doris Lessing va a esas reuniones del té a las que acuden mujeres con sus hijos y los amamantan, siente tanto rechazo y, a un tiempo, la necesidad de acudir regularmente. Nos cuenta cómo esas mujeres, en confianza, reconocen que no quieren tener más hijos, que este —esa preciosa cabeza que se abalanza sobre su pecho para su toma— es el último, y cómo unos meses más tarde anuncian otro embarazo. «Una de ellas llega con un nuevo bebé, y allí está con su cosita, con la cabeza desplomada sobre el hombro de su madre. De repente, tu propio niño te parece enorme, incluso bruto. Recuerdas la dulce intimidad con el recién nacido. Seguramente dijiste: “Todavía no voy a tener otro bebé —o tal vez nunca más”, pero de pronto, con un bebé en los brazos, te vuelves “clueca” […] Las hormonas ya se han sobresaltado y tú estás fuera de juego. Pronto en una reunión del té, anunciarás: “¡Estoy embarazada!”». Pero esto no solo le ocurre a Doris Lessing, Adrienne Rich, después de muchos años, de tener hijos ya más independientes, se encuentra con una conocida que acaba de tener un bebé. Tras haber luchado —incluso con la esterilización después del tercer hijo— para recuperar su vida y su autonomía, ve al bebé y vuelve a sentir, por unos momentos, el deseo de tener uno.

El aislamiento de la madre

En uno de los textos más estremecedores del libro, Jane Lazarre habla de cómo poco a poco la madre va perdiendo identidad. Cómo la pierde consigo misma, con la sociedad y, lo que es peor, con otras madres. El primer síntoma es la pérdida del nombre: Jane ya no es Jane, sino la mamá de Benjamín. «Temblarán y temblaré mientras nos saludamos, y haremos algún comentario sobre el tiempo y algún otro sobre el bebé, y ninguno sobre nuestros maridos, que no volverán hasta que oscurezca para ayudarnos con los niños mojados, fríos, malhumorados, y tampoco ningún comentario sobre nosotras. Para unas y para otras, para los niños pequeños y para los padres ausentes, somos madres. Soy la madre de Benjamin y en breve le daré los buenos días a la madre de Matthew».

Vive en un complejo residencial y lo único que la conecta con el exterior de su casa es ese bebé que tiene, que no duerme toda la noche, a diferencia de los otros, y que tiene a su madre en permanente confusión. Pronto, en los primeros meses, se da cuenta de lo insatisfecha que se siente, de lo mucho que le gusta gritar «para no perder la fe en mi existencia». Esa existencia se ha ido evaporando hasta un punto extremo: Jane se pasa tres semanas vestida con una bata sucia, y se pregunta para qué se va a cambiar de ropa si cada tres horas va a tener que quitársela para dar de mamar y se va a manchar. Hasta que un día ve cómo otras jóvenes toman la misma actitud que ella, van mal vestidas, incluso por el complejo, y se asusta.

Digo que es un texto sobrecogedor porque, llegados a un punto de desesperación, una desesperación que no puede mostrar porque podría convertirse automáticamente en una mala madre…; bien, llegados a un punto de desesperación, Jane decide poner a prueba al resto de mujeres y les habla con honestidad: las incomoda con su mala actitud y su poca generosidad como madre. Se atreve a exteriorizar el horror, esa intensidad emocional, la insatisfacción, el cansancio, el ceder o no ceder a las necesidades del hijo. Y a partir de entonces, después de hacerlo con algunas de las madres, encuentra a alguien que la comprende, que la apoya y que siente exactamente lo mismo: una cómplice. Y de esa cómplice, otras, otras muchas que forman un grupo y se reúnen para hablar de todo aquello que esconde la maternidad, que los demás esconden de la maternidad y que existe. Anna, una de las mujeres del complejo, dice: «Ser madre es algo horrible. Arruina la relación con tu marido. Arruina tu vida. No puedes abandonarlos porque los quieres y cuando estás con ellos los odias. Yo era una buena enfermera. Muy competente. He cuidado de gente de todo el mundo. Dirigía una planta entera en Boston. Ahora soy madre, y significa que soy nada».

Adrienne Rich.

Adrienne Rich.

La contradicción, una intrusa en la convivencia

Sin embargo, en todo el libro, pocas veces podemos leer el arrepentimiento de la madre. Aunque hablen tan crudamente de sus hijos, de su vida, de su maternidad, de lo que sienten, eso no las convierte en peores. Viven en una constante contradicción, porque aunque aman a sus hijos, también los detestan. Aunque darían la vida por ellos, necesitan una propia en la que ellos no intervengan. Aunque desean pasar todo el tiempo con ellos, cuando están juntos se sienten encarceladas. Adrienne Rich, una de las más lúcidas de la antología, habla de que sus hijos «me causan el sufrimiento más exquisito que haya experimentado nunca. Se trata del sufrimiento de la ambivalencia: la alternancia mortal entre el resentimiento amargo y los nervios crecientes y salvajes, y la gratificación y la ternura más felices. […] Tal vez sea un monstruo —una antimujer—, un ser sin voluntad, dirigido y sin recurso para experimentar los consuelos normales atractivos del amor, la maternidad y la alegría en los demás».

Esa ambivalencia es común a todas las mujeres que hablan de la maternidad de un modo duro y vulgar, sin lugares comunes, con dosis de realismo. Muchas madres se quedan atrapadas en un perfil de madre incondicional, y confían en que si no se salen del estereotipo, no estarán fallando en nada. Por eso, cuando estas mujeres tienen ciertos pensamientos o sentimientos hacia sus hijos, se sienten monstruos, antimujeres, madres de cuentos para asustar a los niños. Hay tantas diferencias entre lo que se espera de ellas y lo que finalmente están dispuestas a dar, que se decepcionan consigo mismas. Pero nada más lejos de la realidad: se habla de resentimiento, pero también de gratificación.

Maternidad y creación: madres que escriben

Pero la antología va más allá. Además de relatos, en la última parte, también se habla de la maternidad desde el punto de vista creativo: la madre que escribe. Rich nos señala cómo la literatura suele tratar el drama del niño, desde el niño, y cómo las madres de las novelas acostumbran a ser personajes completos, redondos, que saben dónde está el bien y empieza el mal, qué se debe hacer. El niño vive en la incomprensión con unos padres que le han tocado, que no puede elegir, y olvidan que la madre vive igual que el hijo: tampoco ha elegido, también está confusa.

Por otra parte, como artistas, viven en una constante lucha contra el tiempo: el hijo o la literatura. «No sé si se trata de extrema lasitud del principio del embarazo o de algo más fundamental; pero en este último tiempo me inspira la poesía —tanto si la leo como si la escribo— no más que tedio e indiferencia, sobre todo la mía y la de mis contemporáneos más inmediatos». Adrienne Rich se aburre con la poesía, pero cuando la escribe, lo hace como mujer y no como madre. Sí, decide que, cuando pase ese tedio, cuando la poesía vuelva a interesarle, será su espacio y ahí no será la madre de nadie, no escribirá sobre hijos. Pero no importa, porque aunque no escriba sobre ellos, ellos están sobre la poesía, por encima, y cuando a medianoche tenga que despertarse porque alguno de sus hijos ha tenido una pesadilla o tiene sed, volverá a la cama con los ojos vidriosos de rabia, sabiendo que al día siguiente, cuando quiera volver a ese espacio en el que no es la madre de nadie, cuando quiera volver a la poesía, estará demasiado cansada.

Kate Kollwitz, entonces, determina algo: «Tal y como vosotros, niños de mi carne, habéis sido mis tareas, lo son también mis otras obras». Pero esas otras obras no reclaman tu atención, no al menos de una manera tan desbordante y absorbente, sin perdón. Liv Ullman dice: «Intenta decirle a un niño que mamá está trabajando cuando el niño ve con sus propios ojos que su madre está sentada escribiendo… No me atrevo a poner música cuando estoy en el sótano escribiendo, no sea que arriba se crean que estoy holgazaneando». Se trata de mujeres que no trabajan, que se quedan en casa al cuidado de los niños y que intentan escribir: es decir, apenas traen dinero a casa. Y esa enorme responsabilidad que acarrea no ser económicamente solvente y tener tus deberes como mujer, anulan esa libertad para crear. Para poner unos horarios y para aislar la escritura de la vida doméstica, reconciliarlas, se necesita la osadía de Alicia Ostriker al preguntarse algo fundamental: «Que las mujeres deberían hacer bebés en lugar de hacer libros es la opinión de la civilización occidental. Que las mujeres deberían hacer libros en lugar de bebés es una variación sobre el mismo tema. ¿Es posible, o deseable, para una mujer, hacer ambas cosas?».

Esa es la gran pregunta: no tanto si es deseable, que ya sabemos que sí, sino si es posible. ¿Es posible que la mujer que no tiene hijos no se sienta egoísta (Mary Gaitskill), que la mujer que no atiende a los caprichos de un hijo no se sienta culpable (Ellen McMahon), que la mujer que escribe pueda hacerlo en un lugar adecuado y no frente al mar, como en el principio de El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf (Ursula Le Guin)? ¿Puede la mujer reconciliar lo doméstico, la maternidad, el buen matrimonio y el arte? Y una última pregunta que no hago yo, sino Julia Kristeva, y que quizá sea lo primero que debamos responder para después ocuparnos del resto de matices: ¿qué sabemos acerca del discurso interno de una madre?

Liv Ullmann.

Liv Ullmann.

Bebíamos mejor

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Detesto la nostalgia gratuita. El tan manido y aburridísimo «ya no se hacen las cosas como antes». Ya no hay mujeres como las de antes —mentira como Ava Gardner, Ingrid Bergman o Kim Novak. Tampoco hay tíos como los de antes (bueno, quizá esto sí sea un poco cierto) hombres de una pieza como Robert Mitchum, William Holden o Sterling Hayden. Por supuesto ya no se hacen películas como las de antes, ¿pero entonces qué hacemos con Amour o Gran Torino? La nostalgia insisto nos hace un poco más cursis y un poco más bobos.

No obstante, hoy he venido (aquí) a bajar la cabeza y alzar las copas junto al resto de la turba. Tenéis razón. En cierto sentido vamos en picado, sin frenos y sin orquesta ni violines que toquen «Nearer, my God, to Thee» antes de que toda esa mierda se hunda del todo. Somos peores de tantas formas que no caben en un artículo en Jot Down —que ya es decir—. Pero hoy hablaré de dos: el cinismo y la mojigatería. El cinismo forzado (hola, Twitter) con el que se supone que hay que barnizar cada comentario para parecer un poco menos imbécil y más moderno. «Solo las apariencias son fértiles» escribe Robert Smithson. Y así nos va.

La mojigatería. La dictadura de lo «políticamente correcto», lo polite (no hay traducción para esta maravillosa palabra, tan ceñida, tan pequeña, tan perfecta: polite), lo conveniente. Y esto somos, un hatajo de remilgados que no puede —ni sabe— beber, fumar, insultar, pegar una buena hostia o cagarse en Dios. No sabemos mandar a la mierda como Dios manda ni colgarle el teléfono en la cara, no vaya a ser que se enfade. «Qué pensarán» y demás cantinela bienpensante. Bah. Si es que ya no se hacen las cosas como antes.

Y para muestra, cinco botones como cinco soles. Cinco películas de la década de oro del cine (los cincuenta) donde se fumaba, se bebía y se follaba mejor —el set de Atrapa a un ladrón, cuidado—, películas protagonizadas por hombres y por mujeres. Ahí es nada.

La jungla de asfalto

la jungla de asfalto

Mi vida ha estado muy bien, pero no tengo la menor idea de cómo llegué a este momento de mi vida, en el que he perdido la huella de mis años. He vivido muchas vidas y me inclino a tener envidia al hombre que vive una sola, con una mujer, un trabajo, un país… bajo un solo Dios. Quizá esa no sea una existencia emocionante, pero al menos cuando llega a mi edad sabe cómo ha llegado. Yo no lo sé. Solo cuento los nombres de aquellos que se han ido y de aquellos que aún están: los cuento como un pirata cuenta su botín al final de un largo viaje.

Lo firma John Huston, el mismo que cerró la puerta de su vida y del cine con Dublineses. El mismo que rodó su testamento en silla de ruedas tras una máscara de oxígeno. El mismo que amaba la vida más que a sí mismo —que huía hacia adelante, que pintaba, boxeaba, bebía, apostaba, ganaba, perdía, caía y se levantaba—. Suya es la primera película de esta lista, La junga de asfalto (1950), y suya es la mejor ópera prima de la historia —lo siento, WellesEl Halcón Maltés. Nunca Marilyn estuvo tan guapa ni el cine negro fue más negro. Como el asfalto de la jungla de estos personajes llenos de sombras, que vagan en silencio (es una película de silencios). Y joder, cómo fuma y cómo bebe bourbon —con un solo hielo— Sterling Hayden.

Bésame tonto

bésame tonto

Dicen que no encajo en este mundo. Francamente, considero esos comentarios un halago. ¿Quién diablos quiere encajar en estos tiempos? (Lo dice —evidentemente—Billy Wilder)

Dean Martin es The King of Cool y es que no hay personaje más cool que su Dino de aquella obra maestra de Billy Wilder (el guión lo firma junto a I.A.L. Diamond) Bésame, tonto. Dino se enamora perdidamente de una prostituta (Kim Novak, jamona mayor del reino) para acabar en brazos del ama de casa aburrida de un pueblo en mitad de Nevada (como la vida misma). La escena es puro Broadway, Dino susurrando al oído de la Novak baladas de medio tiempo de un LP de Dino con un Dry Martini en la mano y un cigarro en la otra. «He was white and shaken, like a dry martini». Ginebra, un roce de Martini seco, coctelera y un apunte: un Martini es poco, con dos rozará el peligro. Tres un exceso imperdonable.

Los sobornados

los sobornados

He sido rica y he sido pobre, y créeme, rica es mejor. (Debby Marsh)

Más cine negro. Los sobornados, quizá la mejor película de Fritz Lang (junto a M, el vampiro de Düsseldorf y La mujer del cuadro) de este austriaco exiliado, enjuto y silencioso. Glenn Ford como el sargento Bannion —el hombre honesto y Gloria Grahame, la mujer problemática. Pero esto es cine de verdad, donde los personajes son personas y nada es lo que parece.

Los sobornados es en realidad la historia de un obsesión, de un secreto. Y aquí cabe todo el cine: la venganza, el dolor, un matrimonio común que comparte un vaso de whisky y un filete, el odio, Lee Marvin, el exceso, el calor que lo inunda todo (The big heat). Filetes, café y corrupción. Cigarrillos, whisky y amargura. Solo somos lo que nos sucede. Nada más.

El buscavidas

el buscavidas

Dime Bert: ¿Cómo puedo perder? Ya sé lo que es tener carácter.

Paul Newman en El buscavidas (Robert Rossen) y Paul Newman en El Color del dinero (Scorsese). Primero un hombre derrotado ante El Gordo de Minnesotta para ser finalmente el hombre redimido que gana el campeonato de 8 Ball cuarenta años después en Las Vegas. La película de Martin Scorsese arranca en un tugurio, donde John Turturro pierde hasta la cartera frente a un impetuoso Tom Cruise, mientras Eddie Felson «el rápido» negocia con el barman las cajas de bourbon de contrabando.

Pero Eddie Felson, ese virtuoso del billar que no sabe beber, ese genio arrogante que tendrá que sufrir el templado e implacable machaqueo del Gordo de Minnesota, el suicidio de esa borracha coja que intenta convencerle de que un artista jamás es un perdedor, la necesidad de la redención para sobrevivir en el infierno. Y a partir de ese momento sublime, entre humo, resaca, tormento, peligro, desolación, Newman encarna la dignidad.

Para qué decir más, si Boyero ya lo dice todo.

Atrapa a un ladrón

Atrapa a un ladrón

—Qué prefiere, ¿muslo o pechuga?
—Usted elige.

Atrapa a un ladrón es una película «menor» de Alfred Hitchcock. Maravillosamente fotografiada (ganadora del Oscar en 1957) por Robert Burks. El guión —qué diálogos— es de John Michael Hayes. Y el resto, pues bueno: La Riviera francesa, un Jaguar Roadster Alpine, Grace Kelly y Cary Grant. Impecables. Irónicos. Perfectos. Beben Ginger Ale y toman el sol y, según cuenta la rumorología couché, no pararon de follar durante todo el rodaje. El mismo, por cierto, donde conoció a Rainiero. «Si ama la vida se enamorará de Francia» reza el cartel con el que se cierra esta historia ligera sobre John Robie, el Gato, un famoso ladrón de guante blanco que termina atrapado en las redes de la rubia inocente.

«¡Estás atrapado, Robie!» le dice la Kelly. Y quién no, Grace. Y quién no.

Casablanca

casablanca

Lo han adivinado, un artículo sobre cine, hombres, mujeres, alcohol y nostalgia donde no se nombra Casablanca. Así es.

Juan José Gómez Cadenas: La verdad sobre Helena Leguin

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La colaboración ATLAS o la ciencia colectiva (CC).

La colaboración ATLAS o la ciencia colectiva (CC).

El mundo de los físicos de partículas —se sabe— es una provincia tan diminuta como la Comarca. De ahí que, cuando a uno de los hobbits que la habitamos se le ocurre la peregrina idea de escribir una novela, al resto de la familia le falta tiempo para rebuscar entre sus páginas, queriendo identificar a cada uno de los personajes de ficción que allí aparecen con su correspondiente modelo de carne y hueso. Inútil repetir a colegas y amigos que «todo parecido con la realidad, etcétera». Ellos se empeñan, obstinadamente, en reconocerse o imaginarse en cada héroe y en cada villano de la historia.

Cuando publiqué Materia extraña (Espasa), hubo un considerable revuelo en los varios patios de vecinas en los que se cita mi comunidad (la cafetería del CERN, entre ellos) poniéndole nombres y apellidos a la gente que habitaba el mundo de Irene de Ávila y Héctor Espinosa. Uno de los más perseguidos era la imaginaria directora del CERN, Helena Leguin.

Helena no era, originalmente, más que un panfleto, concebido para denunciar un hecho tan obvio e irredento como que no ha habido jamás una directora general en el CERN y no parece que vaya a haberla en el futuro inmediato. Físicas de primera categoría no han faltado en Europa durante el más de medio siglo de vida de la organización, pero el techo de cristal, del que hablamos en las Conversaciones en el Santa Cristina se ha ocupado de que ninguna de ellas ocupe puestos directivos de importancia. En el CERN, son los hombres los que toman casi todas las decisiones, los que se ponen casi todos los sombreros, los que cortan casi todo el bacalao, con alguna excepción, que no hace otra cosa que confirmar la regla.

No solo no ha habido nunca una directora general. Tampoco las divisiones teóricas o experimentales han estado nunca bajo el mando, que yo recuerde, de una mujer. En la infancia del laboratorio, allá por los felices sesenta y setenta, la división de sexos era prístina. Ellos los físicos, ellas las secretarias. Cómo no, los matrimonios eran frecuentes y el rol de los cónyuges bien definido. Él se entregaba a la ciencia, ella al hogar y a los hijos. De esa organización social se derivan curiosos fósiles, como el hecho de que el CERN no pague la guardería (para eso estaban las esposas), pero sí el colegio y la universidad de los hijos de sus funcionarios.

Cuando, ya en los noventa, el número de científicas del CERN empezó a crecer en cantidades apreciables, la estructura machista del laboratorio fue denunciada más de una vez, y, como famosamente anunciara Tancredi a don Fabrizio en El gatopardo, todo se cambió para que nada cambiara. Si acaso, el machismo imperante se adaptó al signo de los tiempos y el preboste sesentón con BMW descapotable recién estrenado (placas diplomáticas, claro), sustituyó a su ya ajada esposa (aquella bella secretaria de antaño) por la última becaria de algún departamento técnico como el de informática, que en los últimos tiempos ha dado mucho de sí en el ámbito social. El CERN, por cierto, no es el único instituto científico donde uno se encuentra padres, hijos, nueras, yernos y si me apuras nietos de Camborios. En España (y en el CSIC) también sabemos mucho de eso.

Pero volviendo a Helena, lo cierto es que mi borrón inicial no tardó en tomar vida propia. Confesaré aquí que siempre estuve un poco enamorado de ella. O para ser más exactos, me enamoré mientras inventaba a esa dama madura y discreta, cuyas bonitas piernas —siempre cuidadosamente enfundadas en seda— me quitaban a menudo el sueño. Como todo golem, mi criatura no tardó en rebelarse. Me había empeñado en crear una cincuentona irresistible, en parte por hartazgo con el extendido hábito social al que no es en absoluto ajena la literatura (y menos el cine) que pretende que toda mujer por encima del medio siglo, o es madre y esposa o no existe. Aunque el tópico está cambiando un poco, incluso en Hollywood. Ahí están las estupendas Michelle, Sharon y Sandra. Helena es de esas, pero es también (y sobre todo) una mujer solitaria, que gusta de plasmar esa soledad en haikus garabateados en un librito de papel de arroz que alguien —perdido, lejano— le regaló un día. Y es que a Helena le van los amores prohibidos, aunque no se queja cuando le cuestan un descalabro.

Cuanto más la conocía, más me gustaba. Valiente, belicosa, inteligente hasta doler, apasionada, imagina el interior de su cabeza como una fábrica en producción continua, una fábrica manejada por el poderoso departamento de autocontrol, que consigue mantenerla serena cuando el mundo está a punto de hundirse. Adora la ciencia a la que ha dedicado toda su vida, tanto como reverencia los objetos bellos e íntimos. Una pluma, un mechero. Imposible no amarla.

Y sin embargo, siempre mantuve que Helena no estaba inspirada en ninguna de las científicas que he conocido a lo largo de mi carrera, sostuve que no era sino una entelequia. No fueron pocas las encerronas que sorteé, los interrogatorios que no consiguieron doblegarme. Nunca dije un nombre.

Hoy confesaré que Helena no se inspiraba en una mujer, sino en dos, a las que acabamos de entrevistar en este magacín.

Fabiola o Helena y el Higgs…

Fabiola o Helena y el Higgs…

A la primera la conozco desde que éramos los dos casi unos críos. Escribimos nuestro primer artículo científico cuando apenas había acabado ella la carrera y yo era un postdoc desesperado allá en California, que corría de madrugada por las colinas de Stanford y no dormía por las noches porque la vida era corta y la física inmensa como el océano Pacífico. De eso hace, exactamente, media vida. A lo largo de las últimas dos décadas y media hemos colaborado en otros muchos artículos y proyectos, los últimos relacionados con el experimento NEXT. Siempre hemos firmado nuestros trabajos usando los dos nombres y apellidos, Juan José Gómez-Cadenas y María Concepción González-García (los dos aprendimos a poner un guioncito entre el primer apellido y el segundo para que no nos lo cercenaran). Y los gringos, que en nuestras mocedades aún no estaban acostumbrados a nombres hidalgos, no sabían si éramos dos o cuatro los firmantes, si Gómez-Cadenas era el maromo (bloke) y González-García la chorba (bird) o viceversa. Si éramos hermanos, primos, matrimonio o amantes. A día de hoy, muchos de nuestros colegas todavía no se aclaran.

A Ari la conocí cuando trabajaba en el CERN para mi tesis doctoral, a finales de los ochenta. Cierto es que no estoy muy seguro de que, por la época, ella reparara en mi existencia. Yo era un humilde estudiante graduado que formaba parte de un equipo de italianos (inmersión total, idioma incluido, espagueti Napoli a altas horas de la madrugada en casa de Antonio Ereditato, que años más tarde creería haber descubierto que los neutrinos viajaban más rápido que la luz, guardias interminables, durante el turno de noche, en el haz de test donde medíamos, uno a uno, los mil cristales de calorímetro electromagnético de Delphi). Ella era una divinidad de fiera cabellera rubia, a cuyo alrededor pululaba un ejército de admiradores. Cinco años más tarde, de vuelta al CERN, después de pasar por el acelerador lineal de Stanford y con mis galones de flamante científico de plantilla recién estrenado, conseguí que me detectara su radar. Ari y yo también firmamos juntos muchos artículos, pero las condiciones de contorno eran diferentes de los que firmé con Concha. Los primeros eran trabajos de naturaleza teórica, donde los únicos autores solíamos ser ella y yo. En cambio, los que compartí con Ari, también los firmaban los trescientos y pico colaboradores con que contaba el experimento DELPHI, del que los dos formábamos parte.

Extraño fenómeno este de la ciencia como empresa no solo colectiva (siempre o casi siempre lo es), sino masiva hasta el punto del anonimato. Un gran experimento, como los que operamos en la década de los noventa en el CERN (había cuatro de ellos, de los que he hablado en este blog, ALEPH, DELPHI, OPAL y L3, analizando las colisiones entre electrones y positrones que se producían en el gran acelerador llamado LEP) o los que funcionan ahora (ATLAS, CMS y LHCb) en el LHC, requieren el esfuerzo de grandes equipos de físicos e ingenieros. Esa labor de campo la aprendí con Ariella, precisamente, que por la época era la coordinadora técnica de DELPHI. Recuerdo lo que me asombraba la profunda comprensión que tenía de los subsistemas de nuestro gran aparato, cómo funcionaba cada uno de ellos, cómo se armonizaban entre sí. La mía era una visión mucho más parcial y sesgada. A mí me interesaba el aparato como instrumento de medida. A ella, como instrumento en sí mismo, en el mismo sentido que un violinista se interesa por su violín.

Violines, los de la física de partículas, que requerían cientos de físicos para construirlos y operarlos durante los diez años que trabajé en el CERN y que ahora exigen miles de ellos. LEP produjo exquisitos resultados científicos pero ningún descubrimiento de primera magnitud, para eso hubo que aguardar hasta anteayer, como aquel que dice. El descubrimiento del bosón de Higgs, realizado por los experimentos del LHC, encuentra la pieza que le faltaba al Modelo Estándar. Los correspondientes artículos están firmados por más de tres mil nombres, toda una ciudad de científicos arrimando el hombro. ¿Quién el bosón descubrió? ¡Fuenteovejuna, señor! El Premio Nobel ha ido a parar a Peter Higgs y François Englert, los teóricos que postularon la idea, hace cinco décadas. Yo habría preferido que el Nobel se lo llevara Fabiola Gianotti, la directora del experimento ATLAS durante la fase inicial de toma de datos, la única mujer, hasta el momento, que ha ocupado un top hat en el CERN (Helena, dicho sea de paso, también tiene mucho de Fabiola incluyendo la admiración que siento por ambas).

Un mundo de hombres, organizado como un ejército, o más bien como una milicia, con sus generales y sus guerras (bastante incruentas, eso sí) y sus objetivos militares, como la conquista del Higgs, que a veces extienden la contienda durante medio siglo. Un mundo de grandes ideas y abnegada entrega, pero también de ambiciones y miserias, en el que abundan los mediocres, los trepas, los gandules, los carteristas, los smooth operators, los jetas, los tontos de remate. Pero en el que tampoco falta coraje, nobleza y genio. A diferencia de Sodoma y Gomorra, en el CERN sobran justos para aplacar la ira de la divinidad cuando llegue el día del juicio, que, a no ser que se descubra alguna otra cosa que el ya muy exprimido bosón de Higgs, puede estar cercano para el laboratorio. Lo malo es que los nombres de esos justos que salvan cada día nuestra rama de la ciencia, son indistinguibles de los demás en las largas listas que no son ajenas, a la hora de repartir el crédito, a baremos y cuotas que poco tienen que ver con aquellas madrugadas en las que la inspiración nos sorprendía, tras una larga noche en blanco, trabajando.

En Materia extraña pretendía contar algo de todo eso. No sé si lo conseguí, pero sí sé que el intento produjo algunos personajes memorables, como esa directora que el CERN nunca ha tenido, que quizás nunca tendrá.

Y esta es la verdad sobre Helena Leguin y las mujeres que la inspiraron. Negaré por supuesto cualquier acusación de haber bebido los vientos por ellas, aunque sí admitiré que he visto a legiones de físicos perdiendo el resuello cuando cierto abanico se desplegaba como las alas de un ángel y he contado centenares de corazones desgarrados por el cortante filo de unos ojos azules, allá cuando mi todavía no tan remota juventud.

Fabiola Gianotti. Foto: Claudio Pasqua.

Fabiola Gianotti. Foto: Claudio Pasqua.


Los derechos del hombre…¿y de la mujer?

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Primera edición impresa de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (DP)

Primera edición impresa de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (DP)

Empezaremos con una falacia: el siglo XX es el siglo en que la mujer entra en la historia. No es que no sea cierto, pero es una afirmación demasiado simplista, y como todos los tópicos, la parte de verdad que contiene queda oscurecida por la parte de verdad que deja fuera. Hasta el siglo XX las mujeres no votan, no van a la universidad, no tienen derecho a disponer de su propio dinero y su propia vida («la habitación propia» de Virginia Woolf), no son diputadas o presidentas de algún partido o gobierno, etc. Sí, cierto, pero jamás olvidemos que estamos hablando para lo que llamamos el mundo occidental, o el mundo desarrollado. Fuera de Europa, América (según partes), Oceanía (ídem) y algunos países de Asía y África la situación de la mujer es tan radicalmente distinta que la gran mayoría de ellas no podrían ni leer este artículo ni escribirlo, porque son completamente analfabetas y porque jamás han oído hablar de esa cosa que nosotros, los civilizados, llamamos alegremente «los derechos humanos». Por desgracia yo tengo que centrarme en la evolución de la mujer en Occidente, desde el punto de vista social, porque en muchas otras partes del mundo no ha habido evolución alguna (y puede que no la haya nunca, permítanme, ya se que no está bien visto, ser un poco pesimista al respecto). Y de eso voy a hablar.

Marie Olympe de Gouges, por Alexander Kucharski (DP)

Marie Olympe de Gouges, por Alexander Kucharski (DP)

¿Todo empieza con el sufragismo? Pues no. Aunque según qué libros parezca que sí. El movimiento sufragista es fundamental en la historia de la mujer. Pero nada nace de la nada y creo que es justo recordar a dos mujeres que deberían ocupar un hueco de honor en el panteón de las mujeres ilustres, al menos dentro del apartado de la lucha por los derechos de la mujer. Me refiero a Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft. La segunda es más conocida que la primera, sobre todo en círculos literarios, por ser la madre de Mary Shelly, la autora de Frankenstein, pero, en lo referido a sus escritos feministas, su trabajo sigue siendo poco conocido. Ambas, no es ninguna casualidad, coincidieron y maduraron al amparo de la Revolución francesa. Ambas, no es ninguna casualidad, fueron atacadas por sus propios compañeros de filas. La revolución es un monstruo que devora sus hijos. Casi siempre lo son. La Revolución francesa llenó las calles de sangre y de panfletos. De declaraciones y de decapitaciones. Olympe perdió su cabeza y Mary Wollstonencraft tuvo que salir huyendo de París, pero para ir a encontrar una muerte solo propia de su género: morir al dar a luz a su hija. En los viejos tiempos los hombres se mataban y las mujeres morían de parto y así estaban las cosas porque nadie hacía gran cosa para que las cosas estuvieran de otro modo. Cierto es que en los primeros momentos de la revolución las mujeres se armaron con cuchillos y palos y salieron a pelear con los hombres; y cierto es que en un primer momento se les permitió tener voz y voto en las asambleas y dejar escritas sus peticiones reivindicativas, pero pronto las aguas volvieron a su cauce y los hombres continuaron con sus legislaciones y sus matanzas y las mujeres volvieron a encerrarse en sus casas, para criar a sus hijos y llorar a sus maridos. Pero los libros, el papel, resiste bastante bien el paso del tiempo. Y la Revolución francesa dejó algunos legajos y algunos manuscritos a tener en cuenta:

- La Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana, escrito por Olympe de Gouges en 1791 como justa respuesta a la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de dos años antes, una de las declaraciones fundamentales ya no de la Revolución francesa sino de toda la historia contemporánea y que, curiosamente, se «olvidaba» de las mujeres.

- Vindicación de los derechos de la mujer, escrito por Mary Wollstonencraft en 1792, solo un año después de la declaración de Olympe.

- Sobre la admisión de las mujeres en el derecho de ciudadanía, del filosofo y matemático Micolas de Condorcet, un hombre en este caso, uno de los primeros que se atrevió a defender el voto femenino y que también fue devorado por la revolución.

Estos tres textos, bastante breves pero contundentes, están hoy demasiado olvidados y llenos de polvo, pero años después de su aparición fueron algunos de los textos de cabecera de la nueva generación de feministas, la que ya ha visto el triunfo del hombre burgués y la que ya está harta de oír eso de «sufragio universal», y está tan harta de preguntarse cuándo ese sufragio universal va a ser realmente universal que decide no esperar más y lanzarse a por él, cueste lo que cueste y sin miedo al ridículo, como las pioneras, pero de una forma más organizada y sobre todo colectiva, porque si los hombres se han unido para lograr acabar con el Antiguo Régimen las mujeres también deberán unirse para acabar con el régimen de los hombres. Así llegaremos en 1840 a la Declaración de Seneca Falls, lugar donde se reúne la primera asamblea sufragista americana y a la creación de la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino en 1869. Desde allí, ese movimiento se extenderá por Reino Unido, donde pensadores liberales como John Stuard Mill ya habían allanado el camino, y desde allí saltará al resto de Europa.

Y llegará a España, por supuesto, con más o menos retraso pero al final todas las ideas nos llegan (generalmente para desesperación de los gobernantes). Normalmente, al hablar de las pioneras españolas siempre se citan los nombres de Concepción Arenal y de Emilia Pardo Baztán y yo no puedo ser menos. Para que se tenga una idea de la serie de dificultades a las que tuvieron que enfrentarse baste decir que la primera de ellas, pese a haber estudiado la carrera de Derecho y ser una reconocida penalista, jamás dispuso de título alguno por una razón muy simple: la universidad estuvo prácticamente prohibida para las mujeres hasta principios del siglo XX, y si Concepción Arenal se las arregló para estudiar fue porque iba a la universidad disfrazada de hombre. En cuanto a la segunda, ya se sabe que el título de condesa le facilitó la posibilidad de escribir obras y de firmarlas con su propio nombre (y no con el nombre de su marido, como otras muchas), pero no le sirvió para abrirle las puertas de la Real Academia de la Lengua, donde fue rechazada en tres ocasiones.

Clara Campoamor (DP)

Clara Campoamor (DP)

Pese a todo (y el «todo» incluye todo tipo de factores, incluido la debilidad del propio movimiento feminista español, si lo comparamos con las cien mil mujeres inglesas que en 1914 formaban la Unión Nacional de Sociedades de Sufragio Femenino), la Segunda República supondrá la llegada del tan ansiado derecho a voto, principal pero no único estandarte en el movimiento feminista. Sin embargo no será fácil. Y no será fácil ya no solo por las reticencias, cada vez más solapadas, de los hombres, sino por las reticencias de algunas mujeres. ¿Y por qué algunas mujeres se pueden oponer al voto de la mujer? Pues por política, señores y señoras, por política, como siempre…

El problema no es que voten las mujeres, sino a quién votan. Esa misma cuestión se la plantearon los políticos burgueses que tenían que decidir entre extender el sufragio a las clases populares o dejarlo como estaba, es decir, solo para ellos. Y la excusa era siempre la misma: no estaban preparados. Las clases populares, analfabetas o casi analfabetas, eran incultas y por tanto, a ojos de los educados, ricos y cultos burgueses y demás miembros de las élites dominantes, eran fácilmente manipulables y poco de fiar. Y nótese que cuando digo «manipulables» no me refiero a manipulables por el cacique de turno, que para eso no hace falta cultura alguna, sino por los «predicadores» de ciertos movimientos sociales de carácter radical a los que se consideraba muy peligrosos, y con razón desde luego, porque una de sus funciones era «despertar al pueblo y hacerlo libre de su destino, pasando por encima de los poderosos». Esto es algo muy sabido, pero recordemos la saña con que se perseguía las escuelas laicas, los ateneos libertarios y todo lo que tuviera que ver con la educación, la cultura y las ideologías de izquierda.

Pues, curiosamente, lo mismo se plantearán las diputadas y diputados republicanos que tienen que decidir si dar o no dar el voto a las mujeres.

Estamos en 1931 y el debate lo encabezan tres diputadas (las tres únicas diputadas):

De un lado, la socialista Margatita Nelken (1898-1968) y la radical-socialista Victoria Kent (1897-1987), que rechazaran la concesión del sufragio femenino. En su opinión, las mujeres todavía no estaban preparadas para asumir el derecho de voto, y su ejercicio siempre sería en beneficio de las fuerzas más conservadoras y, por consecuencia, más partidarias de mantener a la mujer en su tradicional situación de subordinación.


Del otro lado, Clara Campoamor (1888-1972), también diputada y miembro del Partido Radical, que asumió una apasionada defensa del derecho de sufragio femenino. Argumentó en las Cortes Constituyentes que los derechos del individuo exigían un tratamiento legal igualitario para hombres y mujeres y que, por ello, los principios democráticos debían garantizar la redacción de una Constitución republicana basada en la igualdad y en la eliminación de cualquier discriminación de sexo.

Al final triunfaron las tesis sufragistas por 161 votos a favor y 121 en contra. De modo que en las elecciones del 34 las mujeres pudieron votar y votaron. Y pasó lo que se esperaba… Las mujeres de padres y maridos rojos votaron a los rojos y las mujeres católicas y de derechas votaron lo que decían sus maridos católicos y de derechas y lo que decían sus confesores y los curas de sus parroquias, que en esto del pecado y los votos casi contaban más que sus maridos… ¿O no, o no fue así? ¿Acaso las cosas no son siempre tan simples? Ríos de tinta han corrido tratando de responder si el voto femenino fue un factor determinante en las elecciones del 34 y yo no voy a ser quien llegue a la verdad absoluta. Pero sí diré, porque me parece justo decirlo, que dos años después las mujeres volvieron a votar y en este caso ganó el Frente Popular. Pero para entonces Clara Campoamor ya era un cadáver político. Y luego vino lo que vino y se tuvo que largar a Francia y luego a Suiza, porque corría el riesgo de ser otro tipo de cadáver.

Federica Montseny (DP)

Federica Montseny (DP)

A Clara Campoamor sus compañeros de filas la convirtieron en chivo expiatorio y sus enemigos le cerraron el paso. Es una tragedia personal que se suma a las innombrables tragedias de aquellos años. Victoria Kent y Margarita Nelken también tuvieron que exiliarse, en este caso a México. Y Federica Montseny, que fue la primera ministra no solo de España sino de toda Europa estuvo cerca de ser extraditada a España desde Francia, donde se había refugiado, por petición del gobierno de Franco, que no podía perdonarle su proyecto de ley del aborto.

«Creo que lo único que ha quedado de la República fue lo que hice yo: el voto femenino», confesó Clara Campoamor. No sé hasta qué punto es cierto, pero es evidente que desde entonces, lo mismo en España que en el resto de países donde el movimiento sufragista consiguió el voto femenino, las mujeres han seguido votando hasta ahora. Y no solo eso, sino que han demostrado que pueden hacer cualquier cosa tan bien o tan mal como los hombres. Hasta hace aún pocos años se podía oír retumbar en las ilustres aulas de ilustres universidades lindezas tales como: «ingenieros es una carrera para ingenieros, no para ingenieras». Hoy esos truenos ya no se escuchan. Las profesionales femeninas de hoy no tienen que sufrir los desplantes que sufrieron sus madres y abuelas, pero eso no quiere decir que la guerra esté ganada, ni que la guerra no se pueda volver a perder. Saramago nos prevenía constantemente sobre los optimistas y Salman Rushdie ya avisó de que «habrá que volver a luchar por cosas por las que pensábamos que nunca más habría que volver a luchar». 

¿Qué cosas son estas? Tonterías. Declaraciones de derechos humanos, separación de la Iglesia-Estado, igualdad de género… Todos esos rollos que escuchan una y otra vez chavales aburridos y que de tanto escuchar acaban sonando a palabras huecas. Y tal vez en verdad que son solo palabras. Manifiestos, proclamas, declaraciones, panfletos… «qué tristeza de palabras» que decía Alberti. Cosas fugaces y ligeras que se lleva el viento. ¿O son algo más que eso?

Debemos seguir atentos.

¿La publicidad moldea el cuerpo de las mujeres? (I)

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Fotografía: Candida.Performa (CC)

Fotografía: Candida.Performa (CC)

Nunca, ni siquiera mediante el examen más estricto, podemos llegar del todo a las fuentes secretas de la acción. Inmmanuel Kant

O la razón de que todos queramos ser guapos, delgados y maravillosos

Los houyhnhnms son una raza de seres semejantes a los caballos que resultan sorprendentemente bellos a los ojos de Lemuel Gulliver, el protagonista de la obra de Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver. No en vano, el nombre de houyhnhnms viene a significar «perfección de la naturaleza». A su vez, el contraste lo marcan los Yahoos, una raza de seres humanoides que son gobernados por los houyhnhnms, y que son la quintaesencia de la emoción, la estupidez y la suciedad. Al regresar a su mundo, Gulliver, sumido en la depresión, no puede dejar de identificar a los seres humanos con los Yahoos, a la vez que empieza a hablar de otra forma con los caballos de su establo.

Lo que había cambiado en la mente de Gulliver es que ahora ya disponía un modelo de perfección en el que observarse y compararse. Gulliver se desespera porque la humanidad, y él mismo, no estaba a la altura de los hoyhnhnms. Si ellos habían logrado la perfección, entonces los humanos también podían aspirar a alcanzarla. Porque los factores que diferenciaban la perfección de la imperfección ya se habían puesto de manifiesto, eran localizables y, en consecuencia, corregibles.

El sardónico Swift solo pretendía que reevaluáramos lo que consideramos perfecto, y que temiéramos haberlo encontrado. Los hoyhnhnms, en ese sentido, son como las mujeres delgadas, o las que se adhieren al canon de belleza vigente del 90-60-90. La publicidad y, en general, los medios de comunicación no mienten cuando nos dicen que a través de la delgadez alcanzaremos la perfección, que dicha fórmula es la Fórmula. Tienen razón. La gente delgada, en general, sobre todo si es esbelta y muestra una cara arquetípicamente bonita, tiene más éxito social en todos los aspectos de la vida. Mejores oportunidades laborales, más amigos, una disculpa mayor de sus deslices morales. La delgadez te proporciona algo muy parecido a la perfección. La publicidad no miente, al menos no del todo. Y precisamente por eso la publicidad parece haberse convertido en el enemigo a batir en nuestra eterna cruzada por minimizar los efectos del físico y otros rasgos superficiales. Pero si la publicidad no miente, ¿describe la realidad? ¿O primero ha forjado una realidad ficcional como la de Gulliver para que todos nosotros, pobres mortales, dispongamos de un espejo que refleje nuestros defectos, mayormente en forma de tejido adiposo extra?

Un error fundamental que cometen las aserciones sociológicas, y que las distancia de las aserciones matemáticas, químicas o físicas, es que estas abordan asuntos endiabladamente más complejos que no pueden descomponerse en piezas fundamentales, como quien desmonta un coche para deducir su funcionamiento. Cuando nos adentramos en un fenómeno social no estamos en un ordenado jardín francés, sino en una impenetrable y alambicada jungla tropical que nos empuja a realizar conexiones espurias entre fenómenos.

Como el tema objeto de glosa en el presente texto: que las mujeres adecuan su estética y su personalidad en función de los dictados de los medios de comunicación, las modas diseñadas en despachos de ejecutivos y el machismo recalcitrante que rezuman los filmes de Hollywood. O, en realidad, quién o qué nos persuade para hacer lo que no queremos hacer.

El rompecabezas (casi) infinito

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Fotografía: Sigfrid Lundberg (CC)

Se dice que el concepto «celulitis» se propagó por primera vez el 15 de abril de 1968 en un número de la revista Vogue. Hasta entonces, Vogue se centraba más en la ropa que en el cuerpo, pero de resultas de la anarquía de estilos, su dictado ya no parecía ser hegemónico. Vogue, pues, parece que usó esta maniobra para originar un problema, casi un dilema existencial, en las mujeres de todo el mundo a pesar de que la celulitis es un estado natural del cuerpo femenino (no una enfermedad) que afecta al 85%-98% de las mismas después de la pubertad. Por si fuera poco, no hay estudios científicos que garanticen la posibilidad de suprimir definitivamente la celulitis, de modo que Vogue se aseguraba que el problema semejaba al del burro que persigue una zanahoria que cuelga eternamente a unos centímetros de su belfo.

Esta historia es tan cinematográfica que, intuitivamente, se nos antoja una explicación plausible al problema de la mujer en relación con su peso. Se localiza al enemigo, se radiografía su acción y se establece un vínculo causal entre la acción y el efecto provocado. Es tan fácil que debe ser cierto. Porque tendemos a dar por verdaderas las explicaciones que no dejan cabos sueltos, son sencillas de articular y, además, encajan en nuestra intuición. Sin embargo, los cambios sociológicos no son producto de causas únicas y elementales, y tales causas distan mucho de ser intuitivas. La cadena causal de un hecho y el efecto provocado por este no va de A a B, sino que se quiebra en zigzag. Algo incluso mucho más enredado que una manguera que lleva guardada demasiado tiempo en un cobertizo.

La obsesión por la dieta no la originó Vogue, como tampoco el pistoletazo de Gavrilo Princip al archiduque Francisco Fernando de Austria originó la Primera Guerra Mundial. Tales hechos, en cualquier caso, serían detonantes circunstanciales. Pero toda la cadena causal subsiguiente, a modo de red inextricable, tuvo lugar de ese modo porque los nodos o puntos de conexión de la red estaban situados de determinada manera. Cualquier alteración espacial de un nodo habría frustrado la cadena de acontecimientos, o habría desencadenado otra línea de acontecimientos totalmente distinta. Por eso la mayoría de ucronías son tan seductoramente simples.

Si nuestro propósito es condenar a Vogue, tal vez la creación de la palabra «celulitis» sea suficiente. Pero si aspiramos a ahondar en los verdaderos motivos que empujan a la gente a preocuparse de su celulitis, entonces hemos de procurar que el árbol no nos eclipse la imagen del bosque; o rociar un aerosol que revele la red oculta de seguridad por rayos láser, como en una película de espionaje.

En lo tocante al ejemplo concreto de Vogue, se suele obviar que a principios del siglo XX también pasó de moda el corsé, que se había usado de forma generalizada desde hacía quinientos años. Las curvas, tanto artificiales como naturales, empezaron su declive, y se impuso la línea esbelta y delgada. Este podría ser otro nodo de la red causal. Tal y como señala también Ulrich Renz en su libro La ciencia de la belleza, con la llegada de los Juegos Olímpicos de 1896:

A las mujeres se les recomendó la práctica de la gimnasia, la bicicleta, el patinaje sobre tierra y sobre hielo. La natación, una actividad que antaño solo se realizaba por prescripción médica, se convirtió en la delicia de ambos sexos. Quien no podía permitirse un artilugio recién inventado, la báscula para el cuarto de baño, recurría a las básculas públicas que se instalaron por doquier.

Tras décadas de delgadez en las que se entronizó el prototipo de la garçonne, hubo un breve renacer de las formas exuberantes justo después de la Segunda Guerra Mundial, cuyos iconos más representativos fueron Marilyn Monroe, Anita Ekberg o Brigitte Bardot. Según algunos analistas, ello se debió a la relativa escasez de hombres durante la guerra, y la oleada de matrimonios celebrados después, que sacó a muchas mujeres de sus puestos de trabajo. Más tarde, regresaron de nuevo las sílfides como Audrey Hepburn. En los años sesenta, llegó Vogue, la delgadez extrema representada por la lolita Twiggy, que se considera la primera modelo internacional de la historia, cuyas medidas icónicas fueron 91-58-81. Más tarde hubo una época de masculinización de la mujer, aparejada a la igualdad de sexos vindicada por las culturas hippie, beat y feminista. A mediados de los ochenta, irrumpió de nuevo la moda lúbrica, popularizándose la lencería, que en la década anterior se había considerado un instrumento de opresión. Pero, en general, durante las últimas décadas del siglo XX, la mujer fue adelgazando progresivamente de resultas, se teoriza, de su adscripción al mundo profesional. También disminuyó el tamaño de los pechos con relación a la cintura. Según esta interpretación (una de tantas), el adelgazamiento podría estar aparejado a la igualdad de sexos, tal y como apunta el periodista económico del New York Times Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio:

Un estudio de decenas de sociedades primitivas reveló que las mujeres rollizas son menos deseables en sociedades que valoran el trabajo de la mujer, lo que sugiere que la grasa corporal asociada a un depósito de energía y a una gran capacidad reproductiva mayores también dificultan el éxito en el trabajo.

Solo hemos realizado un superficial recorrido por la historia de la moda a lo largo del siglo XX, y sin embargo todo parece responder a caprichos, ciclos y la permanente necesidad de reinventarse, todo ello jalonado de explicaciones sociológicas contradictorias. ¿Dónde está el nodo dominante? ¿Cómo encontrarlo si, además, empezamos a retrotraernos a siglos pretéritos? Es innegable que hoy en día encontramos más sofisticaciones en la moda y en el cuerpo, al menos en la historia moderna, y L´Oréal tiene un valor en bolsa tres veces superior al de General Motors. Pero también es cierto que hoy en día disponemos de más tiempo libre que nunca antes en la historia. (Y General Motors probablemente aspira a vender más que L´Oréal, ¿acaso no invierte lo suficiente en publicidad?).

Las razones que conducen a una mujer a tomar la decisión de someterse a un régimen espartano que la aproxime estéticamente a una modelo de pasarela son tantas y están tan imbricadas que recuerdan a la arquitectura conectiva de internet. El nodo de Vogue, o la constelación de nodos vinculados con la «publicidad», solo es uno más, no constituye el primer motor de nada (de hecho, probablemente es un reflejo de otros nodos). Responsabilizar a la publicidad o a los medios de comunicación en general de fomentar determinado canon de belleza es como acusar al Sol de la existencia de los nenúfares y las placas fotovoltaicas.

La red causal de los fenómenos sociológicos es concéntrica, invertebrada, pantagruélica, recuerda a la geometría fractal, se autorreplica sin principio ni fin, como la hipernovela que mencionaba Calvino. Una narración de los hechos al modo de John Barth o Thomas Pynchon, que se ramifica y muta con la celeridad de un virus, nutre distintos estratos narrativos al estilo de un palimpsesto e inspira caudalosas notas a pie de página y comentarios de texto.

Aún ignoramos el número de nodos de la red que configura el acto volitivo de mantener un cuerpo delgado y esbelto, así como la influencia relativa de cada uno de ellos (y en muchos casos, cuando explicamos uno, nacen dos más, como en una hidra). Pero sí se han localizado algunos que empiezan a conocerse con bastante precisión. A continuación, vamos a enumerar algunos de ellos, y al intentar aislarlos descubriremos que, a su vez, están conectados a nodos pertenecientes a otras redes.

El nodo The Breakfast Club

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The Breakfast Club, 1985. Imagen: Universal Pictures / A&M Films / Channel Productions

Cuando se analiza el poder de los medios de comunicación, tiende a olvidarse uno de los eslabones más poderosos de la cadena causal entre la prescripción de una tendencia y la adopción expresa de la misma por parte de un individuo: lo que opinarán los demás de su decisión. La opinión de los demás, sobre todo si los demás son semejantes, resulta nuclear a la hora de construir nuestra reputación. Si nos reafirmamos continuamente en que somos independientes y que no nos importan en absoluto las opiniones ajenas es precisamente porque nos importan sobremanera. Las opiniones ajenas conforman en gran parte cómo nos vemos a nosotros mismos, y por otro lado ofrecen información a los demás sobre quienes somos. La opinión ajena es incluso más importante que la propia si esta procede del nicho social en el que tratamos de prosperar. Un nicho social no es un club o una secta, sino la organización grupal espontánea que surge en todo conjunto de individuos que comparte una cultura.

En ese sentido, un colegio es mucho más que un lugar donde aprender los afluentes del Nilo: sobre todo constituye una máquina de clasificación social. Insertos en un microcosmos que es fiel reflejo del mundo, como lo acontecido en la isla en la que prosperaron los niños de El señor de las moscas, el clásico de la literatura inglesa de William Golding, los adolescentes aprenden en qué nicho social encajan mejor, y allí tratan de formarse una reputación que determinará el resto de su vida.

Las cosas son un poco más complicadas que los roles estereotipados de la película El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985), con una princesa, un atleta, un empollón, un futuro delincuente y una rarita. En el mundo real, las clasificaciones sociales son más porosas, menos definidas, y sobre todo más sensibles a los mutágenos: un geek puede ser nerd, o hipster, pero también un poco empollón; de igual forma, puede penetrar en el nicho heavy, gótico o emo, aunque sea tangencialmente. Habrá hispters que lo son en algunos aspectos, y hipsters como recién salidos de las calles de Williamsburg. Nerds con toques geeks, o más gafapastas que geeks, o nerds derivados de lo queer, o pijos disfrazados de hippies, pijos de pura cepa, mods rozando el postureo pijo. Y así ad infinitum.

Sin embargo, el filme de John Hughes resulta interesante en otro punto: al aislar a cada uno de estos alumnos representativos de un nicho social para obligarlos a compartir aula de castigo un sábado por la mañana, todos ellos se verán de pronto iluminados por una epifanía: la ingeniería social a la que están sometidos, que les ha obligado a forjar un carácter artificioso. En definitiva, que todos desempeñan un cliché en el que resaltan, pero que dicho cliché impone también servidumbres y cierta desposesión del Yo. Aislados durante un día del universo social, todos los personajes pueden contemplarse desde fuera y advertir que en realidad son marionetas de ellos mismos, víctimas del personaje que han debido construirse para ser aceptados por los miembros de su grey. Todos advierten también que una vez reinsertados en las clases normales, seguirán desempeñando su papel, olvidándose para siempre de aquella fugaz alianza interclasista en forma de sesión psicoanalítica.

Esta tendencia a clasificarnos (y autoclasificarnos) en nichos sociales es completamente natural, y no solo se produce en el ámbito de un instituto, sino en todo grupo de personas lo suficientemente numeroso en el que valga la pena competir por obtener admiración, reputación y, en consecuencia, amigos que proporcionen respaldo y una buena pareja sexual. Cada nicho social tiene sus propias normas de conducta, su código indumentario, lo que se considera digno de alabanza o de oprobio. El chismorreo, el rumore, rumore de Rafaella Carrá, por su parte, hace las veces de difusor de información acerca de la reputación de cada uno de nosotros así como de productor de las normas sociales intragrupos e intergrupos.

Para establecer cómo se originaban estas dinámicas, en 1954 (irónicamente el mismo año de publicación de El señor de las moscas) un científico social llamado Muzafer Sherif reunió a un grupo de veintidós chicos de once años de Oklahoma y los instaló en un camping de Robbers Cave State Park. Dividió a los chicos en dos grupos, que fueron bautizados como Serpientes de Cascabel y Águilas. Bastó una semana de separación entre ambos grupos para que, a la hora de participar en juegos competitivos, los Serpientes de Cascabel y los Águilas quedaran enemistados en un grado muy profundo, originándose toda clase de peleas y represalias entre miembros de ambos bandos. Finalmente, ambos grupos se organizaron en paradigmas culturales distintos por el mero hecho de desmarcarse de los otros: unos optaron por la agresividad, los otros por la paz; unos maldecían, otros prohibieron las maldiciones. Lo más interesante de este experimento que había creado una sociedad artificial (y por tanto simplificada) es que los grupos se habían formado aleatoriamente. No había diferencias reales entre los Serpientes de Cascabel y los Águilas. Pero sus integrantes no tardaron en encontrar dichas diferencias, o en crearlas si era necesario; empleando la comunicación, el chismorreo, para afianzarlas.

Lord of the Flies, 1963. Imagen: Two Arts Ltd.

Lord of the Flies, 1963. Imagen: Two Arts Ltd.

En el mundo real, uno acaba siendo Serpiente o Águila por motivos más complejos, en los que intervienen las propias destrezas y capacidades (por ejemplo, un adolescente obeso nunca se planteará ser admitido en el nicho social de los atletas). Pero la elección de un nicho social (que se produce a nivel inconsciente, porque también tendemos a acercarnos a las personas que se parecen a nosotros), también tiene un componente azaroso: por ejemplo, quizás en una ocasión resaltamos intelectualmente en un examen, y muchos nos empujaron entonces a etiquetarnos como intelectuales o empollones, fuimos repudiados por otros grupos, también fuimos acogidos por grupos en los que se valoraba la faceta nerd, geek o empollona, y así sucesivamente, como una bola del millón rebotando en mil obstáculos hasta que es engullida por una tronera. A su vez, en función de nuestra adhesión a uno u otro nicho social, la belleza, la delgadez o la juventud, por ejemplo, serán rasgos que proporcionarán mayor puntuación social: una animadora recibe mayor presión para mantenerse delgada que una aficionada al anime.

Las intrincadas dinámicas que nos empujan a uno u otro nicho aún son invisibles para los científicos sociales, y además se tornan inaprensibles porque se construyen ad hoc, en función del boca a boca, y se espolean continuamente por el miedo a la exclusión social, que es la mayor fuente de ansiedad de un adolescente. Porque como señala el profesor de Biología y Matemáticas de la Universidad de Harvard Martin A. Nowak en su libro Supercooperadores: «La sociedad es un enorme tapiz de clubes, multidimensional y siempre en expansión […] La pertenencia a la misma organización se convierte en un buen motivo para que la amistad surja entre dos personas o para que se establezca un vínculo entre sus respectivas redes sociales».

Como escribió el novelista Tom Wolfe, nuestra personalidad adulta (ideas políticas incluidas) se construye en función de los aliados y opuestos sociales con los que tuvimos que lidiar de adolescentes. Añadamos a la coctelera nuestras predisposiciones genéticas (tanto para escoger nicho social como para desarrollarnos más tarde en él), y derribaremos cualquier idea romántica e individualista sobre la forja de la personalidad. Desde una perspectiva totalmente contraintuitiva, un nueva hornada de psicólogos, como Judith Rich Harris (El mito de la educación) o Steven Pinker (La tabla rasa), argumentan que el papel de los progenitores en toda esta configuración social es meramente testimonial: siempre que los padres se comporten como tal (sin producir algún tipo de menoscabo psicológico en sus hijos), los adolescentes adoptarán sus roles sociales a expensas de lo que propugnen los padres. Si los hijos se parecen a los padres, según esta tesis, no es porque la información se transmita por vía cultural, sino por vía genética. El resto forma parte de la interacción con los semejantes del adolescente. Los progenitores, en ese sentido, se han comparado con la vitamina C: su ausencia es nociva, pero su presencia apenas sirve para mantener nuestra salud y quizás prevenir un resfriado: el exceso de vitamina C, o el exceso de aspiraciones paternofiliales, sencillamente se excreta.

Para ejemplificarlo, los sociólogos Richar Urdí, Peter Bearman, Barbara Entwisle y Kathleen Harris llevaron a cabo una monstruosa investigación de 90.118 alumnos de 145 institutos de Estados Unidos, la llamada Add Health Study, que aún sigue en marcha a día de hoy. Después de cruzar todos los datos procedentes de múltiples baterías de preguntas, descubrieron que la fecha de iniciación en la actividad sexual de los adolescentes no dependía de la educación de los padres, sino del número de amigos, la edad, el género y los resultados académicos de los amigos del adolescente. Los datos ofrecían otra correlación llamativa: en los institutos donde se promovía la virginidad, si tales grupos sociales eran cerrados (no se relacionaban con alumnos o semejantes del exterior), entonces el inicio de la primera relación sexual no se retrasaba, como cabría suponer. Sin embargo, en los institutos abiertos sí que se retrasaba. La razón podría estribar en que mantener la virginidad en un contexto donde todo el mundo lo intenta por igual no resulta atractivo para un adolescente, cuya naturaleza reside en rebelarse contra la norma para experimentar cierta identidad que le favorezca socialmente, aumentando así su estatus. En un lugar abierto donde los alumnos se relacionan con otras personas que no mantienen la promesa de virginidad, la promesa puede tener efectos psicológicos beneficiosos de identidad singular por hallarse en una posición minoritaria.

O dicho de otro modo: si en una escuela de alumnos internos, por ejemplo, todos visten de uniforme, no llevar uniforme constituye una hazaña; en un instituto donde hay relación con otros institutos con sus propios uniformes o códigos indumentarios, llevar el uniforme reafirma la identidad de grupo al que se pertenece frente a los demás. Es decir, Águilas y Serpientes de Cascabel.

Para evitar que se formen nichos sociales y, en consecuencia, la ansiedad social aparejada, las instituciones escolares han puesto en práctica toda clase de estrategias infructuosas. Una de las más polémicas ha sido la obligación de vestir con uniforme. En su ingenuidad, los adultos creemos que uniformando la vestimenta de los alumnos también evitaremos que estos busquen diferencias entre ellos y generen nichos sociales excluyentes. Pero no resulta sencillo escamotear una pulsión biológica tan fuertemente arraigada en nuestro ADN, de modo que los alumnos se afanarán en buscar otros motivos para diferenciarse, por muy espurios que sean. Por ejemplo, cuando imponemos un uniforme escolar, según cuenta el filósofo de la Universidad de Toronto Jospeh Heath en su libro Rebelarse vende, los alumnos se rebelan, como lo hace irónicamente Angus Young, el veterano guitarrista de AC/DC, cada vez que toca en un concierto. El uniforme, al tornar homogénea la vestimenta de los adolescentes, imposibilita que se generen clases sociales. Los alumnos, entonces, buscarán otros signos distintivos para formar grupos. Pero, incluso con uniforme, la vestimenta ejerce determinada función, y por tanto el uniforme solo acota parcialmente la carrera armamentística de la vestimenta:

Quien quiera saber mil y una maneras de «personalizar» un uniforme de colegio solo tiene que preguntar a las chicas que lo llevan. Los puños de la blusa pueden remangarse o remeterse hacia dentro, doblarse hacia fuera o abotonarse por las buenas; las corbatas pueden llevarse sueltas o ceñidas, rectas o torcidas; los botones pueden desabrocharse en sitios estratégicos y las faldas pueden acortarse o alargarse de muchas maneras (como la clásica de enrollársela en la cintura al salir de casa por la mañana y recolocarla al volver por la tarde). Además, cuentan con los complementos, una zona gris en la estricta normativa relativa al uniforme, pero un subcontinente entero en el mundo de la ropa femenina. Existen un millón de opciones solo en cuanto a joyas, relojes y bolsos. Por si esto fuera poco, las chicas pueden llevar el pelo como quieran, cosa que plantea el consiguiente abanico de posibilidades.

El nodo contagio social

Fotografía: Sascha Kohlmann (CC)

Fotografía: Sascha Kohlmann (CC)

Esta sincronización social con los demás parece que nos convierte en individuos gregarios, carentes de personalidad, meros copiadores de normas externas, obsesionados con la imagen que ofrecemos a los demás. Esto es cierto, pero a la vez constituye nuestro mayor don. Uno de los rasgos más importantes que nos distingue de los animales es nuestra capacidad de copiar a los demás con relativa facilidad. Copiando a nuestros padres, por ejemplo, adquirimos destrezas para nuestra supervivencia, y también nos refugiamos en la sabiduría colectiva para afrontar la incertidumbre. Desde los pocos meses de vida, somos capaces de sonreír si alguien nos sonríe. Al transcurrir los años, incluso, somos incapaces de dejar de repetir canciones que se nos meten en la cabeza, o la forma de hablar de alguien con el que hemos interactuado el tiempo suficiente. Cuando mantenemos una conversación, enseguida nos sincronizamos involuntariamente con los demás.

Nuestra capacidad de imitación también es, en consecuencia, la fuente de nuestra empatía, nuestra capacidad de ponernos en la piel ajena. Incluso a la hora de proponernos un reto intelectual, tenemos en cuenta lo que opinan los demás al respecto, porque ser un lobo solitario queda bien en una canción, pero resulta profundamente gravoso en el mundo real: nuestro cerebro no se desarrolla convenientemente si no socializa, sincroniza y empatiza con los demás. La soledad es la muerte. Y la mejor forma de evitar la soledad consiste en experimentar que somos también parte de las otras personas, incluso hasta el límite de responder a una pregunta tal y como los demás esperan que lo hagamos, aunque nosotros creamos por un instante que no es así. Algo que pone en evidencia Solomon Asch en un célebre experimento consistente en mostrar tres líneas de distinta longitud a un grupo de voluntarios. En realidad, la mayoría de las personas trabajaban para Asch y debían afirmar que las líneas tenían la misma longitud. Frente a esta presión grupal, los voluntarios auténticos manifestaron que así era en un 70% de los casos, aunque era evidente que las líneas eran diferentes.

No importa si nos equivocamos si la manada nos acepta, amén de que consideramos intuitivamente que al actuar como lo hace el resto reducimos el riesgo de equivocarnos. Como manifestó el economista John Maynard Keynes, es más fácil equivocarse con la multitud que enfrentarse a la multitud y decir la verdad.

Nicholas A. Christakis, sociólogo de la Universidad de Harvard, y James H. Fowler, profesor de ciencias políticas de la Universidad de California, San Diego, inciden en este contagio social para explicar la epidemia de obesidad que asola Estados Unidos en su libro Conectados. En él han calculado que si nuestro mejor amigo engorda, nuestro riesgo de engordar se multiplica por tres. Y si los gordos no están tan cerca de nosotros, a través de las redes sociales pueden llegar a influirnos igualmente, aunque nunca los hayamos visto ni sepamos de ellos:

Si empezamos a correr regularmente para ponernos en forma, es muy posible que alguno de nuestros amigos haga lo mismo, aunque también es posible que, sencillamente, lo invitemos a venir con nosotros y acceda a acompañarnos. De igual modo, si empezamos a comer alimentos que engordan, nuestro amigo puede imitarnos; pero también puede suceder que lo invitemos a comer en restaurantes donde sirven comida alta en calorías. […] Pero la imitación no es la única forma de propagación de la obesidad. […] Por ejemplo, podríamos observar a las personas que nos rodean, ver que están engordando y esto podría cambiar nuestra idea de cuál es el tamaño corporal aceptable. El hecho de que muchas personas empiecen a engordar puede modificar nuestro punto de vista sobre lo que significa estar gordo. Lo que se contagia de persona a persona es lo que los sociólogos llaman una norma, que es una expectativa compartida de lo que resulta apropiado.

Desde esta perspectiva, resulta imposible concebir que la publicidad posea la capacidad de incidir en lo que resulta aceptable o no en todos los nichos sociales, ni siquiera en uno de ellos. Los nichos sociales se construyen a sí mismos, y de forma emergente. Nadie, individualmente, decide qué rasgos poseerá determinada cultura. No existe un dictador cultural, ni sería posible que existiera a no ser que se dividiera en diversos miembros relevantes de un nicho social determinado. Porque las regularidades culturales emanan de las relaciones entre individuos, así como de sus procesos de mimética, sincronía, empatía y, también, competición por reputación. Nadie decide poner de moda el yoyó. El yoyó se puso de moda porque un número indeterminado (e imposible de identificar) de individuos con influencia social adquirió el hábito de usar el yoyó frente a los demás, y los demás quisieron adquirir parte de esa molancia imitándoles. El chismorreo hizo el resto.

Para ilustrar este conjunto de fuerzas sociales en el tema de la delgadez de las mujeres, el psicólogo Thomas Cash, de la Universidad de Old Dominion, comprobó que las mujeres que debían autoevaluar su belleza se puntuaban más bajo tras contemplar fotografías de mujeres muy atractivas. Sin embargo, y aquí se advirtió lo más relevante, eso no ocurrió cuando las fotos venían acompañadas con nombres de marcas. Es decir, se identificaba a esas bellezas como modelos, no como iguales, las mujeres no se sentían tan intimidadas.

Es cierto que muchos individuos socialmente influyentes adoptan patrones culturales de los medios de comunicación o la publicidad, pero este proceso se produce aleatoriamente, no sistemáticamente, por ello algunas campañas publicitarias triunfan y otras no lo hacen. Por si fuera poco, muchas campañas no imponen un patrón cultural, sino que tratan de copiarlo de los individuos más influyentes para maximizarlo y proyectarlo sobre las masas. Es decir, que la publicidad, en tales casos, no prescribiría, ni siquiera describiría, el producto que trata de vender: sencillamente reflejaría la realidad de los consumidores potenciales. Ahí reside el motivo de que en el mundo del marketing exista la figura del coolhunter, un buscador de tendencias que no inventa, no impone nada, sencillamente explora qué se lleva en determinado nicho social para adaptarlo al producto comercial que trata de vender.

El universo de interacciones sociales que configuran quienes tienen el poder de influir en los demás no es tan vaporoso e inextricable como las relaciones cuánticas entre las partículas subatómicas, pero aun así distan mucho de ser visibles para los científicos sociales. Algunos han dedicado libros enteros a tratar de radiografiarlas, como es el caso de Malcolm Gladwell en La clave del éxito, donde simplifica las tipologías de individuos de cualquier nicho social en tres clases, cada una con sus propias funciones, como si se tratara de un juego de rol. En primer lugar, los maven (término que procede del yiddish que significa «el que acumula conocimientos»). Los maven son a quienes consultamos antes de comprar algo. No solo son personas que disfrutan estando a la última o conociendo los detalles de cualquier innovación, sino que también disfrutan contándoselo a todo el mundo, adoctrinando, ayudando, supervisando. En segundo lugar están los conectores: individuos que conocen a mucha gente, mantienen interacciones efímeras con muchas personas diferentes, evitando cultivar amistades largas y duraderas. Los conectores no solo son importantes por el número de personas que conocen, sino también por la clase de personas que conocen. Finalmente, en tercer lugar, existen los vendedores natos. Individuos que resultan convincentes y persuasivos de manera natural. Son algo así como hipnotizadores sociales.

Maven, conectores y vendedores natos pueden propagar cualquier idea o tendencia rápidamente por la red social, contagiándola como si fuera una gripe, hasta que adquiere resonancia social. Pero ni siquiera controlando estas tres clases de individuos, si es que eso fuera posible, podemos propagar una idea. Para que la propagación tenga lugar, la idea o tendencia que se propaga debe poseer algunos requisitos. Por ejemplo, debe tener gancho, ser llamativa por alguna razón, o fácilmente asimilable por la mayoría, entre otros muchos factores que, aún hoy, los sociólogos, psicólogos y expertos en marketing tratan de averiguar a tientas.

Ya en su visionario ensayo de 1978 Micromotivos y Macrocomportamiento, el premio Nobel de Economía Thomas C. Schelling resumía de esta manera la telaraña invisible que interrelaciona todas nuestras decisiones y opiniones:

La gente influye en otra gente y se adapta a otros individuos. Lo que las personas hacen afecta a lo que hacen otras personas […] Cuando usted se corta el cabello, cambiará, muy sutilmente, la impresión que otras personas tienen de lo largo del cabello de la gente.

Algunas de las campañas publicitarias más punteras, sabedoras del escaso impacto que tiene la publicidad convencional, han optado por tratar de manipular artificialmente la dinámica social anteriormente descrita. Por ejemplo, la marca Nike decidió obsequiar con un nuevo modelo de zapatillas deportivas a determinados afroamericanos que jugaban en las canchas de barrio en el Bronx, en Nueva York. También les pagaban una pequeña cantidad de dinero a cambio de que llevaran las zapatillas deportivas durante determinado tiempo. Finalmente, a través de mavens, conectores, vendedores natos y otros elementos de la red social que probablemente aún no hemos descubierto, las zapatillas se volvían cool entre la comunidad negra. El siguiente salto se daba desde la comunidad negra hacia la comunidad blanca más alternativa, que acostumbra a adoptar tendencias de la comunidad negra más callejera. A continuación, los blancos alternativos acababan por contaminar a los blancos normales, incluso a tiburones de Wall Street que buscan emociones fuertes en su tiempo libre, como conducir una Harley o dejarse ver en un club de raperos.

Estas estrategias también las han llevado a cabo otras marcas, al igual que antiguamente, en las obras teatrales, existía un grupo de gente remunerada para aplaudir e inducir el aplauso en el resto del público. Apple, por ejemplo, envió a un grupo de actores para hacer cola en las tiendas antes de la salida de un nuevo iPhone. Las editoriales pagan mucho dinero para aparecer en determinadas listas de los más vendidos, aunque no sea cierto. O tal y como denunciaba Naomi Klein en su libro No Logo:

Eso ya había comenzado a suceder hacia el otoño de 1998, cuando el fabricante coreano de coches Daewoo contrató dos mil estudiantes universitarios de doscientas instituciones para que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera semejante, Anheuser-Busch paga destacamentos de universitarios estadounidenses de ambos sexos para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares.

(Continúa aquí)

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¿La publicidad moldea el cuerpo de las mujeres? (II)

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Fotografía: Laura Lewis (CC)

Fotografía: Laura Lewis (CC)

O la razón de que todos queramos ser guapos, delgados y maravillosos

Continuamos explorando los nodos que parecen influir en el hecho de que las mujeres decidan ser delgadas y, por extensión, en que todos nosotros nos dejemos llevar por tendencias sociales, que iniciamos en la primera parte de este artículo.

El nodo cronológico

Cada vez hay más personas preocupadas por su cuerpo, ello resulta innegable, pero también hay cada vez más personas preocupadas por su salud mental, su salud cardiovascular, la nutrición, los problemas medioambientales, el sufrimiento animal, o incluso del final de Gran Hermano. Disponemos de más información, y de más tiempo para gestionarla, que en cualquier otro momento de la historia. Una semana del New York Times contiene más información que la media de la que disponía un ciudadano del siglo XVII en toda su vida. Como explica Matt Ridley en su libro El optimista racional, cubrir las necesidades básicas antes del siglo XX ocupaba la mayor parte del tiempo; lo cual puede ejemplificarse en una campesina malawi moderna, que usa el 35 % de su tiempo cultivando, el 33 % cocinando y limpiando, el 17 % buscando agua potable y el 5 % recogiendo leña. Es decir, solo le queda un 10 % de tiempo para hacer cualquier otra cosa. Con todo, el deseo de tunear nuestro cuerpo ha sido una constante en todas las épocas, lo cual también explica que ahora sea una preocupación de primer nivel.

Si páginas atrás hacíamos un repaso al siglo XX, podemos retroceder todavía más en el tiempo, centrándonos en personas que disponían de más tiempo y recursos de lo habitual: las clases aristocráticas. Hace ciento cincuenta años, antes de la irrupción de los medios de comunicación de masas, la gente con posibles no salía de casa sin ponerse una peluca enharinada y una espesa capa de maquillaje. Tal y como ha señalado Ulrich Renz en su libro La ciencia de la belleza:

…la parte ‘civilizada’ de la humanidad tenía que embutirse en un aparato hecho de emballenados o de barras de acero que apenas permitía respirar […] Era un rito que comenzaba durante la infancia y conseguía estrechar la caja torácica de tal manera que los órganos internos se desplazaran de sitio. Comparado con este método, la cirugía plástica parece una solución mucho más humana.

En tiempos pretéritos, el culto a la belleza no solo era un privilegio de una pequeña élite ociosa: los ritos relacionados con el cuerpo también implicaban preferir un cadáver bonito (o en sintonía con la moda vigente) a una vida larga y saludable: a pesar de las hambrunas, los bosquimanos del desierto del Kalahari usan cantidades ingentes de grasa animal para mantener el cuerpo brillante. La necesidad de proteger el pie al caminar empezó en el Neolítico, pero en la Francia del siglo XIV el zapato ya se convirtió en símbolo de linaje, medido a través de la longitud de la punta, que llegó a alcanzar los treinta centímetros. Los primeros tacones, que tantos problemas de espalda provocan en sus usuarios, datan del año 1533, y eran empleados por mujeres de la alta sociedad como señal de lujo y elegancia. Algunos tacones llegaron a sobrepasar los trece centímetros, lo que obligaba a algunas mujeres a usar bastones para guardar el equilibrio.

Ahora hay más personas, más recursos, más tiempo, más medios de comunicación, de modo que esa propensión a exhibir el aspecto más deseable se ha democratizado y se regenera cada vez a mayor velocidad, tal y como escribe el filósofo Alain de Botton en Ansiedad por el estatus:

Mientras que, a lo largo de gran parte de la historia documentada, la moda se había mantenido como mínimo durante décadas, ahora era posible identificar estilos diferentes cada año que pasaba (en la Inglaterra de 1753 el púrpura era lo que estaba en boga para las mujeres, en 1754 le llegó el turno al lino blanco con estampado rosa, y en 1755 al gris paloma).

Según la tesis doctoral La influencia de la publicidad, entre otros factores sociales, en los trastornos de la conducta alimentaria: anorexia y bulimia nerviosa, de María Victoria Carrillo Durán, profesora titular de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la UEx, en Estados Unidos el 70 % de las chicas están a régimen, y más del 95 % de las mujeres sobrevalora su cuerpo en un 25 % de su peso. En 1992, el 25 % de los norteamericanos se ha sometido a una dieta. Estas cifras se incrementan a medida que escalamos por la pirámide de Maslow.

Según esta jerarquía de necesidades humanas concebida por el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, las necesidades de cada nivel de la pirámide deben estar satisfechas antes de poder o querer subir al siguiente nivel. En la base de la pirámide se encuentra el aire, el agua, el pan y otras necesidades fisiológicas. Justo encima, las necesidades de seguridad y estabilidad. El nivel intermedio está ocupado por el amor y la pertenencia al grupo. Encima, el reconocimiento social en forma de estatus y reputación. Y en la parte más elevada se hallan las necesidades de autorrealización, que tienen que ver con el crecimiento personal y el sentimiento de sentirse realizado. Como es evidente, las modas asociadas al culto al cuerpo solo se desarrollan plenamente si todos los niveles de la pirámide están satisfechos. Esa es la razón de que la publicidad solo exista en sociedades donde la mayor parte de sus integrantes han alcanzado la cúspide de Maslow. En esta tesitura podemos competir con los demás a través de dietas, ejercicios y consumo conspicuo. Que publicidad y culto al cuerpo hayan tenido lugar al mismo tiempo, pues, no revela que uno sea causa del otro, sino que ambos necesitan un contexto determinado para desarrollarse.

Este contexto es tan poderoso que puede extenderse por toda la naturaleza. El marketing del aspecto incluso se emplea en otras especies animales, como las colas de los pavos reales o las melenas de los leones. De hecho, parece existir una correlación entre el grado de poligamia de una especie y su propensión a los ornamentos, sus cantos, sus danzas y su escenificación, lo cual sugiere un vínculo directo con el éxito reproductivo en un mundo de darwiniana selección sexual.

Si cambiamos el foco del análisis, incluso podemos afirmar que la belleza se usa para atraer a otras especies en aras de un mayor éxito reproductivo, tal y como ha señalado Ulrich Renz en La ciencia de la belleza: «La fresa también ejerce en cierto modo de objeto sexual y se presenta al transeúnte con su color rojo, provocativo y apetitoso, con el objeto de poner en circulación sus semillas».

El nodo tabla rasa

Fotografía: Corbis

Fotografía: Corbis

Hasta ahora hemos explorado el universo de las interacciones sociales y cómo de las mismas puede emerger una cultura. Sin embargo, toda interacción social también está determinada por nuestras predisposiciones biológicas. Por ejemplo, puede que encontremos casos de individuos que, debido a la tómbola genética, tiendan a copiar modelos que aparecen en los medios de comunicación. O que sencillamente estemos prestando demasiada atención a personas disfuncionales, algo no tan difícil habida cuenta de que un importante porcentaje de individuos sufre desórdenes mentales diversos. Por ejemplo, se estima que el 1 % de la población mundial padece esquizofrenia. No son muchos a nivel porcentual, pero estamos hablando de setecientos millones de personas. Por causas genéticas, «la anorexia es ocho veces más común en las personas que tienen parientes con el trastorno», explica María Victoria Carrillo Durán.

A pesar de que en el Parlamento francés se debatió un proyecto de ley que penalizaba la incitación a la anorexia con tres años de prisión y una multa de cincuenta mil euros, la anorexia no se contrae con solo verla (de hecho también hay casos de chicas invidentes que desarrollan anorexia nerviosa). Por esa razón no se han producido aumentos de casos de anorexia, y se conocen casos descritos desde la Edad Media, aunque sí hay más mujeres que confiesan padecerla o más médicos que las diagnostican. Si el 93 % de las personas que la sufren son mujeres parece estar relacionado con el tipo de cerebro que desarrolla la mujer, tal y como señala el neurólogo Dick Swaab, que dirigió durante tres décadas el Instituto Holandés de Investigaciones Cerebrales, en su libro Somos nuestro cerebro:

Todos los síntomas apuntan a que se trata de una enfermedad del hipotálamo […] Una serie de síntomas permanecen incluso después de que se recupere el peso perdido, como los trastornos de la glándula tiroides y la función de la glándula suprarrenal. […] Un último argumento a favor de la localización del proceso patológico en el hipotálamo es que todos los síntomas de la anorexia nerviosa pueden desencadenarse cuando hay un quiste, un tumor o cualquier otro defecto en el hipotálamo.

A juicio de Swaab, todo el cuadro clínico de la anorexia se puede explicar a través de una patología hipotalámica que es más frecuente en el sexo femenino y que lleva aparejados otros factores que aumentan el riesgo de padecerla. Todavía se conoce poco sobre la naturaleza de este proceso, pero se barajan diversas teorías. Por ejemplo, el factor desencadenante se produciría en el desarrollo del cerebro en el útero materno, predisponiendo al cerebro a liberar sustancias opioides durante la escasez de alimento o ayuno, activándose así el centro de recompensa bajo el cuerpo estriado. Descubrir, pues, la naturaleza de la anorexia parece estar más relacionado con un escáner cerebral que con un estudio de la historia de la moda y la presión de los medios de comunicación. Sea como fuere, los investigadores no encuentran una razón universal que explique la anorexia.

Dejando a un lado el problema de la anorexia, y centrándonos en la simple delgadez, la biología también tiene un peso específico, incluso imbricándose en las dinámicas sociales. Pongamos el caso de un niño que salta al vacío desde un quinto piso creyéndose que puede volar porque horas antes ha visto la película Superman. Si bien dicha anécdota puede adquirir el estatus de categoría gracias al poder multiplicador de los medios de comunicación, ¿sería racional evitar la emisión de películas como Superman porque un niño, dos, o diez han saltado desde un quinto piso? ¿Cómo podemos saber que dicho salto mantiene una relación de causa-efecto con la película y no estamos ante una falacia post hoc ergo propter hoc? ¿Se tienen en cuenta los desajustes químicos y emocionales? Y, sobre todo, ¿cómo saber si dicho niño presentaba un cuadro psicológico que le predisponía a confundir realidad y ficción?

Todos nosotros disponemos de una enorme capacidad de imitar y copiar a los demás, incluso a nivel inconsciente. Cuando salimos del cine posiblemente nos hemos impregnado de cierto tono emocional del protagonista, a través de nuestra afinada empatía, o hablamos un poco como él, o incluso fruncimos de esa manera tan curiosa el ceño, o amusgamos los ojos cuando miramos en lontananza, Clint Eastwood style. Sin embargo, estos contagios suelen ser efímeros. Al cabo de unos días, volvemos a ser nosotros mismos, como si nuestra personalidad fuera elástica. O buscamos otro referente para copiar durante un tiempo. La forja de la personalidad y de actitudes duraderas se produce de un modo distinto. Entre otras cosas, porque desde una temprana edad somos capaces de diferenciar realidad y ficción, y los personajes de ficción no son nuestros semejantes. Las personas que no son capaces de hacer esta distinción o son víctimas de una sobreimitación pueden sufrir una patología, como el desorden conocido como ecopraxia. La ecopraxia consiste en que el cerebro carece de un factor inhibitorio para impedir la imitación de las acciones de otros. Es un desorden que suele estar asociado al autismo, porque la distinción entre uno mismo y los demás se ha tornado ambigua.

19 Mar 2014, France --- France, 11 years old girl at home. Fashion victim. --- Image by © Philippe TURPIN/Photononstop/Corbis

Fotografía: Corbis

Si bien los niños suelen imitar más fácilmente a los demás, porque forma parte de su proceso de aprendizaje, la mayoría no sufre ecopraxia. Y mucho menos si el niño está contemplando una ficción, como Superman. Para descubrir cuán diferentes son los patrones de activación del cerebro cuando este procesa personajes reales o irreales, investigadores del Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas y del Cerebro Humano llevaron a cabo un estudio publicado en PLoS ONE en 2009 que llevaba por título «Reality = Relevance? Insights from Spontaneous Modulations of the Brain’s Default Network when Telling Apart Reality from Fiction». A los voluntarios se les expuso a tres grupos de individuos: familia y amigos (grupo de alta relevancia), gente famosa (relevancia media) y personajes de ficción (relevancia baja), mientras escudriñaban sus cerebros a través de imagen por resonancia magnética funcional (fMRI). La hipótesis de trabajo consistía en demostrar que la exposición a contextos de alto grado de relevancia producirían una activación más intensa de la corteza prefrontal media y la corteza cingulada posterior (amPFC y PCC), regiones que parecen implicadas en gran medida en el pensamiento autorreferencial y en la memoria autobiográfica. Los resultados de la investigación sugieren que la hipótesis es cierta. Al menos en cuanto a neuroimagen, amPFC y PCC se activan con más potencia frente a alguien relevante para nosotros que ante un personaje famoso, y más ante este último que ante un personaje de ficción, como Cenicienta.

O como ha escrito David DiSalvo en su libro Qué hace feliz a tu cerebro:

Estrictamente hablando, los medios no son en forma alguna la causa de ningún tipo de comportamiento humano. Decir otra cosa sería incorporar la anticuada idea, abandonado hace ya mucho tiempo, de la «mente en blanco» de nuestra naturaleza humana.

En Estados Unidos, a medida que los niños y adolescentes tienen un mayor acceso a contenidos audiovisuales violentos, con videojuegos como GTA o películas como Matrix, los índices de violencia no dejan de descender, como ha apuntado el psicólogo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro. Japón, donde el consumo de violencia mediática es aún mayor, presenta índices de violencia todavía más bajos. En consecuencia, sacar conclusiones apresuradas sobre la influencia de la publicidad en nuestros hábitos aislando algunas correlaciones resulta de todo punto erróneo, como ha señalado el profesor de Psicología de la Universidad de Virginia Eric Turkheimer en su estudio Mobiles: A Gloomy View of research into Comlex Human Traits:

Ninguna conducta compleja en seres humanos libres se debe a una serie lineal y aditiva de causas. Cualquier resultado importante, como la conducta delictiva adolescente, presenta innumerables causas interrelacionadas, cada una de las cuales tiene innumerables efectos potenciales, lo que a su vez origina una prodigiosa complejidad ambiental antes incluso de llegar a la certeza de que los efectos ambientales se codeterminan unos a otros, o de que el paquete interacciona también con los innumerables efectos de los genes.

En resumidas cuentas, excluyendo nuestro genoma, el esclarecimiento de la fuente de tal o cual comportamiento humano ya resulta endiabladamente difícil de localizar, pero si incluimos el genoma, entonces el problema queda elevado a la enésima potencia.

Los cánones de belleza, además, si bien difieren en algunos aspectos, comparten un buen número de rasgos universales, como una dermis libre de impurezas, que denota salud. También se han analizado las preferencias sexuales de diversas culturas, concluyéndose que existe una relación permanente entre caderas, cintura y torso. Y tales cánones no son arbitrarios, sino que se acogen a lo que evolutivamente se consideró signo de buena salud y fecundidad. Por ejemplo, la razón de que a los hombres les atraigan más los pechos de una mujer antes que su codo o su rodilla nada tiene que ver con la moda, sino con la selección sexual, tal y como teoriza la psicología evolutiva: aquellos antepasados que sentían predilección por los pechos grandes, que más tarde serían el alimento de la prole, se reprodujeron con más éxito que aquellos que quedaron engatusados por los codos, o sencillamente no encontraron nada especial en un pecho. Lo mismo puede aducirse al resto rasgos considerados seductores por todas las culturas. Tales cánones fueron grabados a fuego en nuestro cerebro durante nuestra larga existencia como cazadores-recolectores, como lo está nuestra predilección por los alimentos grasos (en el pasado constituyeron fuentes necesarias para la supervivencia, en un contexto de escasez calórica) o que nos riamos más frecuentemente en compañía que solos (en el pasado la sonrisa fue una suerte de lubricante social).

Estas predisposiciones biológicas también imponen que las mujeres estén más preocupadas por su delgadez, y por tanto por su belleza física, que los hombres, que deben estar más preocupados por mostrar los suficientes recursos. Estos roles evolutivos no se perpetúan necesariamente en la actualidad, y mucho menos en todos los individuos, sino que actúan como una especie de instinto primario, como el miedo al fuego. Instintivamente, las mujeres se preocupan más de su cuerpo y los hombres más de su cartera; aunque la cultura vigente pueda moldear esos instintos hasta hacerlos desaparecer. El problema es que las culturas no nacen de la nada, sino que están determinadas también por las predisposiciones biológicas de sus individuos: genes y cultura, así, se imbrican de tal modo que resulta a veces difícil determinar qué causa qué o si esa pregunta tiene sentido. Muchos expertos, ante el eterno debate nature vs nurture, sencillamente zanjan la cuestión aduciendo que una es reflejo de la otra, y viceversa. En otras palabras, nuestros instintos siempre intentarán aflorar en cualquier tipo de cultura, y dicha cultura también se organizará, en parte, en función de dichos instintos. Por eso es más frecuente que un hombre acaudalado esté acompañado de una chica joven y no a la inversa. Por eso los coches caros suelen ser comprados mayoritariamente por hombres. Por eso las mujeres dedican más horas a acicalarse. Y, como ha estudiado el catedrático de psicología social David Buss tras preguntar a 10.047 personas de treinta y siete culturas distintas en seis continentes y cinco islas que van de Alaska al territorio zulú, esta constante se produce de manera generalizada en todo el planeta.

De ello no debe deducirse que debamos apoyar o reforzar tales roles, sino que al combatirlos no solo combatimos ideas, sino genes; y también que una sociedad que no se rija mayoritariamente por esos roles debe ser necesariamente una sociedad levantada sobre basamentos anómalos. Naturalmente, esta no es la última palabra al respecto, todavía queda mucho camino en los estudios en cazadores-recolectores y los estudios transculturales, y algunos flecos de evidencia escurridiza quizá nunca queden esclarecidos (como se ha dicho antes, la sociología no es como desmotar un coche en piezas). Lo que propone Buss y otros psicólogos evolutivos, no obstante, es solo un marco de referencia biológico que no deberíamos obviar a la hora de analizar cualquier construcción social.

El nodo obesidad epidémica

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Super Size Me (2004). Imagen: ABL Augusta, Notro Films

El planteamiento de que entre publicidad y moda vigente existe una relación causal resultaría mucho más convincente si cada vez hubiera más gente delgada, más ajustada a dichos cánones de belleza. Pero no la hay. De hecho está pasando justo al contrario.

El sobrepeso y la obesidad constituyen una epidemia global. Estados Unidos, uno de los mayores promotores del 90-60-90 a través de sus superproducciones y carísimos spots, tiene la tasa más alta de obesidad en el mundo desarrollado. Desde 1980, la obesidad se ha más que doblado en todo el planeta. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), 2,6 millones de personas mueren anualmente a causa de la obesidad o el sobrepeso. La OMS define el sobrepeso como un IMC igual o superior a 25, y la obesidad como un IMC igual o superior a 30. El IMC (índice de masa corporal) se obtiene a través del peso en kilogramos dividido por el cuadrado de la talla en metros (kg/m2). Mil millones de adultos tienen sobrepeso, y más de trescientos millones son obesos. La obesidad infantil es uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI.

A pesar de que se han escrito miles de libros sobre el pecado de la gula, dicho pecado nunca se ha erradicado porque está evolutivamente conectado a nuestra supervivencia: como se ha dicho, solo los antepasados que experimentaban la necesidad de ingerir grasas y azúcares a fin de sobrevivir a los rigores de la escasez de alimentos fueron los que se reprodujeron, dejándonos en herencia genética una necesidad que ya resulta obsoleta frente a la abundancia de alimentos. Pero las hipótesis sobre la razón principal de que la obesidad haya alcanzado cotas epidémicas no dejan de multiplicarse. Probablemente ingerimos más comida basura que antes. También somos más sedentarios. También se alega que una de las causas podría ser la invención de la luz eléctrica: al desincronizarse nuestros ciclos de vigilia y sueño, que están sincronizados con la luz natural, se alteran los sistemas del cerebro que regulan el metabolismo, como si Thomas Edison fuese el equivalente a Ronald McDonald. Otros investigadores sostienen que se ha producido un profundo cambio en nuestra población de bacterias intestinales. Incluso se ha sugerido que determinados tipos de obesidad se contagian a través de un virus, concretamente los adenovirus Ad-36. Todas estas posibles razones podrían ser ciertas simultáneamente, o quizá hay detrás razones más poderosas que se mantienen ocultas en la jungla de las dinámicas sociales más sutiles, y que nos obligan a ganar kilogramos a la vez que se entroniza cada vez más la estética de calendario de taller mecánico.

De igual forma, resulta metodológicamente incorrecto aducir que son los medios de comunicación (con sus spots de alimentos cada vez más calóricos) los que persuaden a las personas de engordar. Lo único que sabemos es que existen, simplificándolo mucho, inputs mediáticos que promueven la delgadez e inputs mediáticos que promueven la comida calórica, y a su vez un incremento del número de personas con problemas de sobrepeso y obesidad. Lo que sabemos es que Barrio Sésamo debe evitar que Triki, el monstruo de las galletas, engulla las susodichas para decantarse por alimentos sanos, que no engorden, a la vez que nos lamentamos de los anuncios que fomentan la ansiedad por no exhibir las curvas de Praxíteles.

Tal vez los anuncios sobre productos calóricos o cadenas de restaurantes de comida basura son menos persuasivos que los que promueven la idea de que exhibir determinado canon de belleza incrementará tu reputación social, y sencillamente ocurre que sentimos más placer comiendo a la vez que disminuimos nuestra puntuación social que sometiéndonos a una dieta hipocalórica a la vez que sumamos puntos sociales. O tal vez las patatas fritas son tan adictivas como la marihuana, como señala un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences por parte de investigadores italianos y estadounidenses del Instituto Italiano de Tecnología de Génova en colaboración con la Universidad de California en Irvine; y, entendiendo la comida como una droga, se aclara el motivo de que la mayoría prefiera comer a ponerse a dieta. En caso de que estemos en lo cierto, ello redunda en el hecho de que la razón de nuestra conducta no estriba solamente en la posible persuasión de la publicidad, sino también en nuestra biología: ingerimos más calorías porque la tentación es muy poderosa, más poderosa que la publicidad en contra de las calorías.

Sea como fuere, de nuevo podemos pecar de simplistas si analizamos de este modo el problema. Porque habrá personas que tienen predisposición genética a sentir más placer comiendo, probablemente las mismas que tienden a volverse adictas a determinadas drogas. Habrá personas cuyo rendimiento metabólico les condene a engordar comiendo lo mismo que alguien que mantiene su Índice de Masa Corporal a raya. También habrá personas que psicológicamente necesitarán en mayor medida el refuerzo social de otras personas, y por tanto tendrán más incentivos para ponerse a dieta (sobre todo si ejercen profesiones o desempeñan roles sociales en los que el aspecto físico sea continuamente fiscalizado). Otras, sin embargo, preferirán destacar en otros aspectos y disfrutar de los placeres de las calorías vacías. Otras sentirán un placer superlativo, rayano en el masoquismo, practicando algún deporte quemagrasas o sometiéndose a los rigores de una dieta hipocalórica. En definitiva, podemos encontrar estímulos múltiples para una misma postura, y todos esos estímulos también deben tenerse en cuenta a la hora de evaluar epidemiológicamente las razones subyacentes de que cada vez haya más obesos, más delgados, más bulímicos, más sedentarios, más anoréxicos o más enfermos cardiovasculares.

La razón y la voluntad juegan un importante papel en la toma de decisiones y el ejercicio del autocontrol, pero la razón y la voluntad, además de ser permeables a las circunstancias, también dependen de nuestros genes. Por esa razón, a pesar de que disponemos de más información que nunca sobre los riesgos de determinadas conductas, estas parecen perpetuarse hasta que, no se sabe muy bien cómo, de repente desaparecen. La publicidad, si no conecta con la cultura emergente del nicho social en el que pretende incidir, también se revela ineficaz. Un buen ejemplo de ello son las campañas de educación sexual, según un informe de 2001 de Douglas Kirby («Understanding What Works and What Doesn´t in Reducing Adolescent Sexual Risk-Taking») sobre más de trescientos de estos programas. Se observó que, a grandes rasgos, tales programas no ejercieron efecto alguno en la conducta sexual o el uso de anticonceptivos, a pesar de los riesgos que suponía no hacer caso a las recomendaciones. El miedo, sencillamente, no era suficiente. En 1960, el psicólogo social Howard Levanthal realizó un experimento en el que usaba el miedo para convencer a los alumnos de Yale para que se pusieran la vacuna antitetánica. Se entregaron dos clases de folletos informativos: uno muy impactante, con siete páginas ilustradas sobre los efectos del tétanos, como las víctimas con catéteres urinarios; y otro folleto más descriptivo y sin imágenes. Los alumnos que habían recibido el folleto versión gore estaban más concienciados acerca de los peligros del tétanos. Sin embargo, a la hora de contabilizar los alumnos que finalmente acudían a vacunarse en el edificio del campus habilitado para ello, el porcentaje apenas superaba el 3 %, y no había diferencia entre los alumnos que habían leído el folleto tremendista y el folleto más formal.

Parece que se cumple aquella idea popular de que los jóvenes hacen justo lo contrario de lo que dicen los adultos, pero a la vez damos por sentado que la publicidad no la realizan los adultos o que los jóvenes son incapaces de darse cuenta de que un joven contextualizado en un spot, una campaña o un consejo cualesquiera está en realidad repitiendo lo pautado por los adultos.

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¿La publicidad moldea el cuerpo de las mujeres? (y III)

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Fotografía: stepaganini (CC)

Sacred and profane. Fotografía: stepaganini (CC)

O la razón de que todos queramos ser guapos, delgados y maravillosos

Continuamos explorando los nodos que parecen influir en el hecho de que las mujeres decidan ser delgadas y, por extensión, en que todos nosotros nos dejemos llevar por tendencias sociales, que iniciamos en la primera y segunda parte de este artículo, para concluir que sabemos mucho menos de lo que creemos acerca de lo que nos impulsa a tomar una decisión sobre otra.

El nodo democrático

Los estereotipos son atajos mentales eficaces cuando se sustentan en datos parcialmente ciertos, pero se revelan como gigantescos obstáculos si se fundan en datos incorrectos. Como no tenemos tiempo de ponderar uno a uno todos los estereotipos, finalmente apostamos por asumir que todos o la mayoría son ciertos, dado que la gente que nos rodea así lo considera también. Cuando asumimos que un estereotipo es cierto a pesar de que no lo es, se cumple el fenómeno de la profecía autocumplida. Por ejemplo, el color del pelo no influye en la inteligencia de las mujeres, pero las rubias (incluso las teñidas) obtienen un rendimiento intelectual más bajo porque ellas mismas asumen que las rubias son más tontas.

La belleza también arrastra un puñado de estereotipos que propician las profecías autocumplidas. Estadísticamente, los hombres más feos o con defectos faciales son los que dan con sus pies en la cárcel. La fealdad no tiene nada que ver con la moral, pero las personas feas se consideran más inmorales que los facialmente bellos, de modo que la gente trata de un modo diferente a los feos, y los propios feos tienen una autoimagen distorsionada de ellos mismos. Por su parte, las mujeres que se ajustan al canon de belleza vigente también reciben un trato social distinto que modifica su personalidad y su modo de conducirse por el mundo.

Como los cánones de belleza son ligeramente cambiantes y se adaptan de un modo distinto a las culturas, también tendemos, en aras de economizar nuestra energía cognitiva e integrarnos en nuestro nicho social, a considerar atractiva a una mujer por el mero hecho de que mucha gente la considera atractiva. El caso más palmario tiene lugar con las estrellas del cine o del pop, que a pesar de que en muchas ocasiones presentan una belleza objetiva similar o incluso inferior a mujeres de nuestro entorno, acaban convirtiéndose en bellezas inalcanzables, perfectas, intocadas. El mismo fenómeno tiene lugar entre los hombres triunfadores o las estrellas del rock ante la percepción de las mujeres: muchos de ellos pueden mostrar asimetría facial o baja estatura, y aun así convertirse en un Adonis por mor del juicio mayoritario.

Si se muestran fotografías de hombres a mujeres, estas puntuarán más alto en atractivo a los hombres que aparezcan con una mujer que les mire con una sonrisa en la boca. Las puntuaciones también mejoran si el hombre está casado. Si en la fotografía aparece con su pareja, la puntuación aumenta solo en el caso de que la pareja también sea atractiva. Tal y como ya sugería el psicólogo Daniel Gilbert, la opinión de otras mujeres es muy importante para una mujer que debe evaluar la conveniencia de estar con un determinado hombre: es una forma rápida y eficaz de tasar sus características, un atajo en términos de tiempo y energía.

La opinión de los semejantes influye de tal modo en la percepción de la belleza de alguien que incluso se detecta físicamente en el cerebro, como sugirió un estudio llevado a cabo por un equipo de psicólogos de la Universidad de Harvard liderado por Jamil Zeki y bajo el título «Social Influence Modulates the Neural Computation of Value», que fue publicado en Psychological Science. En el estudio, las fotografías de ciento ochenta mujeres fueron puestas en tela de juicio por parte de catorce jóvenes mientras se sometían a un escáner cerebral. En función de cómo hubieran calificado previamente otros voluntarios aquellos mismos rostros, los catorce jóvenes no solo valoraron de uno u otro modo los rostros, sino que al contemplar dichos rostros se producía un efecto definitivo en aquellas regiones cerebrales que estaban relacionadas con el concepto de recompensa. Según los propios investigadores, las mismas estructuras neuronales implicadas en la valoración de determinados asuntos, como la belleza o el buen sabor de un alimento o bebida, se ponen en funcionamiento cuando nos sentimos de acuerdo con la opinión de los demás.

Este eslabón causal, pues, influye también en el modo en que socialmente construimos la belleza, en una suerte de democracia estética. Estas diminutas interacciones sociales quedan totalmente al margen de los cánones impuestos por los mass media (si acaso los mass media propician que determinadas personas voten un tipo de belleza frente a otra).

Como se ha dicho anteriormente, existen patrones de belleza universales porque están íntimamente asociados a la supervivencia de la especie. Podríamos llamar a este tipo de belleza «belleza genética». Pero existe otra clase de belleza que podríamos llamar «belleza del pavo real», y que fue descrita por primera vez por el biólogo Amotz Zahavi. La delgadez extrema es un rasgo muy codiciado por algunas mujeres, pero ¿cuál es la razón si nunca resultó determinante para nuestros antepasados? La razón es la misma por la cual nuestros antepasados se tatuaban determinadas figuras en el cuerpo, o se ensanchaban la oreja con adminículos para tal efecto, creando orejas monstruosas. Porque esos rasgos caricaturizados también pueden estar ligados a la supervivencia por otro motivo: el mismo que provoca que un pavo real de cola hiperbólica, tan grande que incluso impide que el pavo pueda escapar de los depredadores, resulte atractiva para las hembras, hasta el punto de que tiene más éxito reproductivo que otros pavos más ágiles. Ese motivo es el estatus informativo.

Cuando un pavo real sigue vivo con una cola tan desproporcionada y llamativa está enviando el siguiente mensaje: a pesar de este lastre, consigo vivir, a pesar de que soy más lento, necesito más energía para mantenerme vivo y, en general, este peso muerto no sirve absolutamente para nada, estoy vivito y coleando (nunca mejor dicho). Esa parece ser la clave principal de la «belleza del pavo real»: no sirve para absolutamente nada. Cuando se adquiere un Porsche o un Ferrari a un precio que no se corresponde con la calidad intrínseca del vehículo, se está enviando el mismo mensaje: tengo tantos recursos que puedo permitirme llevar un coche incómodo y llamativo y no morir en el intento. Es la razón por la cual existe el Potlatch: una ceremonia llevada a cabo por los pueblos indios de la costa del Pacífico en el noroeste de Norteamérica que consiste en regalar o incluso destruir riqueza frente a los demás, para demostrar que tienes tantas cosas y eres tan generoso que ello no menoscabará tus recursos. Los bienes, pues, se cambian por prestigio.

La delgadez extrema opera al mismo nivel. No resulta un rasgo de «belleza genética», pero sí de «belleza pavo real». Al mostrarse muy delgada, la mujer está enviando inconscientemente el mensaje de que dispone del tiempo y los recursos necesarios para mantenerse delgada. Las clases de bajo nivel socioeconómico son las más obesas, razón de más para que la delgadez, cuanto mayor sea, mejor transmitirá este mensaje. Mantenerse delgado, además, es minoritario, cada vez más, así que la delgadez es propia de una élite social. Cuanto más gravoso sea mantener un handicap, más a salvo estará de los falsificadores. Este prestigio llama la atención reproductiva del hombre, que, a su vez, puede incrementar su reputación y su valor en el mercado al emparejarse con una mujer muy delgada. A lo largo de la historia, las clases pudientes siempre han querido desmarcarse de las clases medias, y las medias de las bajas, a través de aparatosas ceremonias del handicap. En la antigua Roma, por ejemplo, los plebeyos comían con las manos usando todos los dedos, y como aún no se usaban los cubiertos, las personas de mayor estatus social se desmarcaban de esa costumbre comiendo solo con tres dedos. La forma de saber si eras de buena familia consistía en no tener manchado nunca ni el anular ni el meñique.

Otrora, mantenerse gordo constituía un verdadero desafío, así que los delgados eran considerados miembros de baja estofa. Ahora, en un contexto de exceso de comida barata y calórica, la delgadez denota aristocracia. Naturalmente, si mucha gente adquiriera esta delgadez extrema, ser delgado perdería su estatus. Entonces las clases altas buscarían otro modo de distinguirse de la clase baja. Cuando contemplamos el mundo desde esta perspectiva de la «belleza de pavo real», todo adquiere un nuevo significado, en palabras de Ulrich Renz:

Para indicar un estatus pueden servir todo tipo de cargas y de incomodidades: cuellos estrechos con corbatas estranguladoras, chaquetas excesivamente ceñidas, a ser posible acompañadas (para los amantes de un handicap superior) de un chaleco y con cuarenta grados a la sombra. O bien se pueden utilizar también suelas resbaladizas, zapatos de tacón que impiden caminar correctamente y materiales delicados que deben ser, por supuesto, caros y que no pueden lavarse en la lavadora.

Lo más significativo es que los hombres de la época se pirraban por las prostitutas que no estaban encorsetadas, tanto en lo literal como en lo figurado, pues el corsé era más una afirmación del estatus y de las respetabilidad que de la belleza: entre 1830 y 1890, «el cuerpo no constreñido llegó a ser observado como símbolo de libertinaje, cuerpo holgado conducta holgada», según María Victoria Carrillo Durán. En consecuencia, la publicidad se aprovecha y refuerza la asociación delgadez/reputación, como Gucci lo hace con sus productos. La delgadez, pues, sería como vestir determinada marca muy cara. Y, al igual que las marcas muy caras se mantienen caras precisamente para espantar a las clases bajas que quieren fingir un estatus que no poseen, ello podría justificar el procedimiento antieconómico de que determinadas firmas o incluso tiendas de ropa solo dispongan de tallas por debajo de la media nacional: al lanzar ese mensaje de exclusividad, las firmas y tiendas también adquieren el estatus de las clases altas.

El nodo la publicidad describe, no prescribe

Fotografía: joiseyshowaa (CC)

Puesto de perritos calientes frente a un anuncio en Manhattan. Fotografía: joiseyshowaa (CC)

Como ya se ha referido anteriormente, la cultura es una suerte de jungla hobbesiana con mimbres darwinianos en la que solo sobreviven los mejores (o los que resaltan más sin perder el respaldo del nicho social parejo). El problema es que no existe ningún baremo para determinar qué rasgos comparten las mejores culturas entendidas como las que mejor se adaptan o las que mejor anidan en los cerebros. También, como sucede en el reino animal, algunos rasgos culturales prosperan mejor en determinados ámbitos que otros a niveles infinitesimales. Actualmente, la ingeniería del marketing puede dirigirse a un segmento de edad, a un sexo, a una clase social. Pero todas esas divisiones son toscas y funcionan como un diagrama de Venn que ni siquiera parece un arabesco, sino un garabato. Si bien es cierto que algunas modas o tendencias parecen penetrar transversalmente en la mayoría de nichos sociales, muchas se quedan en la superficie; y otras sencillamente se conocen, pero de ello no se deduce que persuadan a la gente a ejecutar determinada acción: ponerse a dieta o comprar determinado producto dietético, por ejemplo.

Posiblemente un Blockbuster de Hollywood como Star Wars se conoce hasta en la aldea más remota del mundo, y las canciones del verano, como buenos earworm, raramente son ignoradas por los habitantes de un determinado país. Pero saber una cosa no significa que vayamos a actuar en consecuencia. Muchos tararean la canción del verano a la vez que la odian. Todo el mundo conoce los efectos perjudiciales de fumar, pero la gente continúa fumando. Millones de personas pueden convertir en viral un spot de televisión, pero la mayoría ni siquiera recordará qué se anunciaba; y si lo recuerda, no lo comprará. Y es que a lo máximo que puede aspirar la publicidad es a ejercer una función descriptiva: nos informa acerca de las características de un producto, y de lo felices que seremos si lo adquirimos. Sin embargo, el consumidor no se gastará su dinero si el producto queda fuera de sus intereses. Un ejemplo extremo: imaginemos que sometemos a un grupo de hombres a una batería de anuncios publicitarios sumamente persuasivos sobre las bondades de usar determinado lápiz de labios. Es probable que ninguno de esos hombres adquiera el lápiz de labios, aunque no pueda evitar, por ejemplo, canturrear la canción que sonaba en uno de los spots.

Si la publicidad está teledirigida a determinados segmentos es porque la publicidad, per se, no resulta persuasiva: en primera instancia pretende reflejar los ya formados estereotipos del segmento al que se dirige, o al menos encajar de algún modo su nueva propuesta en una realidad preexistente.

Con todo, el mensaje publicitario no solo debe conectar con las presuntas necesidades del consumidor, con los anhelos y ambiciones propias (y cambiantes) del segmento social al que pertenece. La publicidad también debe competir consigo misma. De hecho, muchos publicistas aceptan que su objetivo no es tanto crear nuevas necesidades o deseos en el consumidor, sino robarle clientes a la competencia directa. Sobre todo en los casos en los que un producto sufre un decremento de la demanda global. Por ejemplo, desde la década de 1980, en Estados Unidos se vende cada vez menos cerveza. Por esa razón es uno de los sectores con el presupuesto publicitario más alto: cada vez hay menos consumidores y las marcas se los disputan. La publicidad, entonces, puede obrar como un seductor de consumidores ya convencidos, que simplemente se decantan por una marca u otra, tal y como explica el Joseph Heath en Rebelarse vende:

La publicidad no es inocua, y probablemente influya en nuestra mentalidad y nuestros hábitos de consumo. Sin embargo, tiene menos que ver con el lavado de cerebro que con la seducción. Así como una buena técnica de seducción se basa en la idea de una relación sexual, la publicidad se basa en necesidades y deseos que ya existen. No se puede seducir a una persona a la que no le interese el sexo, y no se puede vender un blanqueador dental a una persona que no dé importancia a su aspecto físico.

Fijémonos, por ejemplo, en la publicidad dirigida a los niños (o más concretamente a los que los publicistas llaman tweens, niños entre los seis y los doce años), por ser el segmento probablemente más permeable a los mensajes publicitarios. Las compañías estadounidenses gastan un total de 15 000 millones de dólares al año en campañas de publicidad y marketing dirigidas a la infancia, porque ellos pasan 3,5 horas diarias delante de la televisión, recibiendo así 40 000 anuncios al año, según detalla la economista y socióloga Juliet B. Schor en Nacidos para comprar: los nuevos consumidores infantiles.

Frente a tamaño caudal de inputs, el niño no puede prestar atención a todos, ni siquiera le interesan todos, y tampoco es capaz de convencer a sus padres para que sacien todos sus caprichos. De modo que el niño escoge, discrimina, impone órdenes de prelación, se informa de lo que han comprado sus amigos y un largo etcétera que dista mucho de la posición de sumisión expresa que parece derivarse de la ingeniería publicitaria. Los niños conocen cientos de marcas, pero solo deciden comprar un puñado de ellas. La publicidad, como cualquier otro organismo biológico, debe adaptarse, sobrevivir a los depredadores y hallar huéspedes donde anidar y reproducirse. La publicidad es, por tanto, descriptiva, y también está sometida a los rigores de la supervivencia. La única publicidad persuasiva es la que, en efecto, parece persuadir, y ella es solo una ínfima minoría.

Ciñéndonos al tema de intervenir artificialmente en el canon de belleza, muchos consumidores están informados de que ser delgado resulta más ventajoso socialmente que no estarlo, pero de ello no se deduce que la gente decida adelgazar. Las cifras de consumo infantil en Estados Unidos son mucho más elevadas que en cualquier parte del mundo, tal y como señala Schor: los estadounidenses conforman solo el 4,5 % de la población mundial, pero los niños estadounidenses consumen el 45% de la producción global de juguetes. Si la publicidad jugara un papel importante aquí, los estadounidenses deberían ser los que más publicidad reciben del mundo, con diferencia; pero a la vez también deberíamos encajar en dicha suposición por qué los niños estadounidenses son los que más sobrepeso sufren de todo el mundo. ¿La razón es que reciben más anuncios de comida basura? ¿Por qué las imágenes sobre delgadez no contrarrestan el efecto? ¿El hecho de que los niños estadounidenses compren más que los europeos tiene que ver con el hecho de que el 18% de los gases responsables del calentamiento global del mundo se emitan en Estados Unidos, frente al 13% que emite la Unión Europea, siendo los estadounidenses 300 millones individuos y los de la UE 500 millones? ¿O quizás tiene algo que ver que en Estados Unidos se asocie el dinero al esfuerzo individual y menos al azar o a condiciones favorables de partida? ¿O que los europeos prefieran más tiempo libre a mayor renta, al contrario que los estadounidenses? ¿Cómo influyen las bases históricas sobre las que se han levantado estas políticas? La retahíla de preguntas y contradicciones es tan extensa que la línea que discurre entre la publicidad y la forma del cuerpo de una mujer no puede ser recta y definida.

El primer intelectual que difundió la idea de que la publicidad emplea técnicas psicológicas eficaces para empujar al consumo quizá sea el sociólogo estadounidense Vance Packard en su libro Las formas ocultas de la propaganda, publicado en 1957. Desde entonces, a medida que nuestra comprensión del funcionamiento del cerebro ha ido creciendo, no han aparecido más estudios rigurosos que sugieran que la publicidad sea capaz de manipular las necesidades de los consumidores. En algunas circunstancias, la publicidad parece establecer una correlación entre anuncio-venta. El problema es que no se conocen tales circunstancias. De conocerse, la actividad más lucrativa no sería la Bolsa o el ladrillo: bastaría con invertir un billón de dólares en publicidad para recoger posteriormente el doble o el triple de lo invertido.

El nodo nadie sabe nada

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Error 404 – Advert not found. Fotografía: id-iom (CC)

Al exceso de crédito que otorgamos a la capacidad de las ciencias sociales de explicar comportamientos complejos, se le suma nuestra tendencia a sobreestimar lo bien que nos conocemos a nosotros mismos, o el grado de control volitivo que ejercemos sobre nuestras decisiones, en contraposición al resto de personas. Como sucede cuando se pregunta a los conductores si se consideran por encima de la media y la mayoría responde que sí (una contradicción en sí misma), el efecto Wobegon (la tendencia a sobrestimar nuestras capacidades y subestimar las capacidades ajenas) también tiene lugar cuando se nos pregunta acerca del poder de la publicidad: a nosotros no nos engañan, pero sí observamos que los demás se dejan llevar en exceso por las modas y los cánones de belleza vigentes. En otras palabras: el mundo está lleno de tontos que imitan lo que emite la televisión, pero no es nuestro caso.

De igual forma, los profesionales de cualquier actividad también exageran sus competencias, haciendo cierta aquella célebre sentencia de George Bernard Shaw: «todas las profesiones son conspiraciones contra los legos». Eso incluye a los expertos en marketing. En un estudio que llevaron a cabo Paul J. H. Schoemaker y J. Edward Russo, en el que entregó a un grupo de ejecutivos un cuestionario para esclarecer cuánto sabían sobre sus respectivas actividades, los gerentes del sector publicitario ofrecieron respuestas de las que el 90% estaba seguro de que eran correctas; pero el 61% de las respuestas fueron erróneas. Tras realizar pruebas a más de dos mil personas, concluyeron que el 99% de los profesionales sobrevaloraba su éxito.

Sobre la influencia de la publicidad en los trastornos de la alimentación, por ejemplo, cuanto más antiguas son las fuentes bibliográficas consultadas, más se tiende a ofrecer una causa determinada. No obstante, a medida que aumenta nuestra comprensión de la naturaleza humana, también lo hace la complejidad de las razones que la configuran, tal y como señala María Victoria Carrillo Durán: «en la mayoría de textos y bibliografía sobre este tema ya aparece la anorexia y otros trastornos como una enfermedad causada por múltiples factores, que se pueden resumir en factores individuales, biológicos y psicológicos, familiares y culturales.»

En aras de maquillar las deficiencias del marketing, de la que no solo viven muchos profesionales, sino que sustenta económicamente, a través de publicidad y patrocinios, la mayoría de los medios de comunicación, se acumulan datos, se inventan fórmulas, se aplican métricas, se crean sistemas, convirtiendo en ciencia incluso lo que no puede someterse a los rigores del método científico. Todo jalonado de términos grandilocuentes, retórica que suena bien pero que tiene un significado ambiguo, percepción de pautas inexistentes, tendencia a buscar la confirmación más que la refutación y continuas confusiones entre correlación y causalidad. La falta de modestia epistemológica, el estudio de cómo sabemos lo que sabemos, nos conduce a olvidar con demasiada frecuencia que casi todo lo que pensamos o creemos no es susceptible de análisis consciente. Y si no somos capaces de entendernos a nosotros mismos, mucho menos estamos preparados para entender las motivaciones ajenas, llegando al fondo de las circunstancias, allá donde cualquier acto se produce por una sucesión de fichas de dominó desplomándose secuencialmente. O como resume David Brooks en El animal social: «No es posible entender ningún episodio aislado de su sitio en el flujo histórico: la infinidad de acontecimientos anteriores, causas diminutas y circunstancias que le afectan de maneras visibles e invisibles.» Solo podemos vislumbrarlo, y con vislumbrarlo no es suficiente. No al menos para pronunciar juicios categóricos.

Y eso concierne también al presente texto, que solo constituye una borrosa aproximación a la naturaleza del ser humano, como si contempláramos la intrincada y precisa danza mecánica de un reloj suizo a través de unos ojos que sufren cataratas y presbicia.

Epílogo: ¿cuál es el nodo más débil?

Fotografía: green kozi (CC)

Fotografía: green kozi (CC)

Es casi imposible señalar el comienzo de una moda. Para cuando empieza a reconocerse como tal, sus orígenes se pierden en el pasado, y tratar de localizarlos es exponencialmente más difícil que, pongamos por caso, buscar las fuentes del Nilo. En primer lugar, probablemente haya más de una fuente. En segundo lugar, estás tratando con la conducta humana; Speke y Burton solo tuvieron que enfrentarse a cocodrilos, rápidos y la mosca tsetsé. En tercer lugar, sabemos algunas cosas sobre los ríos (por ejemplo, que fluyen cuesta abajo), pero las modas parecen brotar creciditas de la nada y sin ningún motivo aparente. Vean si no el caso del puenting. O el de las lámparas de Java. (Oveja mansa, Connie Willis)

Imaginemos que pretendemos cambiar el canon de belleza vigente, evitar que las personas sigan obsesionadas con su cuerpo, en general, y con adelgazar, en particular. ¿Qué eslabón de los anteriormente mencionados es el más fácil de romper? ¿Cuál originaría un cambio más profundo? ¿Hacia qué dirección debemos invertir nuestros esfuerzos? ¿Tal vez solo nos deberíamos rodear de personas que no le otorguen tanta importancia al físico? ¿Debemos, en fin, acogernos al camino gandhiano de la resistencia pasiva? ¿Resistirnos numantinamente a la colonización ideológica como el poblado de Astérix? ¿Imbuirnos en el estoicismo senequista?

Habida cuenta de que parece que muchos nodos retroalimentan a otros, parece de todo punto ineficaz neutralizar uno, y abarcar todos los nodos se nos antoja una empresa en exceso ambiciosa. Acaso una solución delirante, aunque plausible, pasaría por diseñar una píldora para adelgazar totalmente efectiva. Como se ha dicho antes, si todo el mundo adquiere el estatus aparejado a la delgadez, ser delgado ya no constituirá un objetivo prioritario. Tal vez porque si elimináramos la presión social hacia el culto al cuerpo, la epidemia de obesidad todavía sería más preocupante. Quién sabe. Los efectos colaterales de cualquier pequeño cambio son impredecibles, como la mariposa que aletea en la otra parte del mundo y origina un huracán sobre nuestras narices. En definitiva, ¿de qué hilo deberíamos tirar sin miedo de que se produzca una serie de catastróficas desdichas?

Lo que parece evidente es que obligar a los anunciantes a vender algo que la gente no quiere comprar no es el camino más inteligente. Además, la gente enseguida identifica cualquier sermón disfrazado de proclama cool. Los niños no comerán más verduras porque Triki, el monstruo de las galletas, lo haga: si Triki tiene la capacidad de empujar a los niños a comer más galletas será, en cualquier caso, porque las galletas también resultan más atractivas al paladar del niño. Las tremebundas advertencias que se pusieron en las cajetillas de tabaco de medio mundo, con estampas muy gráficas de lo que podría pasar a quien mantuviera el hábito de fumar, no redujo el consumo de tabaco: irónicamente, el consumo se ha desplomado en los países en los que se ha hecho más incómodo fumar: mayores impuestos y prohibición en lugares públicos (con todo, como hemos advertido anteriormente, esto es solo una correlación, y quizá estamos pasando por alto otro factor invisible).

En el extraordinario relato de ciencia ficción de Ted Chiang, ¿Te gusta lo que ves?, incluido en la antología La historia de tu vida, se propone una droga que altera nuestra percepción de la belleza. Tras la intervención, que incide en el nodo biológico de nuestra relación amor/odio con la belleza, las personas se vuelven incapaces de determinar quién es guapo y quién es feo. Todo el mundo parece igual. Lo que permite a la gente evaluar a los demás en función de otros motivos, acaso menos superficiales. La maestría del cuento de Chiang radica en que logra convencernos de que juzgar a los demás por otros motivos parece igualmente injusto. Es decir, discriminar a una mujer obesa no es deseable, pero tampoco lo es discriminar a un hombre calvo, pobre o de voz aflautada. De hecho, Chiang logra cambiar la polaridad de nuestra opinión en diversas ocasiones a lo largo del cuento. Y al final ya no sabemos qué pensar.

En la medida de mis posibilidades, he aspirado a que este texto induzca la misma sensación: ya no sé qué pensar. Pero, sobre todo, he aspirado a convencer al lector de todo lo que, bajo ningún concepto, debe seguir pensando.

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Una feminazi en el Quijote

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La pastora Marcela. Imagen: DP.

La pastora Marcela. Imagen: DP.

El Quijote presenta un papel de la mujer muy distinto al estereotipo existente en la literatura hasta entonces; en primer lugar, por la evidente confrontación entre lo real y lo ideal que inunda toda la obra y sus personajes y cuyo paradigma femenino es Dulcinea; en segundo lugar, porque, si bien no todos sus personajes femeninos son transgresores, les da voz propia, en algunos casos mediante un discurso realmente subversivo para la época —e incluso para el momento actual—, como en el caso de la pastora Marcela.

La historia de «aquella endiablada moza de Marcela» se narra en los capítulos XII, XIII y XIV de la primera parte del Quijote. En este relato intercalado a modo de novela pastoril, Cervantes nos da a conocer a una doncella exageradamente hermosa que vive en libertad, rodeada de ávidos pretendientes y que defiende sus principios y fines sin la necesidad del amparo, ni de cualquier otro favor, de varón alguno.

Primero nos presenta la versión de los pastores que relatan el suicidio de Grisóstomo como consecuencia del rechazo de Marcela, una joven heredera que niega el matrimonio a todos aquellos que se lo proponen y se echa al monte a ejercer de pastora, que es lo que le hace sentirse realizada, como se decía hasta no hace mucho. Cuentan estas lenguas que la moza no solo es el epítome de la belleza, sino que es maja y da cuartelillo, como no sé si se dice ya, y palique a todo el que se acerca y los trata cortés y amigablemente hasta que quieren tema, como estoy casi segura de que se sigue diciendo, y ella corta por lo sano o, siendo más rigurosa, «los arroja de sí como con un trabuco», como dice Pedro, que es el pastor que cuenta esto propiamente en el Quijote. Queda claro, pues, que Marcela sabe decir «no» y los pretendientes son capaces de entenderlo, pero no de comprenderlo, y así va dejando un rastro de despecho y una víctima mortal. Las intervenciones elegiacas de los presentes van componiendo una suerte de juicio para determinar la culpabilidad de la presunta homicida.

Después conocemos el punto de vista de Marcela, que irrumpe en el entierro de Grisóstomo pronunciando un elocuente alegato que inicia con las siguientes palabras:

Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo».

Continúa Marcela pronunciando su personal «qué delito cometí», como decía aquel, que va tornando en desdén hacia sus detractores y culmina con una categórica declaración de independencia: «tengo libre condición, y no gusto de sujetarme». Así escenifica nuestra pastorcilla un «zasca», como se dice ahora, poniendo los puntos sobre las íes.

El episodio termina con la intervención de don Quijote dictando sentencia a favor de la inocencia de Marcela y amenazando con su espada a todo aquel que pretendiera seguirla.

No es el único personaje femenino que Cervantes traza con tanto arrojo y determinación. Son muchas las mujeres de su universo literario las que se caracterizan por la fuerza —no solo de espíritu, sino también física, como es el caso de la Dulcinea real, según relata Sancho—, la defensa de su libre albedrío, las inquietudes intelectuales y la inteligencia —que adorna particularmente a Dorotea— y también por su fealdad, sus vicios y sus defectos, como no podía ser de otra forma, porque Cervantes habla de mujeres reales mucho más allá de la talla 44.

Definir como feminista la visión de Cervantes es una cuestión espinosa, ya que la lectura extemporánea y subjetiva puede ofrecer distintas interpretaciones de las intenciones del autor, que podrían estar determinadas por aspectos coyunturales y personales, entre los cuales hay uno que no deberíamos olvidar: que don Miguel era un cachondo —en el sentido actual y festivo de la palabra, no en el venéreo— y que sus coetáneos podían ver, más que una reivindicación, una quijotada en las pretensiones de Marcela y en la inutilidad del papel protector que se otorga don Quijote ante una dama autosuficiente.

Con independencia de las lecturas que en siglos posteriores pudiesen tener algunos aspectos de su obra, que sobrepasan su primera intención —ridiculizar los libros de caballerías—, el espíritu progresista de Cervantes frente al oscurantismo medieval es una evidencia y la mujer es un elemento con voz propia en esa visión revolucionaria.

El abanico de retratos femeninos que pueblan la obra cervantina, además de romper con los prototipos anteriores, siguen vigentes en la actualidad. Para la mujer el matrimonio sigue siendo una imposición en algunas partes del mundo y en nuestra sociedad moderna y occidental se reproducen escenas que evocan la parodia pastoril que nos traemos entre manos. Cualquier Marcela actual que afirme, a voz en grito y alzándose entre dos rocas, que los hombres le son prescindibles podría ser acusada de «feminazi», como dicen algunos y algunas, al igual que aquella era llamada «basilisco». Un pollaherida de hoy en día, ante el desdén de lo que más desea en esta vida, bien pudiera, a semejanza de aquellos pretendientes rechazados, enflaquecer la razón y «rayarse mazo», como quizás diría el propio Cervantes si levantara la cabeza y tuviera la oportunidad de dejar testimonio, en boca de alguno de sus personajes, de la lengua popular para inmortalizarla cuatrocientos años y los que viniesen.

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Cuadros de costumbres

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Fotografía tomada por Lady Clementina Hawarden, ca. 1860 (DP).

Una mujer fotografía la espalda de su hijo tras dejarlo en la cuna. Ya está imaginando cómo expondrá su material en la galería, y sigue retratando: «La taza de café cubierta de sedimento, el interior del retrete, la montaña de ropa sucia vista desde dentro afuera, un montón de verduras esparcidas entre otras peladuras, las sábanas arrugadas, su propia vagina, un puñado de condones en una caja dispuestos al azar, la ventana sucia, un montón de tierra con semillas vegetales enterradas, un cajón lleno de cachivaches del trajín cotidiano». Sigue con su tarea, pero el bebé se despierta llorando. Se acerca a él con la cámara y su hijo deja de llorar. A partir de ese momento, la fotógrafa ya no mira a su hijo directamente, sino a través de la cámara: es material de su próxima exposición.

El relato en el que aparece la fotógrafa es de Rosellen Brown, titulado «El buen gobierno de la casa». La mujer había decidido mirar a su hijo como objeto de trabajo, y eso la aleja de lo maternal, según una opinión ajena que llevan consigo todas las madres. Si repasas el listado de todo cuanto fotografía, te das cuenta de cómo la mujer se adapta al medio: aquello que tiene a su alcance es aquello de lo que decidirá hablar. Durante años de historia, con la literatura fue igual —a ratos narraban aquello que vivían y conocían (lo doméstico) y a ratos, aquello que leían (salvando los filtros sociales)—. De ahí que el costumbrismo y las emociones estén eternamente vinculadas a lo femenino, cuando se trata de arte; y cuando no, también.

Antes de la mujer y de Rosellen Brown, hubo otras mujeres que decidieron fotografiar todo cuanto tenían a su alcance, pero con vocación de artistas. Entre ellas, pionera, Lady Clementina Hawarden, una de las primeras fotógrafas mujeres olvidadas —como no podía ser de otro modo—. Lady Clementina hablaba de cuadros de costumbres porque era fotógrafa amateur, aunque su intención no era quedarse en lo superficial, sino ahondar y profundizar en la fotografía como arte y, por tanto, teniéndose a sí misma por artista. Pero ¿qué iban a fotografiar las burguesas victorianas de 1857? Sus casas, sus hijos, sus vidas domésticas, sus cuartos. ¿Con qué luz iban a jugar? Con las que entraban por sus ventanas, apartando las cortinas.

Autoexploración familiar

La mayoría de las mujeres de la época se acercaron a la fotografía como medio para comunicarse con ese mundo exterior al que tenían poco acceso, o uno limitado al menos, y para tomar ciertas riendas. Muchas de ellas lo vivieron como una autoexploración familiar, en la mayoría de casos se tenían los conocimientos básicos para hacer tarjetas y álbumes de los hijos y los parientes. No dejaba de ser el testimonio de un estatus y una exposición social —bastante parecido a lo que es la fotografía amateur de hoy—, otra manera de llevar un diario de la vida que se tuvo, de la que uno querría recordarlo todo, de cómo los hijos crecieron. La aristocracia victoriana vivía entretenida con aquellas máquinas pesadas y poco prácticas, y era de lo más habitual que hombres y mujeres exploraran aquel campo poco conocido. Era signo de glamour, una modernidad, y ningún aristócrata quería quedarse atrás.

Pero, como en otras artes, pronto se demostró que la fotografía podía ser algo más que puro divertimento, y es entonces cuando se enfrentan discretamente con los fotógrafos profesionales. Los amateurs que fotografiaban sin vocación, las amateurs que aprovechaban para retratar a sus familias, se dividieron en dos: los que querían dejar constancia de lo suyo, y los que intentaron transmitir con la fotografía. Entre ellos, Lewis Carroll, por ejemplo, que acabó vendiendo sus fotografías como objetos de valor, e incluso comprando alguna de Hawarden. Lady Clementina, en cambio, no quiso nunca vender sus fotos, aunque después las expusiera e incluso se ganara el reconocimiento de sus colegas con ellas. Su libertad técnica y su falta de formación —académica, masculina— la hicieron trabajar lejos del encorsetamiento de la sociedad y de la profesionalidad.

En la época las mujeres estaban idealizadas, eran consideradas espiritualmente superiores, con un halo de magia que las elevaba pero también las volvía inútiles, sobre todo si no pertenecían a las altas esferas, y aun así. Por eso quedaron recluidas en sus casas, con sus familias, preciosas jaulas de oro que los hombres habían construido muy amablemente para ellas. No es de extrañar, entonces, que todas ellas, incluida Lady Clementina y su visión liberal del mundo, acabaran retratando lo mismo aunque de distinto modo. Lejos de estancarse en una manera de fotografiar, introdujeron en la historia de la fotografía el género doméstico y el retrato.

La fotografía y la mujer

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Fotografía tomada por Lady Clementina Hawarden (DP).

Friederike Wilhelmine Von Wunsch, Elizabeth Fulhame, Anna Atkins, Lady Eastlake. Todas ellas, artistas ninguneadas y olvidadas, fueron fotógrafas que contribuyeron con su visión particular del retrato y la fotografía amateur a que la historia se ampliara. Hasta entonces, para retratar a la familia y a los hijos se necesitaba un don: el de la pintura. Pero la fotografía ofrecía la oportunidad de hacerlo sin ningún talento, puesto que las máquinas hacían el trabajo que hasta entonces era exclusivo de los pintores. Las mujeres tomaron su breve formación y se lanzaron al arte sin mayores pretensiones: podían construir un relato de sí mismas gracias a la fotografía, plasmar sus vidas, el día a día, todo aquello que pasaba de espaldas a la sociedad masculina —lo doméstico—. Igual que las escasas pintoras conocidas de la época, las mujeres fotógrafas no tenían mucho que fotografiar o pintar, pero aquel ambiente que era puramente femenino, de algún modo vetado a los hombres, jugó a su favor: el terreno que tenían a su alcance, un terreno costumbrista y emocional, estaba complemente virgen en el arte. Paisajes, guerras, retratos… todo había sido explorado por el hombre, salvo la vida íntima de las mujeres, la complicidad con los hijos. Gracias a ello, las mujeres pudieron jugar con sus escenarios vírgenes. Lady Clementina trabajó con las ventanas y con los espejos de un modo íntimo y romántico, y utilizaba como modelos a sus hijas adolescentes, que posaban como no lo harían ante los hombres: en la más absoluta cotidianidad.

La estética clásica de las fotografías domésticas de las mujeres de la época vinieron acompañadas de tres aliados: el colodión húmedo (un nuevo procedimiento para revelar), la albúmina (tipo de copia positiva más utilizada en la época) y la estereoscópica (por primera vez, imágenes tridimensionales), que ayudó a dar profundidad en el nuevo género. La corona británica apoyó en todo momento a las mujeres fotógrafas, así que con estos nuevos procedimientos y la posibilidad de crear arte, quedaron absorbidas por su nueva afición.

Lady Clementina Hawarden

Hija de Catalina Paulina Alessandro —de origen español y de belleza exótica— y el almirante Charles Elphinistone-Fleming —un héroe marítimo—, Clad, como la llaman, crece como crecen las niñas de las familias acomodadas: buena educación y distinción, sin mayores complicaciones. La vida de Lady Clementina no se ve alterada hasta que su padre muere demasiado pronto, sumiendo a su familia en una crisis financiera. Aun así, la madre quiso mandar a sus hijas a Roma para que estudiaran un año. Los problemas económicos, de todos modos, no mejoraron hasta que Lady Clementina se casó con Cornwalles Maude, futuro cuarto vizconde de Hawarden y primer barón de Montalt. Es a partir de entonces cuando Lady Clementina puede volver a la realidad de las vidas acomodadas, y dar un paso adelante.

A pesar del descontento por parte de su familia política, el matrimonio no tuvo otra razón para casarse que el amor que sentían uno por el otro. Antes de que Lady Clementina diera muestras de su creatividad y su modo de ver el mundo, empezó a dar señales de la mujer que podría haber sido de no haber muerto, como su padre, tempranamente. Cornwalles y Clementina tuvieron diez hijos, y, para sorpresa de todos y en contra de lo que dictaba su condición social, Lady Clementina quiso ocuparse de todos ellos personalmente. La mujer quedaba recluida en la casa, pero las de buena familia convivían con las sirvientas, que hacían un poco más amable la carga pesada de la familia y la casa. Lady Clementina se modernizó, aunque para ello debiera esclavizarse más de lo que su estatus le exigía.

En 1856, su marido heredó unas tierras, de modo que la economía volvió a cambiar a mejor, y es un año más tarde cuando Lady Clementina, mujer valiente, se aficiona a la fotografía. Es entonces cuando empieza a mostrar en sus fotografías, sin aparecer jamás como modelo, las vistas de su casa, sus nuevas tierras, escenas cotidianas del día a día.

La familia Hawarden se instala poco tiempo después en Londres, y Lady Clementina conocerá y creará lazos con personas que la ayudarán a madurar la temática de su fotografía. La nueva residencia volverá a ser el marco de su arte, la única temática que explorará a fondo. Clementina participó en una exposición, y las fotografías que allí expuso dieron cuenta de la importancia que tuvo la incorporación de las mujeres para el género doméstico. Clad, además, juega con las ventanas y las cortinas, de modo que la luz que refleja en sus imágenes es una luz original. Pese a ser una fotógrafa amateur y que como inspiración tiene poco a su alcance, Clementina tiene un sentido de la estética muy parecido al teatro, y crea y recrea situaciones simbólicas y composiciones y decoraciones que la diferencian de todas las demás fotografías que se exponen.

Charles T. Thompson ayudó a Lady Clementina a exponer en la Sociedad Fotográfica de Londres, y allí no solo se llevó el reconocimiento de sus compañeros como artista amateur, sino que ganó una medalla de plata por su trabajo: fue la única mujer que lo logró. La vida creativa de la señora Hawarden estaba a punto de acabar, porque un mes más tarde moriría sin mayor reconocimiento que la medalla. Años después, y gracias a su nieta Lady Clementina Tottenham, su obra se expuso en el Victoria and Albert Museum. Donó las setecientas tsetenta y cinco imágenes que se conservaban de su abuela. Una de las imágenes de «Masterpieces of Victorian Photography», titulada The Toilet, era atribuida a Oscar G. Rejlander, pero era de Clad. Era una de las cinco imágenes que Lewis Carroll había comprado.

Las fotografías de Lady Clementina, pese a tratar la vida doméstica, usar sus hijas como modelos y decorar ella misma los escenarios, no era en absoluto naíf —palabra que eternamente está asociada a la cursilería y, por tanto, a lo femenino. Hay algo más profundo. La luz, los espejos, el semblante de las niñas, la puesta en escena teatral, los vestidos pesados, las miradas; las habitaciones vacías, los claroscuros, las parejas o el modo de doblar las escenas gracias a los espejos y los cristales: todo hace pensar que no hay nada casual en el arte de una mujer que ni siquiera nos ha dado tiempo a olvidar, porque nunca nos la presentaron como merecía.  

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Fotografía tomada por Lady Clementina Hawarden (DP).

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Las mujeres de la Luna: Kalpana Chawla

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Cráteres de la Luna bautizados, entre otros, con los nombres de Kalpana Chawla y Laurel Blair Salton Clark. Imagen: Next Door Publishers.

Sea lo que creas, hazlo, simplemente persigue tus sueños. (Kalpana Chawla,1962-2003)

Este ítem casi no merece mención, pero lo hago para que no se sorprendan por la pregunta de algún periodista. Durante el ascenso, aproximadamente a los ochenta segundos, un análisis fotográfico indica que algunos escombros del punto de anclaje bípode al tanque exterior impactaron el ala izquierda. Los expertos han revisado la fotografía de alta velocidad y no hay razón para preocuparse por daño al RCC [reinforced carbon panels] o a las losetas cerámicas. Hemos observado el mismo fenómeno en varios otros vuelos y no hay absolutamente nada de que preocuparse para la reentrada. (Mensaje del 23 de enero de 2003, del director de vuelo Steve Stich al comandante Rick Husband del Columbia)

La misión STS 107 del transbordador Columbia despegó desde el centro espacial Kennedy, en la Florida, el 16 de enero del 2003. Era la vigesimoctava vez que el Columbia volaba, su vuelo inaugural STS 1 fue el 12 de abril de 1981. Más tarde, con el Columbia ya en órbita, el análisis rutinario de una cámara de monitoreo mostró que, a los ochenta y dos segundos del despegue, a una altura de 20 km y una velocidad de casi 1 km por segundo, un trozo de espuma aislante del tamaño de un maletín, utilizada para evitar la formación de hielo en el exterior del tanque principal de combustible (que contiene hidrógeno y oxígeno líquido), se desprendió y golpeó la parte inferior del ala izquierda. Tras el impacto, se observó una lluvia de partículas blancuzcas que se desprendían del ala. No quedaba clara la naturaleza y localización del posible daño causado, y algunos ingenieros consultados solicitaron a los gerentes de la NASA que investigaran a fondo, por todos los medios, la naturaleza del daño. Pero estos no se alarmaron, pensaban que el impacto no había causado daño crítico para el peligroso proceso de reentrada en la atmósfera. En el pasado habían ocurrido incidentes semejantes de daño a las frágiles losetas de protección térmica y no había pasado nada, y siempre se había estimado que la ausencia de una loseta no podía provocar la pérdida del vehículo. Se equivocaron, ya que la avería fue en un panel de protección térmica de carbón reforzado (RCC) en el borde anterior del ala izquierda.

Junto al despegue (como lo fue el caso del Challenger), la reentrada es uno de los momentos más peligrosos de estas misiones (similar a la situación en un avión, aunque en este caso es menos dramático). Durante la reentrada el transbordador debe deshacerse de la gran cantidad de energía cinética asociada al movimiento orbital: un enorme objeto a 170 km de altitud, que desciende a una velocidad de unos 28 000 km/h, debe aterrizar a tan solo unos 300 km/h. Al penetrar en la atmósfera, la nave se frena por rozamiento y su energía cinética (proporcional al cuadrado de su velocidad) se transforma en calor. La estructura debe soportar temperaturas de hasta cuatro mil grados Celsius. Para evitar que se calcine, la nave está recubierta con unas losetas cerámicas especiales y unos paneles de carbón reforzado en el borde anterior de las alas y otros sitios que actúan como aislante térmico.

Una avería importante en el sistema de protección térmica puede resultar letal. La maniobra de reentrada es tan delicada que la nave debe entrar en la atmósfera con un ángulo muy concreto de seis grados y con una tolerancia de solo dos. Si la nave entra con un ángulo mayor, atraviesa capas de atmósfera muy densas demasiado deprisa, lo que provoca un calentamiento excesivo del que ni las losetas pueden protegerla. Por el contrario, si entra con un ángulo menor, la nave puede rebotar contra la atmósfera, al igual que ocurre cuando tiramos una piedra contra el agua de un lago con un ángulo muy pequeño.

El 1 de febrero del 2003, en su reentrada de regreso de su exitosa misión de dieciséis días, el Columbia cruzó sobre la costa de California a las 8:53 horas, a veintitrés minutos de su esperado aterrizaje en La Florida. Un vídeo recuperado (disponible en YouTube) nos permite ver la actividad en la cabina, preparándose para la reentrada, escuchamos sus voces, minutos antes del desastre. Los astronautas se ponen los guantes, saludan a la cámara y verifican los sistemas. Al reentrar comentan acerca de los juegos de luz amarilla y anaranjada emitida por el plasma provocado por la reentrada, que observan por las ventanillas, efectos de las altas temperaturas generadas. Se oye el comentario: «Parece un alto horno», y entre risas: «No querrías estar ahí afuera ahora».

En tierra, los fotógrafos, que habían instalado aparatos para tomar fotos del retorno del Columbia, en vez de fotografiar la cola de plasma esperada, observaron una gran llamarada roja que se desprendía de la nave. «Wow», exclamó uno, «¿has visto eso? ¡Algo se desprendió del transbordador!». Fue una visión que no olvidarían.

Poco más tarde, a las 8:55, el control de misión notó que los sensores de temperatura y presión comenzaban a indicar datos anómalos provenientes del ala izquierda. La telemetría de varios sensores de temperatura había dejado de funcionar. Segundos más tarde, se perdió la telemetría de presión de los neumáticos del tren de aterrizaje del ala izquierda.

En el último intercambio de mensajes, el control de la misión comentaba: «Columbia, Houston, vemos los mensajes de presión de neumáticos y no hemos copiado el último» (hace referencia a las medidas anómalas en la presión de los neumáticos en el tren izquierdo de aterrizaje). La respuesta a las 8:59:28 del Columbia: «Roger uh bu…» (Roger se utiliza en los mensajes para indicar «entendido» o «recibido»).

De pronto, la atmósfera rutinaria en el control de misión cambió a un elevado nivel de ansiedad, algo andaba mal. «Columbia, Houston, comm check», se transmitió varias veces sin respuesta. Los radares que debían detectar al Columbia tampoco lo hacían. Mientras tanto, en la cabina del Columbia sonaban las alarmas. El Columbia se desintegraba sobrevolando el estado de Texas a dieciséis minutos del aterrizaje en la Florida, a una altura de 60 km y una velocidad de 24 000 km/h. La cabina comenzó a dar tumbos violentos a la vez que perdía presión y los astronautas caían inconscientes. Los últimos datos recibidos de la cabina fueron a las a las 9:00:18.

En esta ocasión, la avería y pérdida de uno de los paneles de RCC en el borde del ala resultó ser fatal. Permitió un sobrecalentamiento del ala izquierda hasta tal punto que perdió su integridad estructural. Una imagen obtenida desde Nuevo México muestra material que se desprende del ala izquierda del Columbia. Diecisiete años después del desastre del Challenger, perecían otros siete astronautas en un transbordador, entre ellos dos mujeres: Kalpana Chawla y Laurel Blair Salton Clark.

Fotografía: NASA (CC).

Kalpana Chawla. Fotografía: NASA (CC).

Kalpana Chawla, a quien la familia llamaba «Montu», nació en la pequeña ciudad de Karnal, de unos trescientos mil habitantes, el 17 de marzo de 1962, en el estado indio de Haryana, uno de los estados más ricos de la India, localizado en el extremo norte del país.

Chawla era la más joven de cuatro hijos, la tercera fémina. En esa época, el nacimiento de un hijo era motivo de celebración, el de una hija, motivo de una silenciosa desilusión, algo que es común en muchos sitios de este mundo.

Su vida, hasta su trágica muerte a los cuarenta y un años, es la historia de una chica a la cual muchas veces se le decía que «no» simplemente porque era mujer, pero que se negó a aceptar las cosas de esa manera, una silenciosa rebelde. Aunque su padre, un reconocido industrial, era conservador, su madre y sus hermanos apoyaban la rebeldía de Montu. Al cumplir tres años escogió el nombre Kalpana, que significa «imaginación» como su nombre formal. Se graduó en la Tagore School, en Kamal, en 1976.

A edad temprana Chawla sabía que quería ser un ingeniero aeroespacial, inspirada por los aviones de un club local de vuelo, y hasta logró que su padre consiguiera que pudiera volar en una avioneta sobre las planicies de Haryana. Volar era su pasión.

Su hermano menor la acompañó el día que solicitó ser admitida al Punjab Engineering College en Chandigarh, para estudiar ingeniería aeronáutica. Fue una de las primeras cuatro mujeres que estudiaron ingeniería y obtuvo su grado en 1982.

Su deseo de continuar estudiando se hizo realidad cuando logró su admisión al programa de ingeniería aeronáutica de la Universidad de Texas en Arlington, al que se incorporó en septiembre de 1982, en contra de los deseos de su familia, especialmente su padre. Allí conoció a Jean Pierre Harrison, piloto con quien comenzó a volar en aviones y con quien se casó en diciembre de 1983. Obtuvo su maestría en 1984 y después la pareja se mudó a Boulder, en Colorado, donde Kalpana continuó sus estudios en la Universidad de Colorado y obtuvo su doctorado en 1988.

Terminados sus estudios comenzó a trabajar para el Ames Research Center de la NASA en California, donde realizó trabajos de dinámica de fluidos computacional. Adquirió la ciudadanía estadounidense en 1991. En 1993 fue contratada como vicepresidenta e investigadora científica en la compañía Overset Methods Inc. en Los Altos, California, pero en diciembre de 1994 lograba su meta cuando la llamaron para una entrevista en respuesta a su solicitud al programa de astronáutica, presentada al Johnson Space Flight Center de la NASA en Houston. Después de los exámenes de rigor, fue aceptada al programa en diciembre de 1994.

Como parte de su entrenamiento aprendió a pilotar aviones militares y a saltar en paracaídas, y fue finalmente asignada a la tripulación de la misión STS 87 del Columbia, que despegó el 19 de noviembre de 1997 y regresó el 5 de diciembre. El lanzamiento fue observado en el Centro Espacial Kennedy por sus familiares (incluido su padre), quienes habían viajado desde la India.

Kalpana voló alto. Trece años más tarde, en el año 2000 fue nuevamente seleccionada para la misión STS 107, noticia que la llenó de alegría, y el día del lanzamiento su familia otra vez viajó para presenciarlo. Nunca regresó. Su certificado de defunción indica que el lugar de la muerte fue el «espacio aéreo sobre Texas».

El asteroide 51826 Kalpanachawla es uno de los siete que fue nombrado en memoria de los astronautas del Columbia. Su cráter en la cara oculta de la Luna se encuentra al lado del de L. Clark, su compañera astronauta, a quien conoceremos a continuación.

Este texto es un capítulo del libro Las mujeres en la Luna.

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Dispara con estilo: autoras y directoras en el cine negro

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Dorothy Arzner, 1938. Foto: Cordon.

Es un hecho constatado por la estadística: la distancia es cada vez mayor entre el número de directores y el de directoras de cine. Me refiero a nombres conocidos internacionalmente, fuera del mundo académico o el cine marginal. No me valen en este contexto las directoras de países emergentes que sobreviven de los festivales o las prometedoras realizadoras de cortos. El palmarés de los últimos Golden Globes de Hollywood, incluido discurso liberal y ensimismado de Meryl Streep, lo demuestra a las claras: ni una mujer entre los guionistas, productores y directores seleccionados. En el suelo real del trabajo, fuera de la nube de discusiones, el que trabaja detrás de la cámara y cobra por ello sigue siendo un señor.

Antes de que la industria audiovisual se transformase en una gigantesca maquinaria de productos, cuando el cine era mudo y los intelectuales no lo consideraban más que un entretenimiento de feria, era relativamente normal la presencia de directoras y guionistas, tanto en América como Europa (España incluida). Pero su número fue cayendo en picado con la misma rapidez que se extendían las alfombras rojas y el cine se valoraba como un arte serio. Porque hasta entonces las mujeres no eran vistas como una amenaza a la competencia masculina. En la producción actual de películas y series de televisión, cuyos consumidores son, en números totales, más femeninos que masculinos, se reparten los puestos de dirección dejando solo un 13% a las mujeres. Obligado es reconocer que la industria del entretenimiento debe más de la mitad de su éxito e influencia al trabajo de homosexuales, lesbianas, trans…, sensibilidades muy distintas de las heteronormativas. Pero el problema de las mujeres sigue existiendo, y eso que el cine independiente y los géneros alternativos al drama realista han dado bastante margen en los últimos años. Ese porcentaje ridículo está presente no porque los hombres sean mejores directores, sino simplemente porque la política sindical no permite a las mujeres que lo deseen acceder a estos puestos. No me interesa la idea de pedir la «mirada femenina», un «cine femenino» o «feminista», solo la posibilidad de que exista la misma oportunidad de productos realizados por unos y por otras. Ya se encargaría, supongo, el mercado o el público, de cribar y elegir.

Que no haya grandes nombres de directoras en Hollywood no parece un problema muy grave, dado el estado actual de las cosas, pero esto es una representación de lo que sucede en todas y cada una de las actividades humanas. Si en esta, que es de las que más proyección tiene, solo están Kathryn Bigelow, Jodie Foster, Sofia Coppola y una veintena más, pues la situación no es que haya mejorado, es que está peor. En el nacimiento de Hollywood, el número y la influencia fueron mucho mayores. Aunque de eso tampoco se sabe nada.

En las listas de las primeras películas realizadas en Estados Unidos, cuando la presencia de productoras, guionistas y técnicas era abrumadora, ellas solo aparecen como meras anécdotas. Entre 1920 y 1930 hubo más de una veintena de mujeres que trabajó en más de mil películas. No eran simples escritoras de guion, participaban activamente del proceso de realización, rodaje y selección del reparto. Incluso fueron las responsables del lanzamiento de grandes estrellas de la época, como Jean Harlow o Rodolfo Valentino. Puntualizo que tampoco era una política común: en los estudios Warner, el machismo se llevó con orgullo desde el comienzo; sin embargo, en MGM y Universal las mujeres fueron claves en el esquema del marketing moderno, además de la parte técnica. Natalie Kalmus, por ejemplo, fue quien verdaderamente desarrolló el Technicolor (véase su participación en El mago de Oz y Lo que el viento se llevó), no su marido, quien se quedó con el nombre comercial, tras una vida de luchas por parte de ella contra estudios y directores.

Muchas de estas mujeres venían de la publicidad o antes habían probado suerte como actrices. Las escritoras se habían forjado en la literatura pulp, tenían educación académica, y supieron dar a los personajes femeninos de sus historias variedad y modernidad. Nombres como Frances Marion, June Mathis, Anita Loos, Bess Meredyth… se hicieron muy populares en radio y prensa. Los medios las presentaban como amas de casa ideales que también tenían un trabajo serio, en un mundo donde la mujer no tenía ninguna respetabilidad. Por supuesto que no lo tuvieron fácil: esos reportajes de las revistas de Hollywood eran tan falsos como los de montajes amañados. Las vidas de estas guionistas estuvieron llenas de problemas. Ahí están las biografías de Anita Loos o la de la experta editora y directora Dorothy Arzner, una leyenda que llevó al estrellato a figuras como Katherine Hepburn y Clara Bow.

Joan Crawford y Dorothy Arzner durante el rodaje de The Bride Wore Red, 1937. Foto: Cordon.

Con la llegada del código Hays, la carrera de artistas como Arzner se fue apagando debido a la presión de la censura y la homofobia. Con la II Guerra Mundial, la sociedad sufrió tal vuelco que la ficción pasó de la propaganda a mostrar los efectos de la tragedia a través del cine negro. La familia, las relaciones de pareja, las clases sociales… todo se había descabalado. En las historias de crímenes y violencia se podía expresar ese mundo retorcido. La mujer en el cine negro ya no era una simple ama de casa ni una heroína aventurera. Un nuevo personaje, individualista y oscuro, no quería tener hijos, odiaba el matrimonio y era capaz de acabar con cualquiera, de autodestruirse, antes de someterse a las normas. Aparte de los escritores que todas conocemos y sus más que evidentes problemas de comprensión de la psicología femenina (no todos, pero habría mucho que decir de Raymond Chandler, por ejemplo, o de James Ellroy), hay un grupo de mujeres quienes también fueron contratadas para escribir en Hollywood entre los años treinta y cuarenta, adelantadas a los trabajos de artistas consagradas más tarde, que supieron sacar a la luz los conflictos más oscuros de las relaciones humanas, como Patricia Highsmith.

Esta demanda de autoras desmonta la idea de que el cine negro proviene del género hard boiled literario, exclusivamente centrado en historias masculinas de crimen y detectives, ya que estas películas, de narrativas muy complejas, giraban en torno a personajes que no eran solo el detective, el asesino y la chica. Volvieron a la pantalla figuras que habían sido proscritas, como el homosexual, y por supuesto, la mujer, en cualquiera de las múltiples facetas que les otorgaba el género: mujeres fatales, buenas mujeres (mujeres compañeras, investigadoras, periodistas) y un ama de casa, sí, pero nueva. Cualquiera de ellas se revelaba tanto o más poderosa que sus compañeros, lo que fue una constante del cine de los años cuarenta, en todos los géneros (desde el wéstern al terror, hubo heroínas fuertes e independientes, muy masculinas). Las escritoras sabían perfectamente esto y lo que supuso la guerra para ellas, su experiencia como trabajadoras, viudas y personas enfrentadas en solitario a las dificultades. Volvieron a los puestos de relevancia en los estudios nombres como el de Virginia Van Upp, actriz infantil en el cine mudo, script, guionista, agente y primera ejecutiva de Columbia, que lanzó la carrera de Rita Hayworth y produjo, entre otras muchas películas, Gilda o La dama de Shangay.

La escritora Leigh Brackett fue la mano derecha de Howard Hawks, entre otros guiones, en la escritura de El sueño eterno, junto a Faulkner y Furhman. Brackett ayudó a crear personajes femeninos que podían mantener con el detective una relación de igual a igual, más de camaradería que de romance, influidos por la personalidad de Lauren Bacall, que además se promocionaban para el público femenino como roles a imitar. Brackett fue además una prolífica escritora de ciencia ficción, muy conocida por el fandom desde los años cuarenta hasta su muerte en 1978, y merece un espacio para ella sola. Suyo es también el guion de El largo adiós, el thriller de Robert Altman de 1973.

Dorothy B. Hughes (1904–1993) sigue siendo una desconocida en la literatura del género negro; sin embargo, sus novelas están entre lo más significativo de la década de los cuarenta. Versátil como pocos autores, fue capaz de dar voz a diferentes personajes y escenarios, lejos del cliché urbano (el desierto de Arizona, la Guerra Civil Española, los nativos indios, las minorías raciales), con un interés que iba más allá de la trama de detectives y nos remite a otros nombres que ya son leyenda, como Jim Thompson. Tres de sus novelas fueron llevadas al cine: Perseguido (The Fallen Sparrow, Richard Wallace, 1943), una intriga de espionaje nazi con John GarfieldPersecución en la noche (Ride the Pink Horse, 1947, Robert Montgomery), un interesante thriller ambientado en Nuevo México; y En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950, Nicholas Ray), sobre la historia de un escritor psicopático, acusado de asesinato y enredado en un desgraciado romance (Bogart versus Gloria Grahame).

Joan Harrison comenzó trabajando en Inglaterra para el equipo de Alfred Hitchcock y se convirtió en una de las pocas productoras de Hollywood de su tiempo. Con Hitchcock escribió cinco películas (La posada de Jamaica, Rebeca, Enviado especial, Sospecha y Sabotaje) y después trabajó en solitario para Universal como productora asociada y guionista en dos pequeñas joyas de la intriga: Aguas Turbias (Sad Waters, André de Toth, 1944) y La dama desconocida (The Phantom Lady, Robert Siodmak, 1944). La primera es un drama con tintes góticos cuyo protagonista es femenino (enigmática Merle Oberon). La segunda, un thriller protagonizado por una mujer detective aficionada (Ella Raines), dentro de la tradición de seriales con mujeres detectives, modelos de jóvenes trabajadoras de los años treinta y cuarenta que siempre han sido rechazadas del canon por no ser como Philip Marlowe, aunque no tenían ninguna necesidad: fueron anteriores y funcionaban con otros modelos. Supongo que eso es lo que no las hacía ser dignas de un relato suficientemente agresivo, peligroso y atractivo para la crítica.

Lenore. J. Coffee (1896-1984) fue una institución en la industria del guion norteamericano. De su enorme contribución como escritora destacan sus personajes femeninos, siempre muy bien dibujados y de fuerte personalidad, algunos para Bette Davis, como por ejemplo, su escandalosa salida de Warner Bros tras casi veinte años de contrato, que se cerró con una película que es una glorificación del exceso, Más allá del bosque (Beyond the Forest, King Vidor, 1949) o Miedo Súbito (Sudden Fear, David Miller, 1952), una muy recomendable pieza escrita para Joan Crawford y un gran reparto.

La guionista Silvia Richards tenía una de las carreras más prometedoras de su tiempo, pero la caza de brujas del senador McCarthy se cruzó en su camino. Tras la separación de su primer matrimonio, se casó con A. I. Bezzerides, otro insigne guionista, a quien asesoró en su carrera, prescindiendo de la suya. En su filmografía hay películas tan arrebatadas como Pasión bajo la niebla (Ruby Gentry, King Vidor 1952, a gloria de la actriz Jennifer Jones), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952, ídem para Marlene Dietrich). Además de Secreto tras la puerta (Secret beyond the door, Fritz Lang, 1948) y El amor que mata (Possessed, Curtis Bernhardt, 1947), dos clásicos del del noir psicológico.

Ida Lupino y el asistente de cámara Emmett Berkholtz. Foto: Cordon.

Ida Lupino (1914-1995) tuvo una gran carrera como actriz, pero su trabajo como directora, la única de su tiempo, se ha revalorizado desde entonces por su valentía y talento. Descendiente de una ilustre familia británica de actores, debutó en Hollywood en los años treinta y fue en la década de los cuarenta cuando se convirtió en la estrella de una larga serie de películas enmarcadas la mayoría en el género negro, con los directores más importantes: Raoul Walsh (La pasión ciega, El último refugio, El hombre que amo), Fritz Lang (Mientras Nueva York duerme), Nicholas Ray (La casa en la sombra), Jean Negulesco (El parador del camino)…

Su carácter, fuerte y decidido, la enfrentó con alguno de ellos y con los actores, especialmente Bogart, con quien prometió que nunca volvería a trabajar. Era muy cuidadosa eligiendo sus papeles y no quería encasillarse ni ser manipulada por los estudios. En 1947, como hizo Bette Davis, rompió su contrato con Warner Brothers y decidió convertirse en actriz autónoma, además de tomarse un tiempo para aprender a dirigir cine. Fundó la productora The Filmakers con su marido, Collier Young.  

Las circunstancias (un repentino ataque al corazón del director contratado, Elmer Clifton) la obligaron a encargarse de la dirección de la primera película, que llevaba por título Not Wanted, cuyo guion había coescrito ella también. Continuó con seis producciones más, en las que destaca un insólito interés para la época en personajes femeninos que no se correspondían con los modelos habituales: mujeres en situaciones muy comprometidas y muy poco vistas en el cine. Por ejemplo, Not Wanted (1949) no se estrenó en España y en las fichas todavía aparece el nombre de Clifton como director), trataba el tema de los embarazos no deseados en adolescentes.

La protagonista (Sally Forrest) da a su hijo en adopción y luego, arrepentida, secuestra otro bebé. La segunda, Never Fear (1950), vuelve a contar con Sally Forrest en una historia inspirada en la vida de Lupino y su lucha contra la polio. Por fin, con un contrato en RKO, Lupino estrena su tercera película, Ultraje (Outraged, 1950). La directora utiliza todos los recursos aprendidos en el cine negro para contar la historia de la violación de una mujer, pero de una manera que no había reflejada hasta entonces, solo alrededor de las consecuencias para la vida de la protagonista, obviando todos los detalles morbosos y reflejando cómo su mundo se hace pedazos. Esta película sí tuvo repercusión, fue un éxito moderado en taquilla y sigue siendo un ejemplo de cómo se puede contar la misma historia, pero de forma muy diferente.

Lupino abordó en Hard, Fast and Beautiful otro asunto espinoso y adelantado a su tiempo: el de la explotación de las promesas infantiles del deporte por sus padres y sus mánagers. Centrada en el tenis femenino, Lupino aplica su estilo casi documental a una historia muy poco simpática y que fue muy mal recibida por la crítica debido a la dureza con la que trata las relaciones parentales y el abuso de los patrocinadores (estamos en 1951). Pero lo que no le perdonaron fue que se adentrara en el thriller. Su película de 1953, El autoestopista (The Hichhiker) causó un pequeño revuelo ya desde su rodaje, porque esta vez la directora no contaba con actrices en el reparto, sino con un trío masculino: los veteranos Edmond O´Brian, Frank Lovejoy y William Tallman. La historia estaba inspirada en uno de los sucesos más truculentos de los años cincuenta, los crímenes de Billy Cook. Lupino firma esta road movie en el desierto de California con un sádico asesino que toma a dos rehenes en la carretera y la convierte en una gran película del género.

Pese a este último acierto, RKO no renovó el contrato con la productora de Lupino (ya divorciada de Young), y su última película fue una especie de broma o venganza personal titulada El bígamo (The Bigamist, 1953), donde trabajaban como protagonistas, de nuevo, O´Brian, y Joan Fontaine, por entonces, la pareja de su exmarido, y causante del divorcio (Lupino, por su parte, mantenía una relación con el actor Howard Duff, que también estaba casado). Tras el cierre de su productora, Lupino volvió a dirigir, esta vez series de televisión a comienzos de la década de los sesenta (un trabajo extenuante, con wésterns como El virginiano a Doctor Kildare, Thriller o Los intocables de Elliot Ness). Se despidió de la dirección con una comedia en homenaje a Rosalind Russell, Ángeles Rebeldes (1966), y siempre dejó claro que, aunque hubiese sido «La Don Siegel de los pobres» (antes se refería a sí misma en su estatus de actriz como «La Bette Davis de los pobres»), su verdadera vocación fue la de dirigir películas.

Otras recomendaciones:

Callejón sin salida (Dead End, William Wyler, 1937). Lilian Hellman escribió el guion a partir de la obra de Broadway. Una de las historias más duras sobre los barrios bajos de la época.

Pánico en las calles (Panic in the streets, Elia Kazan, 1950). Sobre una historia original de Edna y Edward Anhault, la frenética búsqueda del paciente cero en una epidemia desatada en Nueva Orleans.

Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949). La película más representativa del género de gánsteres (con rasgos psicopáticos) está basada en la historia original de la reputada guionista Virgina Kellogg (1907-1981), quien también participó en la adaptación.

La acusada (The Acussed, William Dieterle, 1949).  Adaptación de Ketti Frings, futura premio Pulitzer, a partir de una novela de June Truesdell. Una película de falso culpable centrada en el personaje femenino, interpretado por la estrella Loretta Young.

Robert Montgomery y Joan Harrison, 1949. Foto: Cordon.

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Los caminos salvajes de Ella y Annemarie

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Detalle de la portada de The Cruel Way: Switzerland to Afghanistan in a Ford, 1939; de Ella K. Maillart, publicado por University of Chicago Press, 2013.

Como Los Picapiedra, vivimos en el pasado viejo y lejano, pero no lo sabemos. Y sobre el futuro tenemos alguna pista: o desaparecemos o, como apuntan algunos científicos, sobrevivimos desestimando el uso de la violencia —de cualquier tipo— por su radical ineficacia.

Así, nuestros días transcurren en tiempos antiguos, entre el ser y estar —o no—, donde todavía se hace caso a tipos como Thomas Hobbes. Con su Leviatán, su «el hombre es un lobo para el hombre», Hobbes es un símbolo de un mundo arcaico. Por ejemplo, en la vieja Europa, entre 1350 y 1950, no hubo apenas década en la que no estallara una guerra importante, se luchara en el continente o fuera de él. Por tanto, solo a un autor europeo se le habría ocurrido concluir que el estado natural del hombre es de violencia constante. Una conclusión lúgubre, esta presunta brutalidad inherente a las personas de la que habla Hobbes. Y corta de miras. Una prisión de la que es preciso escapar.

Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart detestaban la violencia y nunca les convenció su presunta omnipresencia. A estas dos no les gustaban las afirmaciones categóricas, los callejones sin salida. Les atraían más los caminos. En un pasado cercano, en 1939, casi ochenta años atrás, cuando Europa estaba a punto de enloquecer arrastrada por la violencia que la llevaría a la Segunda Guerra Mundial, cuando faltaban pocos meses para que estallara un conflicto que dejaría millones de muertos y millones de víctimas en vida, Annemarie y Ella optaron por la huida, lo que es una salida o una solución tan decente como cualquier otra. Querían dejar atrás un continente donde todo el mundo parecía extraviado.

Estaba decidido: su destino sería Oriente, irían en coche, la ruta empezaría en Suiza y acabaría en Afganistán. Después, cada una escribió —en diferentes momentos, en distintos formatos— su propio libro sobre el mismo viaje: Todos los caminos están abiertos, por parte de Annemarie Schwarzenbach, y El camino cruel, por parte de Ella Maillart.  

Nadie sabe qué pensar

Viajeras empedernidas las dos, conocedoras de mil sitios, deciden que dirigirán rumbo a Oriente en busca de perdurabilidad. «En Occidente, donde todo son cambios, nadie sabe qué pensar, nadie ve su porvenir seguro, los ricos menos que nadie, y esto, ni siquiera en los periodos de paz», dice Maillart. Van al encuentro de personas de otras culturas, más viejas, algunas legendarias, a la caza de posibles respuestas a la cuestión de «la soledad ineluctable —como un atolladero— a la que lleva la cultura occidental». Buscan respuesta a una pregunta que, viviendo en Europa, atruena en su cabeza: ¿de qué sirve toda esta fiebre?

El mito de Oriente, tan occidental, agitaba su imaginación. Maillart quiere creer que en esas viejas tierras encontrarán personas que les ayudarán a combatir «la depresión moral que es la estela de nuestra cultura materialista». Annemarie, además, tiene otra razón de peso: quiere dejar atrás, de una vez por todas, su adicción a la morfina, y su amiga está firmemente convencida de que, con su ayuda, lo logrará.  

Las dos tipas eran muy diferentes. Annemarie, viajera inconsolable, escritora prodigiosa, doctora en Historia, antes quiso ser general, pianista y bailarina. Maillart, periodista, fotógrafa y etnógrafa, viajera imbatible, fue esquiadora profesional y regatista en las Olimpiadas de 1924. Annemarie era tortuosa, frágil, excesiva, una irresistible seductora de tendencias suicidas que, víctima de un accidente de bicicleta, no alcanzó los cuarenta años. Maillart, en cambio, era vitalista, incansable, una estrella deportiva que quería vivir mil años y se quedó en algo más de noventa.

Siendo tan distintas, se unieron en esta aventura común, convencidas de que el viaje es siempre una salvación. Ella recuerda que cuando era pequeña, camino de la escuela, paraba a los extranjeros que se encontraba por la calle para preguntarles de dónde venían. A su vez, la niña Annemarie exploraba los mapas del mundo en la escuela, y al leer nombres de ciudades lejanas —Samarkanda, Isfahan, Herat— la idea de simultaneidad entre la cercanía y la distancia la confundía. En su mente infantil, «que la vida existiera en el mismo momento, aquí y allá, a cada lado de los mares y las montañas me merecía serias dudas».

En la escritura, también, Annemarie y Ella eran como la noche y el día. La primera escribía para conocerse, para ella misma. La segunda, para conocer el mundo y las personas. En todo caso, el nexo común es la sed de movimiento y el riesgo, dos ingredientes imprescindibles para darle un valor áspero a la existencia. A lo largo de todo el camino, que duró meses, las dos se felicitaban sobre su libertad, «tan difícil de soportar pero más necesaria que la vida», según apuntó Ella.

Durante el viaje escribieron artículos para la agencia Reuters y para periódicos como el Neue Zürcher Zeitung, Le Petit Parisien, o Der Bund, hicieron fotos y grabaron con las novísimas cámaras Kodak de tres minutos. La misión de Ella incluía, además, elaborar un tratado de etnografía sobre la gente del Nuristán. No en vano consideraba que «recorrer tierras y mares solo sirve para matar el tiempo. Uno se vuelve tan insatisfecho como cuando partió. Hay que hacer algo más».

Un cochazo con matrícula de Graubünden

Para todo ello, para ponerse en marcha, acondicionaron concienzudamente el coche de Annemarie en un garaje de Zúrich. Era un Ford Roadster Deluxe de dieciocho caballos, matrícula de Graubünden. Hablaron con embajadas, periodistas y viajeros, leyeron lo que no está escrito sobre los países que iban a visitar, prepararon mapas, licencias, permisos, salvoconductos. Llenaron el vehículo de material de trabajo: máquinas de escribir, papel, cámaras de fotos, rollos, cámaras de filmar. Por fin, salieron de Ginebra el 6 de junio de 1939. Annemarie conducía y hacía fotos, y Maillart filmaba. Iba a ser un periplo largo, duro, inolvidable. Atravesaron Italia, los Balcanes, Bulgaria, Turquía, Armenia, Azerbaiyán, Irán, hasta adentrarse en Afganistán. A lo largo del camino les advirtieron una y otra vez que era peligroso que dos mujeres viajaran solas, sin hombres para protegerlas. Los ingleses que se tropezaban por las carreteras les decían que cualquier dama debe ir acompañada, por lo menos, de un gentleman para viajar, y no podían entender que optaran por ir «sin chofer, criados, cervezas heladas o armas de fuego», como hacían ellos. En ruta, les insistieron además en que el Ford no podría ir por las carreteras del norte de Afganistán, que no superaría las inclinaciones del 30% de los senderos para bestias de carga, que no podría vadear ríos ni enfrentarse a las dunas de los desiertos.

Pero las dos suizas siguieron su destino. A lo largo de todo el viaje se cruzan constantemente con ingenieros de caminos, de puertos, de puentes, con camioneros y con policías. Y a lo largo del periplo, las dos alaban la vida en la carretera. «¿Qué poeta cantará a los camiones de Asia?, ¿a la epopeya moderna de cruzar el desierto del Gobi, los precipicios de Birmania, las montañas de Chensi?», escribe Ella. Habla de los ayudantes de los conductores de camión, y describe a uno: «parece muerto de cansancio, pero sus ojos brillan aún del orgullo de vivir como un hombre. Todo el día permanece de pie en la parte trasera del camión, donde a veces no tiene sitio más que para un pie. Un pesado mazo al hombro y realizando milagros de equilibrio, sin otra recompensa que verse maltratado en las paradas».

Mapa extraído de Fluechtige Idylle, por Ella Maillart.

Niños risueños que gritan «Heil Hitler!»

En las llanuras de Treviso, en Italia, compraron una hogaza de pan cuya corteza llevaba estampada la figura de un escorpión. Rebanada a rebanada, la pieza les duró hasta la frontera de Bulgaria con Turquía. En Kloster —hoy Eslovenia—, una clase entera de preciosos niños guiados por el maestro las había saludado al grito de «Heil Hitler!». De la frontera búlgara en adelante, todo cambia: «De Occidente a Oriente, van de la tierra roja, los pastizales verdes y las vacas blancas a las laderas negras, el camino pedregoso y los pesados búfalos de pelaje brillante como el aceite», describe Schwarzenbach. En un restaurante en Gumushane, en Turquía, Annemarie deja escrito que Maillart come un plato de hígado frito a base de petróleo.

En un pueblo de Armenia, un chiquillo se dirige a Ella y le dice: «Tienen que descansar más del viaje. Su hijo está aún fatigado». Se refería a Annemarie. Al entrar en Irán su coche era el segundo inscrito en el libro fronterizo. Y por el camino, la delicada belleza de tantas mezquitas les hace recordar un precepto persa: el gran arte nos vuelve fuertes, jóvenes y alegres.

Su destino, Afganistán, ya está a la vuelta de la esquina. Eligieron este país porque nunca fue subyugado: de Alejandro Magno a Tamerlán hace siglos, de los rusos a los americanos en estos tiempos, unos y otros lo intentaron siempre en vano. A un paso de la frontera afgana se descubren emocionadas: les atrapa la disparatada alegría del triunfo. Miran el horizonte y se sienten ansiosas por entrar en Afganistán y ver «sus enormes montañas, sus tribus magníficas, sus ríos helados, sus ruinas viejas como el mundo». Por un instante creen estar a las puertas del paraíso, un lugar donde las personas se mueven «holgadamente en el seno de una vida hecha a su medida».  Al poco de cruzar el paso, tres tipos vestidos de blanco de la cabeza a los pies las encañonan con pistolas.

Al final del encontronazo no ocurre nada: los hombres solo les piden cigarrillos. Una vez entran en el país, conocen la hospitalidad de los pueblos nómadas y el desprecio de muchos otros. Por el camino despiertan escepticismo, admiración, indulgencia. Y algo sucede. Como Sancho y Quijote a golpe de volante, el paisaje infinito y yermo de Afganistán trastoca papeles y confunde identidades. Maillart, la etnógrafa realista y terrenal, habla del resplandor en la mirada de una adolescente cuando descubre que «el amor habita en ella, un amor que siente tan inextinguible, que sería capaz de transformar todo el mundo». En cambio, el corazón de poeta de Annemarie sentencia que ambas tenían la sensación de estar en un país sin mujeres, donde las niñas despiertas, de ojos radiantes estarán «pronto confinadas a las sombras, tras los muros del harén, al lóbrego cautiverio del chador».

Al trabajo, como a la guerra

Por el grandioso valle de Hindú Kush, en Haibak, bajo un calor asfixiante, vivieron un instante extraordinario: un estrecho camino de montaña les regaló una radiante escena campestre en la que un grupo de mujeres sopesaban la compra de unos melones cuando, al llegar al siguiente recodo, se toparon con una gigantesca presa de cemento armado, un monstruo enorme sin terminar. «Muchos hombres trabajaban en la presa, en unos inmensos telares y en una refinería de azúcar. De vez en cuando gritaban la palabra: yaj chariah! Para darse ánimos. Era también su grito de guerra, nos dijeron. Atacar el trabajo con el mismo grito con que se ataca al enemigo ¿no era acaso acometerlo de igual modo?», apunta Ella.

Annemarie, en cambio, explica la misma escena en parcas palabras: en un saliente de la colina, divisaron «una enorme presa en construcción. Fábricas, hornos para cocer ladrillos, chabolas, tenderetes y letreros en persa, ruso, alemán. Refugiados rusos, ingenieros alemanes, trabajadores uzbecos, tayicos, turcomanos, afganos. El nuevo proletariado de un país que camina hacia la civilización», apunta irónica.

Para pasmo de amigos y conocidos, a lo largo de la ruta afgana no sufrieron apenas ningún incidente con la gente que encontraron a su paso: solo les robaron una Leica, pero finalmente se la devolvieron. Otra cosa es el paisaje. Bordeando carreteras a más de dos mil metros de altura, mano a mano, lucharon contra el frío, contra su propia fragilidad y contra las dudas. No sabemos si por el camino se enamoraron la una de la otra, o si se odiaron a ratos, si se quisieron una noche, o todas, o ninguna. Lo que vislumbramos en sus escritos es que, por encima de todo, Ella intenta ayudar a su amiga a conformarse y disfrutar de la aventura, a desintoxicarse de la morfina, mientras Annemarie aprecia el viaje en todo su esplendor y, a su vez, sufre arrebatos de hastío, de hartazgo de todo y nada.

En los encuentros en la montaña, en trayectos tan largos, el saludo usual es «no se canse» y «que usted viva». Parte de la ruta que hacen es la de la seda, la de los soldados de Alejandro Magno, la de Marco Polo. En Herat, un ingeniero polaco —el único europeo en la ciudad— le regala a Annemarie una cajetilla de auténtico tabaco inglés, y ella se confiesa incapaz de describir la emoción de recibir regalo así en los confines de la tierra. En Bagram, una familia de arqueólogos les probó que allí, en el reino de Kabrisa, y no en el Gandhara, en la cuenca del río Kabul, fue donde se encontraron el arte griego y el indio.

Ojos de pescado triste

Cuando alcanzaron Kabul, estalló la guerra en Europa. Ante ella, sus posturas fueron distintas: Maillart quería olvidar el conflicto, aislarse, mientras Annemarie se mostró más combativa y vislumbró la magnitud de la tragedia al instante. Y es en Kabul donde acaba su aventura común.

La causa de la separación de las dos amigas no está del todo clara. Parece que, tras tantos meses de vida nómada, la llegada a la ciudad acabó con la paciencia de Ella: Annemarie corrió a perderse por las calles de Kabul y volvió, irreductible, a su papel de toxicómana. Harta de las crisis y de las recaídas de su amiga, en un arrebato, Maillart le enseñó una foto de su rostro demacrado y le gritó a la cara. Le dijo que lo único que parecía importarle era que todo el mundo la quisiera, pero con esos ojos de pescado que le dejaba el uso continuado de la morfina eso no iba a ser posible.

Después de la aventura, Maillart apunta los prejuicios ilustrados de muchos respecto a Afganistán: ¿Era la comida de verdad comestible?, ¿no habían tenido miedo de dormir sin protección alguna entre esa gente? Le dolía la cortedad de miras, la arrogante ignorancia de los que desconocían todo y todo lo ajeno despreciaban, los que nada saben de la sincera cordialidad afgana. Annemarie, en cambio, confiesa cierto alivio al dejar Afganistán. El camino se le hizo demasiado largo, agreste, y el clima demasiado duro. Quizás se convenció de que las cimas del Hindú Kush, sumergidas en una luz metálica, casi aterradora, eran el exacto rostro del abismo. Y trató de huir de él. «¡Todo olvidado, todo superado!», sentenció.

Maillart entiende después, al cabo del tiempo, que su amiga ha escogido el camino cruel: el dolor, el conflicto y la conmoción interior eran la vida misma para Annemarie. En una conversación, esta le confiesa que no sabe qué hacer para vivir. Que el miedo nunca la deja en paz.

Después de la separación en Kabul, Annemarie se dirigió al norte de Afganistán, mientras Maillart siguió hacia el sur de la India. A principios de 1940 se volvieron a encontrar en Bombay. Fue la última vez que se vieron. De camino al encuentro con su amiga, en el paso de Khaybar, la puerta a la India, unos funcionarios de aduana ingleses le pidieron la documentación a Annemarie. «¿De dónde te trae el camino, forastera?», le preguntaron. Y esta contesta: «De Persia, del Turquestán, de donde todos los caminos están abiertos y no llevan a ninguna parte».

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El último en morir que apague la luz

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Imagen: Hulu / MGM.

Lo más sorprendente de las reacciones a la fabulosa El cuento de la doncella (Handmaid’s tale en su versión original) es la mayoritaria impresión de que nos encontramos ante una distopia. «Estamos cerca», dicen algunos/as, del régimen de Gilead, esa dictadura cristina y teocrática, en el que las mujeres son tratadas como meros recipientes al servicio de un poder pretendidamente superior. Ellas no pueden poseer bienes, leer o escribir. O al menos, algunas de ellas. Las esposas de los altos gerifaltes —como no— viven en un mundo distinto, igualmente oscuro pero con un matiz más permisivo.

Y la reacción es sorprendente porque Somalia, Siria, Arabia Saudí o Irán ya han puesto en práctica muchas de las políticas que nos parecen algo así como ciencia ficción cuando las vemos en una serie de televisión, pero que no nos provocan ni un parpadeo en el día a día del mundo moderno. Esa es probablemente la parte más terrorífica del horror que dibuja esta serie de Hulu (distribuida en España por HBO), el hecho de que existen en el planeta miles de esclavas sexuales, algunas recluidas en países con acuerdos comerciales con el nuestro; otras sometidas a torturas diarias en territorios sin ley en África u Oriente Medio. La República de Gilead existe y respira en rincones que no son tan remotos, ni lejanos (en tiempo y espacio) como nos gustaría pensar. Sin embargo, y seguramente como método de autoprotección o a modo de arma que dispara frases de autoayuda, nos refugiamos en el paraguas de la ficción y preferimos pensar que esta clase de cosas no ocurren en nuestro mundo. ¿Mujeres obligadas a cubrirse cuerpo y rostro con una suerte de túnica y cuya suerte depende únicamente de seguir a rajatabla las ordenes de una figura religiosa? ¿Países sin ningún tipo de respeto por los derechos humanos y donde la justicia se ejerce a través de la violencia en espacios públicos? No parece que El cuento de la doncella haya ido muy lejos en sus previsiones sobre un futuro negro como el Dios vengativo al que dicen obedecer.

Escrita en 1985 por la canadiense Margaret Atwood, El cuento de la doncella se gestó bajo el régimen de Margaret Thatcher, aquella primera ministra británica que transformó —para bien y para mal— el Reino Unido y que despreciaba a los sindicatos mientras proclamaba su cariño por Augusto Pinochet. Como en V de Vendetta (el magnífico cómic de Alan Moore y David Lloyd), la sociedad que creó Atwood estaba regida por una interpretación marcial de la ley (su ley) y una singular forma de fanatismo religioso cuyo núcleo conceptual es el dinero.

La adaptación televisiva no es solo impecable sino que además supera en muchos tramos al original literario gracias a un atrevimiento formal que se antoja a veces tan doloroso como la propia epopeya de la protagonista: el rosario de primeros planos de la impresionante Elisabeth Moss (qué valentía la de la actriz, sin miedo a reseguir la fragilidad a través de una interpretación que roza lo suicida, abierta en canal ante un espectador que sufre lo indecible a poco que posea un mínimo de sensibilidad) es el perfecto retrato de la voluntad de los creadores de no renunciar al peso específico de la crudeza del relato. Esa crudeza explícita, que incluye momentos de una dureza incontestable, como esas penas de quirófano o las «ceremonias» en las que las doncellas son violadas con la connivencia de otras mujeres e incluso planos tan abrasivos como el de esas esclavas vestidas de rojo sentadas en un banco mientras al fondo pueden observarse los cadáveres de cuatro ahorcados. Debió costar más de un dolor de cabeza a los encargados de llevar a la televisión un libro seco y conciso, más que cruel o bárbaro.

El cuento de la doncella es un relato de una solidez escalofriante a la hora de esbozar un universo de colores apagados donde el miedo es el pegamento de una sociedad rebozada en su propia mugre. Además, el espectador permanece a ciegas (excepto por algunos flashbacks) respecto al detonador, a la chispa que condujo hasta el punto en el que arranca la narración. En la novela ni siquiera conocemos el nombre de la protagonista y en la serie desconocemos qué ha sucedido con la democracia, más allá del obvio golpe de Estado que ha conducido hasta un régimen absolutista. Esa incógnita, una gigantesca X en una ecuación sin resolver, contribuye a sembrar en el imaginario del que ve la serie una suerte de terror irracional del mismo tipo que sufre el lector de La carretera de Cormac McCarthy al entrar de lleno en un apocalipsis de raíz invisible. Lo que de entrada ya resulta incomprensible multiplica su efecto al negarnos la causa de la enfermedad. Eso sí, en el libro Atwood dedica un párrafo (uno solo) a meternos en vereda; la serie prefiere la venda en los ojos, hasta que el silencio se hace ensordecedor.

Esa voluntad, la de resultar críptico, es clave para mantener una tensión casi insoportable. Tanto como la fotografía, despojada de colores vivos, cuyas únicas excepciones resultan ser —paradójicamente— los vestidos rojos de las esclavas (que hubieran hecho las delicias de los puritanos de Nueva Inglaterra del siglo XVII) y el inmaculado blanco de los quirófanos donde se imparte «justicia», o el diseño de producción, con esa geografía plagada de casas de piedra llenas de escaleras y estancias atemporales, como si aquellos que las habitan vivieran en un pasado que nunca existió, un infierno artificial en el que no hay nada que hacer. Sin radio, televisión, internet o periódicos, y cuya única conexión con el presente es un tablero de scrabble que el comandante utiliza como arma de seducción con su esclava.

Podría decirse que El cuento de la doncella elige siempre el camino correcto, la mejor opción para llegar a su desenlace, y poco le importa que ese camino sea impracticable. Por eso a veces, esta serie se asemeja más a una película de terror de corte clásico que a un drama rocoso sin ningún tipo de anclajes, de los que te deja caer a plomo. La atmósfera alrededor de esa casa (donde vive Offred), en la que todos parecen tener una agenda propia y los escrúpulos extirpados al nacer, es de las mansiones encantadas, aquellas con fuerzas malévolas que tiran del protagonista hasta acabar con él y en las que no sobrevive ni el apuntador.

Lo peor (tal vez lo mejor) es esa sensación de que ese espacio lleno de hombres que consideran a las mujeres un enemigo cuya utilidad se limita a sus capacidades reproductivas y a mujeres que son peores que esos hombres (la tía Lidia, el terrible personaje interpretado por la maravillosa Ann Dowd o la complejísima esposa que nos regala Yvonne Strahovski, espectacular) y una tonelada de esclavos que viven bajo el yugo de una dictadura feroz con la misma actitud que la oveja que deja al lobo vigilar el refugio, es un espacio en el que ya vivimos. Ese futuro que nos asfixia viendo la serie, ya está aquí y no esconde su rostro. Quizás no vista de rojo, ni arranque los ojos a los opositores (al menos en Europa), pero es tan real como el demacrado rostro de Moss, una actriz que cuenta mejor que nadie lo que significa morir sin poder cerrar los ojos: el retrato más certero de la pérdida de ese espejismo llamado esperanza.

Imagen: Hulu / MGM.

La entrada El último en morir que apague la luz aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Valencia violeta, hilos y perfiles

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Imágenes de(l) poder–Cartografía de lo invisible es el proyecto que presenta en el IVAM Carmela García (Arrecife, Lanzarote, 1964) hasta el 17 de septiembre. La historia de las tradiciones feministas en la capital del Turia es reconstruida por medio de trece fotografías, un vídeo y un diagrama documental, extraído del taller de la artista, que explica la formación de este tejido cultural. Como es habitual en su obra, el estudio del espacio urbano se con procedimientos de retrato, individual y colectivo, de sujetos reivindicativos, configurando lo que ella denomina biografemas y Alberto Martín llama estilizaciones biográficas. En el texto que sigue hemos adoptado este principio combinándolo con uno de sus equivalentes literarios, los word-portaits de Ursule Molinaro, para crear un mapa complementario donde aparecen, junto con las protagonistas de Imágenes de(l) poder, otras figuras de la misma colectividad.

Carmela García, Women in Black (2017). Amparo Marques, Irene Cohen, María Huertas, Elvira Vázquez y Mariela Gregori.

Rosa Pastor Carballo en el coloquio Tejiendo vulvas, en el centro La Alegre Conchita, 2012

A veces hablamos como si el cuerpo fuera autónomo, natural, instintivo, feliz, placentero. Y eso no puede existir. La representación que tengo de mi cuerpo y el imaginario que he hecho de él están relacionados con una trayectoria vital de interiorización de otros imaginarios, otros reconocimientos, mis placeres, los «displaceres». No puedo separar mi cuerpo de mi imaginario.

«Quería compartir mi fantasía de una cultura popular mejor, más inteligente y autorreflexiva». Cuando Judith Barry enunció esta idea tenía en mente una cultura de masas leída con gafas de color violeta: un imaginario que no fuese la traducción a los códigos publicitarios de la asimetría de género. La idea implica también que en las perspectivas informadas por los feminismos el análisis crítico del sistema de las imágenes pueda ir acompañado por la propuesta de una iconografía alternativa que sustituya el repertorio establecido. Y cambiar la iconografía supone, a su vez, alterar las relaciones entre los modelos y las personas que se reflejan en ellos.

Un caso significativo lo encontramos en una de las obras de referencia de Carmela García, Casting (2007). En el casting, dispositivo central de la asignación de identidad biopolítica, se negocia la diferencia entre el cuerpo material y el rol imaginario, entre la autoridad que crea esa conexión y el sujeto que la acepta. Artistas como Cabello & Carceller han propuesto los desplazamientos o «errores» de casting como procedimientos para crear nuevas subjetividades, configurando roles masculinos encarnados por mujeres. La artista canaria, por su parte, se apropió de una veintena de fotos de actrices de Hollywood y a cada una le asignó el rol de un personaje real en un film imaginario sobre las sororidades creativas generadas en París. A Kathy Baker la imaginó encarnando a Gertrude Stein. Solo un año y medio más tarde se estrenó la película que ha fijado, para las nuevas generaciones, la imagen de la escritora norteamericana: Midnight in Paris. Y resultó que su director había seleccionado a la misma actriz.

¿Coincidencia? Fuera como fuese, es un hecho que la necesidad de la cultura popular de renovar sus códigos coincide con la voluntad de las corrientes violeta de rehacer el retrato, dibujando un vínculo diferente entre el cuerpo y sus atribuciones. En la obra de García este recurso se relaciona con la cuestión historiográfica de la tradición selectiva: quién es escogido para representar una actitud, un fenómeno o un punto geográfico. Sus elecciones están determinadas por «el interés por los espacios: vivibles, utópicos o heterotópicos». Las heterotopías generadas por tramas de relaciones locales se organizan en figuras de la colectividad encendida, como la constelación, el archipiélago o la cadena, que «es tan fuerte como su eslabón más débil».

Lucía Sánchez Saornil, 1931

«La noche ciudadana / orquesta su Jazz Band. / Los autos desenrollan / sus cintas sinfónicas por las avenidas». Fue una de las pocas mujeres que participó en el movimiento ultraísta. Como otros poetas de esta corriente practicó una lírica esdrújula, visionaria y tecnofílica. Pero su idea de la tecnología era bien distinta. Mientras los futuristas locales escribían odas al teléfono y versos místicos sobre la telecomunicación, ella tomaba parte, como empleada de Telefónica, en la gran huelga de 1931. Represaliada por la empresa, fue destinada a Valencia. Fue el principio de una larga errancia en que mantuvo su praxis activista, como confundadora de la asociación Mujeres Libres. En Francia, donde tuvo que escapar en 1937, pasó por el campo de Argelès y sobrevivió, junto con su compañera América Barroso, dedicándose al retoque de fotografías. En uno de sus últimos poemas, «Domingo», inédito en vida y escrito en exilio interior, retoma el viejo tema vanguardista del cine. El texto es una insólita excepción en su género. En lugar de la fascinación romántica por Cinelandia que recorre la lírica ultraísta, y que se prolongará en la de los novísimos, «en la ciudad / la cinta cinemática / desenrolla su metraje / No quiero / no quiero / no quiero / Film para los horteras / y las porteras». Contra la cinefília en alejandrino, la deconstrucción de la cámara. Estos versos, escritos en semiclandestinidad, tendrán continuidad en autoras como la andaluza Aurora Luque, quien escribe la relación de pareja como un conjunto de «Problemas de doblaje»: «Un insípido tono pudoroso / de noche americana / en las irisaciones del deseo, / ni siquiera el siena matizado / del pasado indoloro nos acude».

Contra los subproductos cinematográficos y la producción de género urbana, García propone, a su vez, leer la ciudad como un estudio de filmación donde se está realizando una superproducción alternativa. Una historia de cintas, nudos y un eslabón de seda salvaje:

Sara Berenguer, 1937

Y de pronto oí: «¡Sara! ¡Sara!». Y era Lucía Sánchez Saornil.

—¿Qué haces aquí?

—Hemos venido a recoger compañeros. Pero ya tenemos el camión lleno —era un camión de bestias, de traslado de animales—, no os podemos llevar. Pero no os mováis de aquí, escondeos un poco, que a todos los que cogen los llevan a los campos de concentración.

A medianoche Lucía volvió y nos recogió. Cuando llegamos a Perpiñán era de madrugada y nos llevaron a un hotel. Y allí había —siempre me acordaré— un plato de sopa y una banana.

En Perpiñán, durante los primeros días del exilio, Berenguer gestionaba los papeles de los desterrados y Saornil les conseguía dinero.

Elvira Vázquez, años cuarenta

Mi padre era el típico patriarca. Con decirte que le hacían el nudo de la corbata, para que no se lo tuviera que hacer él mismo… Nunca hizo nada en casa, nunca, hasta que fue muy, muy mayor.

Carmen Calvo, El festín de la araña (2013).

Safrika, 2009

Pongamos que violas la palabra, haces con ella un pequeño nudo / que aprietas, una soga en tu cuello. / Es limpio y concreto, fugacidad de peldaños, un ronquido que rompe la estancia / cuando el padre muere, una estación de quirófanos y medias tintas. (Ciudad F.).

Juan Felipe, Sara: Una mujer de temple.

Sara Berenguer, 2010

Luciendo su foulard magenta, toda ella nudo y pliegues, un eslabón de seda salvaje que recorre el siglo entero, explica cómo en los primeros días de la revolución los compañeros la pusieron a zurcir uniformes para los milicianos, y calzoncillos, hasta que se enteró de que su padre, allá en el frente, no se los había podido cambiar, por muchos que zurciera nunca habría bastantes, y decidió que no más calzoncillos, que su revolución era otra.

Carmela García, Triados I (2011).

Hacen falta muchas manos, muchas generaciones de tejedoras, Aracnes, para coser todos los pespuntes de esta pequeña cinta negra:

Carmela García, I Want to Be (Lee Miller), 2008.

Ana Juan, 2005

Otra dandi, otro cuello, una cinta más. En una de las ilustraciones de cubierta que ha realizado para el TNY, la dibujante valenciana creó una variante sobre el logo de la revista, el dandi Eustace Tilley, con la cinta blanca anudada al cuello, ondeando, bandera de cinta. Este icono fue escogido, cuatro años después, como portada de la edición conmemorativa de las cien mejores portadas del magacín, en formato postal:

Ana Juan, Debut on the Beach (2005).

Elvira Vázquez, 1967

Buscar un espacio, hacerse presente, ocuparlo, hacerlo propio. Convertirlo en «otro lugar». Y la heterotopía empieza con el paseo. En las noventa fotos que conforman el diagrama las figuras que recorren las calles no se limitan a mirar: se exponen. No son flaneurs —anónimos, observadores, desapercibidos en la multitud— sino flaneuses: para ellas la mirada es un acto, el caminar es performativo. La flaneuse encarna una lógica de la mirada en que el cuerpo femenino deja de ser un objeto del ojo controlador o deseante. Mirada en tránsito. En Valencia, en Barcelona: Teresa Pàmies, en su libro sobre les Jornades Catalanes de la Dona, comienza cada crónica con la narración de un paseo por el centro, Ensanche abajo, hasta la Plaça Universitat. El autoretrato de la escritora como flaneuse adquiere su dimensión social en el texto acerca de la cuarta y última sesión, en que el recorrido —«fa un dia esplèndid, un d’aquells dies que te’ls passaries al carrer»— es interrumpido por el Desfile de la «Victoria»: «trenta-set anys. En aquest periode han nascut la gran majoria de les dones reunides al Paranimf», y tiene que esperar a que acaben de pasar los autos grises, y los blindados, hasta que, finalmente, «el carrer Aragó queda lliure, disponible».

Delegada del País Valencià en las Jornades Catalanes de la Dona, 1976

Tenía asignada una comunicación, no una ponencia, pero su discurso fue reconocido de inmediato como uno de los más lúcidos del congreso, y sus argumentos, combinados con los debates ulteriores, serán incorporados a las conclusiones, principalmente a los puntos nueve y diez: la revisión de la célula familiar y el derecho al libre uso del cuerpo propio. Combinando el psicoanálisis con las perspectivas de la igualdad, parte de una definición del ser humano como ser sexuado desde la infancia, plantea el deseo como pulsión y desmiente el mito de la menopausia como fase asexual. Describe la producción de género como un circuito organizado entre dos polos. Por una parte, la frigidez, enfermedad imaginaria, considerada como accidente y, a la vez, como esencia de una feminidad construida como sujeto paciente de la clínica. Por otra, el remedio, peor que la dolencia: los libros sobre técnicas sexuales donde se enseña «un conjunto de mágicas manipulaciones que liberen a las mujeres de su dolencia y garanticen una satisfacción… al menos hasta el punto que el hombre necesita para no dudar de su virilidad». Leída en el contexto discursivo de la época, su idea sobre la polarización del deseo aparece como una cuña en un momento de transición entre el régimen afectivo nacionalcatólico y la erótica mercantil socialdemócrata. Releída en nuestros días, resulta rigurosamente actual. El personaje de la frígida no ha desaparecido de la dramatis personae del teatro de los afectos; solo ha sido sustituido por otras figuras de la inexperiencia y la insuficiencia del deseo, como por ejemplo la chica «tardona», la desconectada o la «no disponible».

Carmela García, Joves Desobedients (2017). Mariló Rodríguez.

Josep-Vicent Marqués, 1978

Su artículo «Sobre la alienación del varón», publicado El Viejo Topo, recoge el legado del feminismo de la igualdad e incorpora una perspectiva que abre el camino de los estudios sobre la masculinidad. Propone una tipología de las deformaciones masculinas en relación con la mujer, en cinco personajes arquetípicos: a) Machista estricto: el que concibe la superioridad del macho como un hecho natural y «no da explicaciones al esclavo». b) Paternalista satisfecho: para él la mujer no es propiamente una esclava sino más bien un niño: hay que darle órdenes, pero también halagarlo y reconocerle virtudes accesorias. c) Paternalista angustiado: también concibe a la mujer como si fuese menor de edad, en particular como ese tipo de niño que siempre está en peligro y requiere un «programa de protección». d) Misógino clerical: Ve a la mujer como una perturbación de la racionalidad, de la formalidad, del orden. e) Misógino romántico: a diferencia de los anteriores, se muestra convencido de que la mujer es, en ciertos aspectos, superior al hombre, pero les virtudes que le atribuye son esencialistas, fantasiosas y, en úlitma instancia, asociales: la mujer es «mejor» porque está más cerca de las fuerzas de la tierra, porque es un ser acuático y nada bien, porque es una diosa (doméstica).

Para Marqués la angustia es el sentimiento estructural que pone en funcionamiento las deformaciones. Angustia ante los cambios en las atribuciones sexuadas, y también, como sugerirá tres años después, en su intervención en las II Jornadas Sobre el Patriarcado, ante la presión social para «ser una mezcla de Einstein, Juan Tenorio y John Wayne», que lleva al hombre a «fingir que tiene un poco de cada uno de ellos, mientras sufre porque hay otros que son más machos».

Las terribles y la banda maldita, 1986

María Huertas, 1987

Formada en la escuela de la antipsiquiatría, que tuvo uno de sus focos experimentales en el Hospital de Bétera, como fundadora de Mujeres por la Salud promovió talleres en los barrios de la Malvarrosa y el Cabanyal, así como en la cárcel, trabajando sobre autoconocimiento, sexualidad y menopausia. Cuando la Seguridad Social deja de financiar los tratamientos neuropsiquiátricos y se restringe la venta de farmacopea, Huertas y sus compañeras se encuentran de improviso con una multitud de amas de casa de edad avanzada, adictas a los psicofármacos, que se ven obligadas a recorrer a los centros de salud mental. «Eran mujeres diagnosticadas con trastorno depresivo y con tratamiento de antidepresivos y ansiolíticos, que hacía veinte años que tenían el mismo tratamiento. Y cuando mirabas su historial veías que quizá nunca habían tenido depresión». Son los años en que la prensa publica noticias diarias sobre la heroína, y las librerías se llenan de textos sensacionalistas sobre los jóvenes y la droga, pero el drama de las abuelas que fueron víctimas de la medicalización obligatoria y el higienismo irresponsable, atrapadas en la cinta rodante de las labores domésticas, es estratégicamente silenciado, con pocas excepciones:

Maria Llopis y su abuela en el dormitorio, 2006

Ella casi nunca se queda desnuda, porque en cuanto se quita una prenda de ropa se pone otra. Se viste y se desviste muy despacio, con mucha atención. Me encantan sus sujetadores color carne, de los que siempre cuelgan llaves, para no perderlas.

García, que fue fotógrafa de prensa antes de trasladar su trabajo al sector del arte, sigue creyendo en la foto como artefacto hipnótico, como dispositivo emocional y, a veces, como forma ejemplar. Algunas de sus imágenes más conocidas son instantes utópicos, paraísos, terrenos activados por el deseo, conquistados por la toma de tierra, cartografiados de nuevo. El fotoperiodismo musical es uno de los códigos que utiliza para construir el cuerpo poderoso. Las instantáneas del público asistente a los festivales le han servido para crear situaciones intensas, instantes decisivos. Además de los dos retratos de grupos musicales, en la exposición la fotografía de banda aparece como modelo para registrar las organizaciones. 

La técnica de García es representativa del cambio de estatus que ha experimentado este subgénero en un momento en que la accesibilidad de la música, y las transformaciones en las maneras de compartirla, han ido convirtiendo la foto de estudio de la banda en un formato extemporáneo, o en un complemento menor de otras tácticas promocionales más colaborativas. Menospreciada por las empresas discográficas, la instantánea de estudio es reapropiada por algunas artistas, que encuentran en ella la forma más apropiada de representar la faceta fantasiosa de la sexuación: el género presentado como si pudiera ser solo un estilo, como si bastara, para cambiarlo, con despojarse del vestido.

Guardia de seguridad en el Ágora de la UPV, 2009

Cuando lo llamaron al busca no daba crédito, se lo hizo repetir dos veces, y mientras aceleraba el paso hacia la zona de césped trataba de visualizar aquel aviso extemporáneo. De ser cierto, la cosa era más grave que un rifirrafe entre estudiantes, le vino a la memoria una escena de los vídeos de la productora Private, de los que hacían al aire libre, pero solo conseguía imaginarse una chica con una carpeta, y pensó que tendría que protegerla, que podía pasarle cualquier cosa: nada lo había preparado para la visión del rectángulo de hierba ocupado por cuerpos yacentes, cuerpos desnudos, ni un hilo de ropa: enseguida vio que los mirones que se habían acercado, atraídos por los gemidos, eran la menor de sus preocupaciones, el que más se había arrimado se mantenía a una distancia prudencial, a cuatro o cinco metros, y esbozaba una sonrisa azorada, como si no se atreviese a reír del todo, él y los demás parecían el visitante del parque que, al mirar la familia de tigresas en el foso, se pregunta si la reja es bastante alta, pero como el guardia era decidido se hizo la ilusión de que cuando vieran su uniforme lo dejarían correr, con un poco de suerte no sería necesario llamar a la policía de veras, y así llegó y se quedó, por un momento, en pie en mitad del prado, el único vestido —recordó que los nudistas llaman «textiles» a quienes no lo son—, y la chica que tenía más cerca, al verlo dijo, gimiendo, «¡Unas botas! ¡Qué morbo! ¡Me corro!», y de esta impensada manera, involuntaria y oportunamente, colaboró en la acción organizada por el colectivo Video Arms Idea, y así lo vieron los treinta y cuatro mil espectadores que llegó a tener la película filmada por las promotoras.

Cristina Lucas, La anarquista (2001).

María Huertas, 2011

Me parece que ha habido una generación intermedia, la que ahora tiene entre cuarenta y cincuenta años, donde el feminismo apenas ha tenido lugar. Es como si las hubieran engañado. Han tenido posibilidades que creen que son las mismas que las de sus hermanos, porque igual que ellos han ido a colegios mixtos, han ido a la universidad y han encontrado trabajo. Es esta generación la que te dice: «Pues yo no veo ninguna diferencia entre hombres y mujeres». Curiosamente es la misma generación que después, en mi trabajo, en salud mental, te cuenta que sufre maltratos, vejaciones y de todo, igual que, no digo ya nuestra generación, que en la mía lo he vivido menos porque me he relacionado con mujeres y con hombres que eran un poco especiales, sino la de nuestros padres. Han creído que estaba todo hecho.

¿Una generación engañada? ¿Un eslabón perdido? Si atendemos a la gradación de edades que presenta Imágenes de(l) poder la hipótesis parece confirmarse: en la sección principal las representantes de la hornada nacida entre los sesenta y los setenta son minoría. Puede aducirse, no obstante, que a pesar de este corte demográfico son precisamente las creadoras y pensadoras de esta promoción quienes han establecido los códigos del arte sobre género en España, con el respaldo de instituciones como Arteleku o el IVAM, que dedican a estos asuntos una parte sustancial de sus respectivos programas. Por esta razón es relevante el vídeo realizado con el equipo de fútbol Las Heidis, donde buena parte de las jugadoras pertenecen a la generación intermedia. «Heidi ix [sale] de l’armari» es su eslogan. Habría sido previsible que la artista las mostrase saliendo al campo, o al entrenamiento. En cambio, ha creado una escena original: las jugadoras que entran de una en una, vestidas con su uniforme, en una sala de juntas, se aposentan en torno a la mesa y se pasan el balón, rodando, de mano en mano. Es una secuencia muda que performa la ocupación del espacio decisorio, y la sustitución del hábito visual establecido, siguiendo una línea que había trabajado, en el terreno del retrato fotográfico, Laura Torrado, en su serie Masculino y poder.

Carmela García, Dones progressistes (2017). Herminia Royo García, Amàlia Alba Tarazona y Julia Sevilla Merino.

Iconografía de la toma de poder. Cinco estadios: Irrupción, Emergencia, Sustitución, Visibilización, Consolidación.

Cada uno de estos modelos iconográficos representa un despliegue simbólico del cuerpo. En el sistema de las imágenes la adquisición del poder se juega en la dinámica entre figuras emergentes y figuras consolidadas. El repertorio imaginario mediático da prioridad a la foto musical porque la industria de la música es uno de los únicos espacios donde las jóvenes pueden ser poderosas, de manera que las cantantes aparecen con frecuencia como cuerpos simultáneamente emergentes y consolidados pero también vulnerables al escrutinio popular sobre la apariencia y la vida privada. Las imágenes de emergencia son ambivalentes: indican un inicio revolucionario pero pueden suscitar el paternalismo angustiado del que habló Marqués. El «programa de protección» adopta hoy el disfraz de la corrección política y se justifica con las lógicas de la vulnerabilidad y la precariedad, que dejan en fuera de juego a aquellos cuerpos que, legítimamente, quieren imaginarse coma invulnerables. La escena de la irrupción es, asimismo, ambivalente: una vez fuera del armario, ¿adónde irá el sujeto irruptivo? Los medios, ¿le dejarán seguir su camino o lo confinarán a un reducto donde le seguirán preguntando, por siempre jamás, por el movimiento de salida, convirtiendo la película de una vida en la foto fija de la irrupción?

En Imágenes de(l) poder esta dinámica funciona una manera bien distinta, proponiendo un hábito cultural prospectivo. Hay algunos logrados iconos de la irrupción, como el grupo de jóvenes, casi adolescentes, que trabajan en el barrio de Brúfol. Pero el código visual que predomina es el de la consolidación: la fisicidad firme, madura y establecida, vinculada al poder cultural. El gran retrato de la librera y, sobre todo, el de Berenguer, que no es un cuerpo: es un archivo, un rincón de estanterías, volúmenes, una caja de cartón, atada con un cordel, donde alguien ha escrito la palabra «Transició». El cordel de la estudiosa, el eslabón ilustrado. Archigrafía: perfil de una figura que ha adquirido el peso y el volumen del saber que generó.

Berta García Faet, 1996

a los ocho años a los ciento cincuenta centímetros / de hueso / alegre y músculo alegre / llegó el peligro de poder reproducirme / y de poder multiplicarme / sin literatura / y un sol azul / manchaba de estrógenos y progesterona / los geranios / y un sol azul / manchaba de vello recién nacido / las tímidas / axilas (Daño nº8)

Músculo de niña, línea de fuerza, carne. Una frase corporal, cordón, atadura, violante, embarazo, son:

Tikatú, 2017

La serie de artículos sobre arte contemporáneo Nubada en prosa se publica, en un puente Barcelona-Sevilla, en colaboración con la revista Núvol.

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Fuentes audiovisuales:

Gisbert Jordá, Concepción, Dolores Sánchez Durá y Mª Teresa Yeves Bou, Memoria del Feminismo en el País

Valenciano (1970-1997) https://feministasvalencianas.wordpress.com

Felipe, Juan, Sara: Una mujer de temple (documental, 2010).

Indomables: Una historia de Mujeres Libres (documental, 2013).

Llopis, María, El streaptease de mi abuela (vídeo, 2006).

Bibliografía:

Dones de Frontera 

Bostezo, nº7: Dossier Atropología de los genitales (2008).

Barry, Judith, Body Without Limits, Salamanca: DA2, 2009.

Caballé, Anna, El feminismo en España, Madrid: Cátedra, 2013.

Chirinos, Eduardo (Ed.) Rosa Polipétala: Artefactos modernos en la poesía española de vanguardia (1918-1931), Lima: Estruendomudo, 2009.

García, Carmela, Constelación, León: MUSAC, 2009.

«Visibilidad. Hacerse oír. Explosionar» en Adonay Bermúdez, Lanzarote: Arte y temporalidad, Las Palmas: Ediciones Remotas, 2014.

Marqués, Josep-Vicent, «Sobre la alienación del varón» en El Viejo Topo, nº19, abril 1978. Reimpresión en EVT, nº342-343, julio-agosto 2016, pp. 29-35.

Martín Casamitjana, Rosa Maria, «Lucía Sánchez Saronil: De la vanguardia al olvido» en DOUDA nº3, 1999, pp.45-66.

Miguel, Luna (Ed.), Sangrantes, Jerez de la Frontera: Origami, 2013.

Muñoz Álvarez, Vicente (Ed.), 23 Pandoras, Tenerife: Baile del Sol, 2009.

Pàmies, Teresa, Maig de les dones: Crònica d’unes Jornades, Barcelona: Laia, 1976

Torres, Diana J. , Pornoterrorismo, Tafalla: Txalaparta, 2011

¿Es Harvard de izquierdas?

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Barack Obama cuando estudiaba en Harvard, c. 1992. Foto: Getty.

¿Es Harvard de izquierdas? Una pregunta sorprendente que quizás nadie se haya planteado. Y que probablemente muchos descarten de inmediato, al ser la universidad que lleva más de un siglo formando a las élites del país dominante del mundo occidental (y también a las de otras latitudes). Solo espero que después de leer estas líneas alguien se replantee los lugares comunes.  

La Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts), fundada en 1636, es la más antigua de Estados Unidos (la más antigua de América es la de San Marcos en Lima). En realidad, fue la primera en las colonias británicas de América del Norte (en la Colonia de la Bahía de Massachusetts). Originalmente no se llamó Harvard y estaba dedicada a la formación de clérigos de la Iglesia congregacional.

El congregacionalismo, derivado del calvinismo, nació del movimiento puritano de la Iglesia anglicana a caballo de los siglos XVI y XVII. Fue en las colonias norteamericanas donde más arraigo tuvo y aún tiene (Barack Obama, juris doctor por Harvard, es miembro de esta Iglesia). En esta organización religiosa cada congregación se rige de manera independiente y autónoma. No reconocían la autoridad papal (al igual que todas las ramas del protestantismo) y eliminaron las jerarquías eclesiásticas (obispos, cardenales, etc.). Las comunidades se regían por asambleas formadas por fieles y pastores religiosos (de ahí la importancia dada a su formación). Las funciones y responsabilidades se repartían. Y crearon sistemas de controles y equilibrios (checks & balances). Las iglesias eran los ayuntamientos de Dios. Y buscaban el entendimiento y alianzas con otras congregaciones (como en un sistema federal, que fue el desarrollado tras la independencia de la Corona británica).

Estas comunidades religiosas tuvieron mucho peso en la vida política, social y cultural de Estados Unidos. Su forma de organizarse influyó en el establecimiento de las primeras instituciones democráticas en Nueva Inglaterra (la región geográfica formada por los estados de Maine, Vermont, New Hampshire, Massachusetts, Rhode Island y Connecticut). Los expertos atribuyen a estas primeras comunidades religiosas en Massachusetts la adhesión a unos principios legales fundamentales, las limitaciones sobre la autoridad humana con el fin de evitar abusos y situaciones de privilegios, el libre consentimiento, el autogobierno y una amplia participación laica en el mismo. Conceptos asumidos hoy en día, pero no a finales del XVI. La creación de muchas de las primeras universidades como Harvard y Yale también están en su haber.

En 1638 la universidad, que pasó a llamarse Harvard al año siguiente, dispuso de la primera imprenta en el Nuevo Mundo anglosajón (la primera data de 1536 en México). Lo primero que imprimieron fue el Freeman’s Oath, documento que daba fe de que el portador estaba libre de cuentas pendientes con la justicia (además de jurar su lealtad a Massachusetts y su Gobierno). A esta especie de certificado de buena conducta le siguió un almanaque y posteriormente los Salmos de David, el rey músico.

El Freeman’s Oath protagonizó la Constitución de la República de Vermont en 1777, la primera del mundo occidental donde todos los hombres tenían derecho a voto, independientemente de su condición económica. Con el tiempo pasó a denominarse como el juramento del votante (Voter’s Oath) y se aplicó en distintos estados del nuevo país independiente. En 2007 Vermont modificó por ley algunos pasajes para facilitar su uso y adaptarlo a estos tiempos digitales.

John Harvard, clérigo de la Iglesia congregacional, fue el gran impulsor de la universidad, que tomó su nombre en 1639. Estudiante de la Universidad de Cambridge en Inglaterra, dejó en herencia la mitad de su patrimonio (setecientas setenta y nueve libras) y cuatrocientos libros. Así nació la que hoy es la mayor biblioteca académica del mundo con 20,4 millones de ejemplares, cuatrocientos millones de manuscritos, diez millones de fotografías, ciento veinticuatro millones de páginas web archivadas y 5,4 terabytes de archivos digitales. Ochocientas personas trabajan en las más de setenta unidades que conforman la biblioteca (cuyo grueso es subterráneo y se extiende por debajo del patio principal de la entrada, donde está la estatua de John Harvard, y varios de los edificios colindantes).  

Harvard y la fundación de Estados Unidos

A lo largo del siglo XVIII la Ilustración tuvo una gran acogida en su claustro. El llamado Siglo de las Luces, el del poder del conocimiento y la razón encontró en Harvard a un gran aliado en las colonias británicas de América del Norte. Y como faro de Massachusetts su luz fue decisiva en la independencia del Reino Unido de Gran Bretaña. La influencia de la Ilustración británica (y la francmasonería) tenía hilo directo con los puertos de las colonias; la influencia de los ilustrados franceses se resume en tres de los padres fundadores: Benjamin FranklinThomas Jefferson y John Adams. El primero, natural de Boston, inventor del pararrayos y de las lentes bifocales además de periodista y editor, fue el primer embajador en Francia de Estados Unidos desde 1778. Le sustituyó en el cargo el virginiano Thomas Jefferson, quien sería el primer ministro de Exteriores de la nueva república (secretario de Estado). Estos dos, Franklin y Jefferson, más John Adams (quien sirvió en Francia bajo Franklin) formaron parte del Comité de los Cinco: elaboraron el primer borrador de la Declaración de Independencia de las trece colonias. Jefferson quería que el texto definitivo fuese de Adams, licenciado por Harvard. Pero este declinó y convenció al Comité de que fuese Jefferson quien rematase el documento final. Ambos se comprometieron a colaborar estrechamente en su elaboración.

En esa Declaración de Independencia de 1776 se encuentra el texto que es el principio fundacional de la izquierda: «todos los hombres son iguales». Además cita como derechos inalienables el de la vida, la libertad y la consecución de la felicidad. Esta declaración se considera como la primera de la historia en hacer referencia a derechos humanos. La Revolución francesa, otro hito de la izquierda, es posterior, de 1789.

John Adams fue el segundo presidente de Estados Unidos, sustituyendo a George Washington, de quien había sido vicepresidente. Y es el primero de los treinta y dos jefes de Estado graduados por Harvard. Thomas Jefferson fue su vicepresidente y le relevó como tercer presidente.

Abigail Adams, esposa de John Adams y madre de John Quincy Adams, sexto presidente de Estados Unidos y también de Harvard, fue una activista por los derechos de la mujer, empezando por el acceso a la educación, que ella no tuvo (fue autodidacta y organizaba círculos de lectura e instrucción para mujeres). Peleó por la independencia económica femenina y el derecho de las esposas a tener propiedades a su nombre (y dio ejemplo llevando las finanzas e inversiones de su familia). Se opuso abiertamente a la esclavitud.

Harvard y las mujeres

Gertrude Stein, 1935. Fotografía: Carl Van Vechten / Library of Congress.

Radcliffe College fue fundado en 1879 como la universidad hermana de Harvard. Empezó llamándose Harvard Annex. El banquero, escritor y pedagogo Arthur Gilman y su esposa Stella Scott impulsaron el proyecto. Rápidamente se convirtió en el principal centro de educación superior para mujeres del país, además de ejemplo a seguir. Formaron parte de la asociación The Seven Sisters (cuatro eran de Massachusetts, dos de Nueva York y una de Pensilvania). En 1894 el Anexo pasó a llamarse Radcliffe College. Y seguían contando con los profesores de Harvard para dar clases. A medida que iban pasando los años, las reticencias iniciales de los preceptores fueron vencidas y las tensiones se trasladaron al ámbito salarial.

En la turbulenta década de los sesenta, las diferencias entre los alumnos de ambas universidades eran notorias. Los códigos eran más estrictos en Harvard y más laxos en Radcliffe (donde, por ejemplo, ellas ya podían vestir pantalones). Y comenzaron las conversaciones para fusionar ambos centros. La «fusión-no fusión» no se produjo hasta 1977. Implicaba compartir funciones administrativas, recursos económicos, levantaba el techo de admisiones en Radcliffe, que salía reforzada, y las estudiantes podrían usar las instalaciones de Harvard. Aunque los campus, sobre todo las residencias de estudiantes, continuaron separados físicamente. La plena fusión no se produjo hasta 1999.

Algunas de las mujeres importantes que pasaron por Radcliffe son Jill Abramsonque fue editora ejecutiva del New York Times; la autora Margaret AtwoodDeborah Batts, la primera afroamericana LGTB en ser juez federal (en Nueva York); Susan Berresford, presidenta de la fundación Ford; Benazir Bhutto, expresidenta de Pakistán; la escritora Marita Bonner, asociada al Harlem Renaissance y al New Negro Movement; Eva Beatrice Dykes, la primera afroamericana en conseguir un doctorado; la historiadora Elizabeth EisensteinBarbara Epstein, fundadora de The New York Review of Books; la periodista y presentadora de Democracy Now! Amy Goodman; tres ganadoras de premios Pulitzer, Linda Greenhouse, Maxine Kumin y Alison LurieAmy Gutmann, presidenta de la Universidad de Pensiilvania; la ganadora de un Óscar Josephine Hull; la espía de la II Guerra Mundial Virginia Hall; la cofundadora de la NAACP y activista de los derechos de la mujer Mary White Ovington; la sufragista Maud Wood Park; la rockera Bonnie RaittEdie Sedgwick, musa de Warhol en los sesenta; Gertrude Stein, etc.

La historiadora Drew Gilpin Faust pasó de ser decana de Radcliffe a la presidencia de Harvard en 2007. Es la primera mujer que accedió a la cabeza de la institución. Sigue en el cargo.

Harvard y la música popular

El descubrimiento y auge de la música popular y tradicional estadounidense pasa por tres organizaciones (el Partido Comunista de Estados Unidos, Harvard y la Biblioteca del Congreso) y dos apellidos (Lomax y Seeger, padres e hijos).

John Lomax (1867-1948) nació en un pequeño pueblo del estado de Mississippi. Con dos años, su familia se trasladó a Texas. El viaje lo hicieron en un carro tirado por bueyes. Su padre había comprado tierras en medio del estado, donde invirtió en ganado y cultivó maíz y algodón. El joven Lomax aprendió las canciones de los vaqueros. Y un esclavo negro liberado, contratado por su padre, le enseñó otras canciones y los bailes afroamericanos de la época. Al llegar a la mayoría de edad, veintiún años, sus obligaciones familiares (el trabajo en el rancho) dieron paso a su necesidad de aprender. Con las ganancias ahorradas por sus padres emprendió el camino universitario. Dos años después ya estaba dando clase en una escuela rural. Encontró otro empleo mejor, pero seguía aspirando a más: una universidad de prestigio. Para eso necesitaba una intermedia, para poder dar el paso. Con veintiocho años se matriculó en la Universidad de Texas en Austin. En su equipaje llevaba cuidadosamente anotadas las canciones vaqueras que había aprendido. Sus profesores las despreciaron. En dos años se graduó en Literatura y consiguió un trabajo en la universidad que compatibilizó con otras actividades en el campus. Su afán de superación mantuvo su interés por reforzar su formación. Aceptó una oferta de la Universidad de Texas A&M. En septiembre de 1906 cumplió su sueño de entrar en una de las grandes, la más grande, Harvard. Había logrado una beca del sistema educativo texano para obtener el doctorado. Ahí se encontró con dos profesores vivamente interesados en su legado de repertorio vaquero. Ambos le aconsejaban la labor de campo, salir y buscar el repertorio y estudiar sus fuentes. Harvard era el centro neurálgico de los estudios sobre el folclore americano. Un campo nuevo de estudio, en el que fueron pioneros. Esta faceta de investigación y descubrimiento se encuadraba dentro de la Facultad de Literatura. George Kittredge era el catedrático que había heredado el puesto de su mentor, quien había iniciado una obra magna de ocho volúmenes, Popular Ballads of England and Scotlandque Kittredge completó. El presidente Franklin D. Roosevelt, William Burroughs, Lomax, Robert Winslow Gordon y otros relevantes folcloristas, alguno tejano, fueron sus alumnos más destacados. Kittredge era desde 1904 el presidente de la Sociedad de Folclore Americano.  

Cuando John Lomax logró el doctorado, volvió a Texas A&M. Con el impulso de sus profesores de Harvard formó la Sociedad de Folclore de Texas con un compañero de facultad. Publicó un libro, el primero de varios, que le dio a conocer fuera de Texas: Cowboy Songs and Other Frontier Ballads, con prólogo de otro graduado de Harvard, el expresidente Theodore Roosevelt. Su actividad ahora incorporaba el circuito de conferencias y seminarios. Lo que de alguna forma impidió que completase el libro sobre el folk afroamericano.

Su creciente reputación impulsa a Kittredge a proponerle como su sucesor al frente de la Sociedad de Folclore Americano. Lomax aceptó a cambio de que su maestro fuese el vicepresidente.

Texas era terreno fértil para un folclorista y musicólogo como Lomax. Convivían tres músicas: la blanca, la negra y la mexicana. Recopiló más de diez mil grabaciones para el Archivo de Canciones Folk Americanas de la Biblioteca del Congreso. La creación del Archivo en 1928 es otra iniciativa surgida desde Harvard, bajo la dirección de Robert Winslow Gordon (alumno de Kittredge)

Lomax no se limitó a Texas. Amplió sus horizontes a otros estados del sur, descubriendo y manteniendo viva la tradición del blues original. Su hijo Alan ya le acompañaba y estuvo presente cuando descubrieron a Leadbelly en la cárcel estatal de Luisiana.

Charles Seeger (1886-1979) nació en Ciudad de México de padres estadounidenses. En 1908 se graduó por Harvard y se fue a completar su formación a Colonia (Alemania), donde llegó a dirigir la orquesta de la ópera de la ciudad. Problemas auditivos le forzaron a dejar la música activa y entró a trabajar de profesor de música en la Universidad de Berkeley (1912-1916), impartiendo el primer curso de Musicología en una facultad de Estados Unidos. Fue despedido por su posición contraria a la entrada de EE. UU. en la I Guerra Mundial. La Escuela Julliard le contrató. Colaboró con otras universidades de primer nivel como UCLA y Yale. De 1935 a 1953 trabajó en diferentes programas gubernamentales nacidos al amparo del New Deal de FDR (Franklin Delano Roosevelt, otro Harvard man). El proyecto más destacado fue el Federal Music Project, que, bajo la dirección de Seeger, abarcó la música popular y no solo la clásica.

Mucho se ha especulado sobre la pertenencia o no de Charles Seeger al Partido Comunista de Estados Unidos. La versión definitiva la fijó su hijo, Pete Seeger, cuando confirmó que su padre abandonó el partido en 1937. Sucedió tras leer unas transcripciones de varios testimonios de unos juicios en Moscú: comprendió que las confesiones habían sido obtenidas bajo tortura. Pete militaba en las juventudes comunistas desde los diecisiete años (1936) y con la mayoría de edad se afilió al Partido. En 1949 se dio de baja.

Woody Guthrie, 1943. Fotografía: Al Aumuller / Library of Congress.

En la década de los cuarenta los artistas folk eran asiduos en los actos del Partido Comunista norteamericano. Pete Seeger era un fijo. Woody Guthrie y otros como Lee Hays, Josh White o Burl Ives eran habituales. Varios de ellos formaron grupos, como los Almanac Singers y The Weavers. Tenían su base en la ciudad de Nueva York, donde floreció el renacimiento del folk desde el Greenwich Village y se expandió al resto del país. Con Pete Seeger al mando. Y bajo el manto protector de Alan Lomax, el hijo de John. Todos ellos formaron en 1945 la organización People’s Songs (Canciones Populares), bajo el paraguas de una federación sindical en la que el Partido Comunista pesaba mucho. El objetivo era «crear, promover y distribuir canciones de trabajo y del pueblo americano». De 1946 a 1950 editaron una revista trimestral del mismo nombre y un boletín semanal de noticias. Las vicisitudes de la II Guerra Mundial y las circunstancias que la provocaron dejaron muy tocado al Partido Comunista. El cambio de rumbo del pacto HitlerStalin a la URSS formando parte del bando aliado tras la invasión nazi tuvo su reflejo en las actividades de los integrantes. Y los cambios de posición se escuchaban por las ondas. Alan Lomax simultaneaba su trabajo en Washington en el Archivo de Folk de la Biblioteca del Congreso con un programa semanal de radio en CBS junto a Nicholas Ray, futuro director de Rebelde sin causa y que sería un personaje fundamental en la escena pionera del rock & roll madrileño de principios de los sesenta. La postura de promover la no intervención de EE. UU. en el previsible conflicto armado cambió en cuanto las tropas nazis avanzaron hacia la URSS. La gente se olió que se promovían los intereses de otro país y no los del propio.

Alan Lomax (1915-2002) continuó la labor iniciada por su padre. Y en muchos casos podemos decir que la superó porque tuvo la tecnología de su parte. Pudo viajar fuera de Estados Unidos. Su labor de campo en España, auspiciada por Columbia Records, acabó siendo la base de inspiración para el álbum Sketches of Spain de Miles Davis (y Gil Evans). Una grabación indispensable para entender parte de la música española de fusión desde finales de los sesenta. Su faceta de promotor musical sirvió de apoyo financiero y plataforma para muchos de los artistas y autores que se dieron a conocer gracias a sus esfuerzos.

La II Guerra Mundial cortó los fondos destinados al Archivo. Lomax hijo no se amilanó. Estaba acostumbrado desde pequeño a sufrir dificultades. Problemas graves de salud impidieron su plena asistencia escolar. Aprendió en casa. Cuando llegó la hora de enrolarse en Harvard, los problemas de salud fueron maternos. Su madre falleció en primavera. La Gran Depresión debilitó las finanzas familiares. Harvard ayudó económicamente. Y Alan Lomax pudo completar su segundo año de carrera ahí. Sus ideas políticas son de este periodo (ya saben, el ambiente universitario). Las complicaciones de salud entonces aparecieron en forma de neumonía. Sus notas se resintieron. Y esto afectaba financieramente. Se tomó un año sabático y, una vez recuperado, acompañó por primera vez a su padre. Alternaba sus estudios (ahora ya en Texas) con los desplazamientos ayudando a su progenitor.

Un estudiante, Joe Boyd, organizaba mientras los conciertos de blues en Harvard. Después de graduarse trabajó con George Wein, promotor de los festivales de jazz y folk de Newport y propietario del club y sello discográfico Storyville. Boyd estuvo al frente de la mesa de sonido en 1965 cuando Bob Dylan se presentó en el Newport Folk Festival con una banda eléctrica. Su relato del escándalo es el más fidedigno y pone de manifiesto la bochornosa actitud de Pete Seeger, quien quiso cortar la fuente de corriente eléctrica a hachazos. Al año siguiente, Boyd montaba la filial británica de Elektra Records en Londres. En 1966 abrió el club UFO en Londres con el activista John Hopkins (abandonó la física nuclear por la fotografía y el underground). Pink Floyd era la house band. Produjo su primer single, «Arnold Layne». Continuó produciendo: Incredible String Band, Soft Machine, Fairport Convention, Nick Drake, Maria Muldaur, REM, los dos Songhai (ante la insistencia de Lucy Durán, hija del compositor republicano Gustavo Durán) de Ketama con Toumani Diabaté y Danny Thompson en coproducción con Mario Pacheco de Nuevos Medios, las bandas sonoras de A Clockwork Orange de Kubrick y Deliverance de John Boorman, etc. En 1973 produjo A film about Jimi Hendrix.

Harvard y el humor liberal

El concepto estadounidense de liberal difiere del europeo. Ahí es sinónimo de progresista mientras aquí es un término económico que define una opción de derechas. Por otra parte, el humor siempre ha llevado una carga crítica en su mochila. De más peso si es de carácter político-social. En la tradición anglosajona las caricaturas de los poderosos estaban y están al orden del día (salvo si afectan a la Corona británica). Los rumores y maledicencias en forma de viñetas o chistes eran y son frecuentes. Y ha sido un arma usada también por los cuerpos diplomáticos y servicios secretos. Se decía en su día que los populares «chistes de Morán» eran fruto de la embajada de Estados Unidos en Madrid, para desprestigiar al entonces ministro socialista de Exteriores.

Imagen: Harvard University Archives.

En 1876 siete estudiantes de Harvard fundaron el Harvard Lampoon (La sátira de Harvard) ante el rechazo del Harvard Advocate (1866) a publicarles una historia satírica. El Advocate es la revista decana de arte y literatura de las universidades en EE. UU. Por sus páginas han desfilado Theodore Roosevelt, E. E. Cummings, T. S. Eliot, Malcolm Cowley (víctima de la caza de brujas y cofundador de la izquierdista League of American Writers), James Agee (Pulitzer 1958), Leonard Bernstein, Norman Mailer, Adrienne Rich de Radcliffe (feminista que rechazó el premio Nacional de las Artes y finalista del Pulitzer póstumo por su obra poética). Algunos escritores como Ezra Pound o Tom Wolfe publicaron en la revista sin estar asociados a Harvard. Hoy en día, desaparecidas Punch (1841) y Puck (1871), en las que se inspiraron, son la segunda revista más longeva del mundo.

Los rechazados, ni cortos ni perezosos, imprimieron su artículo y lo clavaron en los árboles del campus. El éxito fue rotundo y los alumnos pidieron más historias. Así nació el Harvard Lampoon. El foco estaba puesto en la sociedad de Boston. Entre los principales primeros miembros y socios de la revista encontramos al futuro magnate de los medios W. R. Hearst y al filósofo George Santayana. Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás (Madrid, 1863-Roma, 1952) llegó a Boston desde Ávila con ocho años. Escribió en inglés y mantuvo su pasaporte español. A los cuarenta y ocho años abandonó su profesorado en Harvard y regresó a Europa. Su último deseo fue ser enterrado en el panteón español de Roma, donde murió tras haber residido en Ávila (donde había permanecido su padre), París y Oxford. Billy Joel en su «We Didn’t Start The Fire» (1989) cita su fallecimiento como uno de los hechos relevantes de 1952.

La labor de Santayana como editor y dibujante del Lampoon era simultánea a su presidencia del Philosophical Club, que había fundado, a O.K., la sociedad literaria de la que formaba parte, y al Harvard Monthly, revista literaria mensual de la que era cofundador. Formó parte de la Edad de Oro de la Facultad de Filosofía de la universidad. Entre sus alumnos más destacados están T. S. Eliot, Robert Frost, Gertrude Stein, Horace KallenWalter LippmannW. E. B. Du Bois. Ya en Europa, apoyó decisivamente a Bertrand Russell.

Su The Sense of Beauty (1896) es el primer ensayo sobre estética escrito en Estados Unidos. Los cinco volúmenes de The Life of Reason (1905-1906) son el primer tratado sobre el pragmatismo. Ateo, con respeto por las creencias y valores cristianos, fue un firme defensor de las teorías evolucionistas de Darwin. El aforismo más conocido de Santayana, traducido al español, es el de «Quienes no conocen su pasado están condenados a repetirlo».

A principios de la década de los sesenta, el espíritu crítico y sarcástico del Lampoon comenzó a traspasar el reducto de Harvard. Sus especiales para revistas (Mademoiselle, Esquire) aumentaban las ventas de las mismas. Sus parodias de James Bond (1962), Playboy (1966), Time (1968), Cosmopolitan (1972) y Sports Illustrated (1974) fueron éxitos en kioscos y librerías. Ante el impacto de El señor de los anillos entre los hippieslos editores del Lampoon editaron en 1969 el libro Bored of the Rings. La notoriedad alcanzada llevó a la creación de la revista National Lampoon y del espectáculo Lemmings en 1973, que supuso el debut escénico de John Belushi en Nueva York y cuya segunda parte era una parodia del festival de Woodstock. El espectáculo contaba con Chevy Chase como actor, músico y guionista. También empezaron a hacer un programa semanal de radio, The Lampoon Radio Hour (1973-1974). En este espacio encontramos el embrión de los Not Ready For Prime Time Players del programa de TV Saturday Night Live (SNL): Chevy Chase, John Belushi, Gilda Radner y Bill Murray. De primeras se llamó NBC Saturday Night.

Douglas Kenney, Henry Beard y Rob Hoffman son la santísima trinidad de esta evolución, que revolucionó la comedia y el humor estadounidense (y cuya influencia se extendería a los programas en directo de TV). Kenney y Beard renovaron la revista satírica de Harvard. Juntos escribieron Bored of the Rings y con Hoffman, otro alumno de Harvard, fundaron la revista National Lampoon. En 1974 distribuían ochocientos treinta mil ejemplares de media cada mes. Batieron su récord en octubre de ese año con un millón de copias. En 1975 los tres fundadores vendieron la revista por 2,8 millones de dólares y abandonaron la publicación. Uno de los «alumnos» aventajados del trío en la revista era Michael O’Donoghue.

Cuando Saturday Night Live inició sus emisiones en octubre de 1975, O’Donoghue era el jefe de guionistas (y suyas fueron las primeras palabras del programa). Desde finales de noviembre Chevy Chase comenzaba el informativo del espacio anunciando: «El Generalísimo Francisco Franco sigue muerto». A veces variaba y anunciaba: «El Generalísimo Francisco Franco sigue luchando valientemente por permanecer muerto».

SNL ha sido la más formidable cantera de cómicos estadounidenses (guionistas y actores). La raíz de Harvard en el espacio se mantiene hoy en día con Colin Jost, guionista desde 2005, supervisor de guiones entre 2009 y 2012, guionista en jefe desde 2012 hasta 2015 y actualmente copresentador del informativo.

El éxito del show televisivo, que recogió la herencia Lampoon, facilitó la salida profesional de muchos escritores surgidos de Harvard: pasaron a trabajar para programas como The SimpsonsFuturamaLate Night with David LettermanSeinfeldFriends, etc. Por no mencionar los libros y películas originados gracias al ingenio de estudiantes y graduados de Harvard.

La gran traición

El sentimiento de pertenencia es muy acusado entre los graduados de las universidades estadounidenses. Y cuanto más exitosas sean, tanto a nivel académico como deportivo, mayores serán las ataduras. Los alumnos de Harvard, considerada la primera del mundo, no son ajenos a esta circunstancia. Y su rivalidad con el vecino Massachusetts Institute of Technology (MIT), fundado en 1861, es legendaria. La lista de bromas, trastadas, barrabasadas y dislates daría para un libro. Por eso, la fuga de Noam Chomsky fue especialmente dolorosa.

De 1951 a 1955 Chomsky, graduado por la Universidad de Pensilvania, fue elegido por Harvard para formar parte de su Society of Fellows, donde preparó su doctorado. Esta sociedad está formada por un selecto grupo de estudiantes designados por su potencial. Si eres seleccionado, se te asigna una beca que cubre los tres años que se precisan para desarrollar las investigaciones encaminadas a la obtención del doctorado. La permanencia en la Sociedad es vitalicia. Los nuevos deben venir avalados por un doctor miembro. El único requisito es residir en el campus durante los tres años de labor.

Chomsky, activista contra la guerra del Vietnam, no solo cometió el pecado de «abandonar» Harvard y aceptar la oferta para dar clases en el MIT. Se metió en la boca del lobo. En sus propias palabras, el MIT estaba financiado en un 90% por el Pentágono. Y en sus dependencias se desarrollaban avances tecnológicos para mejorar el potencial armamentístico de los Estados Unidos. Estaba en el centro de la acción, el Research Laboratory for Electronics, un laboratorio militar. Algo bastante alejado del pacifismo que predicaba…

Dando un repaso a los cuarenta y ocho premios nobel de Harvard, aparte de los avances científicos, económicos y médicos, encontramos galardonados por su labor a favor del medio ambiente alertando de los peligros del cambio climático, por acciones a favor de la paz, estudios sobre la viabilidad del Estado del bienestar o la erradicación de la pobreza y las hambrunas. Espero, como decía al principio, que este recorrido por el devenir de Harvard despierte preguntas y despeje tópicos. Es probable que Harvard no sea de izquierdas, pero es indudable que ha sido una cantera de ilustres izquierdistas. Y los valores de esta universidad buscando el progreso y mejora del ser humano, basado en la excelencia de la educación, son los mismos que han sido el foco del ideario progresista.

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